El día en que el Colón fue un circo
“El pobre marinero”, ópera de cámara en tres actos de Darius Milhaud. Reparto: Carlos Bengolea, Graciela Oddone, Gustavo Gibert, Juan Barrile. Régie: David Amitín. “Varieté”, concierto espectáculo para artistas y músicos, de Mauricio Kagel. Régie y coreografía: Diana Theocharidis. Ensamble musical dirigido por Gerardo Gandini. Función del domingo 11. Teatro Colón.
Nuestra opinión: bueno.
Lo que fue anunciado en marzo último como la vuelta del miniabono dedicado al siglo XX se convirtió, por la anemia presupuestaria característica de los fines de año en el Teatro Colón, en un espectáculo único. Es mejor esto a la nada (quedó en el camino el estreno local de “Il Canto Sospeso”, de Luigi Nono), pero, a juzgar por lo visto el domingo último, la propuesta y el esfuerzo de producción merecían más que dos funciones.
Y también un contexto. De este modo se llegó a un espectáculo un tanto arbitrario en su combinación de títulos. “El pobre marinero”, de Milhaud, y “Varieté”, de Mauricio Kagel, no tienen nada en común, salvo que fueron escritas durante el siglo XX. De hecho, la puesta de Milhaud, en el estilo de una ópera de cámara, quedó un tanto opacada en la expectativa previa por el estreno argentino de “Varieté”, que significó el literal asalto a la catedral de la lírica realizado por una troupe de 70 artistas de variedades, entre magos, patinadores, niñas gimnastas y bailarinas exóticas.
Ductilidad interpretativa
La parábola trágica de la historia imaginada por Jean Cocteau es resuelta con magistral concisión por Milhaud en unos 35 minutos de música que responde al estilo francés de entreguerras. El papel de la mujer que espera en vano a su marido, un marinero desaparecido durante más de 15 años, al que termina matando cuando éste regresa al hogar enriquecido, pero sin revelar su identidad, estuvo a cargo de la soprano Graciela Oddone. Una vez más lució su voz clara y notable ductilidad interpretativa para desarrollar este drama condensado, y llevarse los principales aplausos. Junto a ella se destacó Juan Barrile en el papel de su padre. Estuvo correcto en su breve interpretación Gustavo Gibert, mientras que Carlos Bengolea en el papel del marinero sonó un tanto forzado vocalmente.
Una escenografía simétrica y simple de María Julia Bertotto, apoyada por el efectivo diseño de luces de Félix Monti y Alfredo Morelli (clave para el cambio de escena y de climas) sirvieron de marco para la buena performance de los cantantes. La régie de Amitín también se mantuvo dentro de la lógica escueta e intimista de la ópera que, a decir verdad, parecería requerir un tipo de sala más chica que la del Colón.
Esperado estreno
Luego fue el turno del esperado estreno en la Argentina de “Varieté”, de Mauricio Kagel. El compositor argentino produce aquí una de sus características operaciones culturales al trasladar el mundo del music-hall a un contexto culto. Los once números que conforman la obra instrumental están escritos para una formación que incluye instrumentos fuertemente asociados a aquel mundo, como el acordeón, el saxo, el órgano eléctrico o la trompeta. Pero con ellos produce una música nueva y distanciada del estereotipo esperable. La ruptura entre lo visual y lo musical es notoria porque en la mayor parte de la obra la música tiene tiempos lentos y un clima marcadamente melancólico que contrasta con la festividad esperable para un número de vodevil.
Kagel deja librado al régisseur qué es lo que harán los artistas de variedades convocados para hacer sus números con esta música. Diana Theocharidis produce momentos mágicos y de inusual belleza, como el comienzo mismo, en el que el acróbata Lucas Martelli se descuelga de la araña de la sala; el insólito pas de deux entre un patinador y una bailarina clásica, o el final con una danzarina exótica nadando adentro de un enorme cilindro lleno de agua. También hay escenas que producen una rara mezcla de asombro y comicidad, como la unión entre la plasticidad frenética de tres bailarines de hip hop y esta música lenta y lánguida.
Pero también, la alegría de los participantes por estar en el Colón y, sobre todo, del numeroso público que los fue a ver, produjo una curiosa inversión de lo que quería lograr Kagel. Así “Varieté” se transformó en una fiesta desacralizadora del espacio Colón, como Theocharidis quiso poner de relieve con la inclusión de Martín Pavlovsky, disfrazado de Mozart. Lo cierto es que los permanentes aplausos y vivas para los profesionalísimos números del mago Adrián Guerra, los break dancers o la bulliciosa multitud de niñas gimnastas terminaron ocupando el centro de la escena, dejando a la música en un plano casi inaudible, ya que, además, fue interpretada en una tarima aérea, sobre el escenario (y la amplificación no hizo más que hacerle perder su riqueza en matices y timbres).
“Varieté” perdió así su densidad y se convirtió en una anecdótica ocupación simbólica de un espacio que, a estas alturas, alberga a todos por igual, ya que los públicos no parecen ser los mismos.
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