El buen gusto por lo diverso
Una década después de su última edición, el festival reapareció en escena; en su segundo día brillaron Pet Shop Boys y Wilco
Si el primer día del BUE se caracterizó por la oferta garajera que dominó el escenario principal (en clave indie con El Mató a un Policía Motorizado, el desparpajo bohemio de The Libertines y la sobredosis de rabia de Iggy Pop), en su segunda jornada el festival apostó a la diversidad de estilos, que tuvo tres ejes en distinta tónica. De un lado, la fiesta electropop de Pet Shop Boys; del otro, la celebración alt country de Wilco, y en el medio de ambos el carnaval psicodélico de The Flaming Lips. En la diversidad, el gusto.
Lo de Neil Tennant y Chris Lowe tuvo motivos de sobra para oficiar de cierre del festival. Lejos de intentar vivir de los hits del pasado (que los tiene y en abundancia), el dúo británico apostó a defender su presente, con un show dominado por las canciones de Super, su decimotercer disco, publicado en abril de este año. En un escenario retrofuturista ornamentado con pantallas circulares, láseres y juegos de luces, Pet Shop Boys echó mano del reciente single "Inner Sanctum" para sentar las bases de su espíritu discotequero.
Casi con un giro conceptual, lo que siguió a continuación fue "West End Girls"; uno de los éxitos de su debut, Please, de 1986. Lejos del purismo, la versión sonó renovada y leída desde 2016, como queriendo demostrar la vigencia inagotable de una manera de entender la pista de baile. Y si la cosa no quedaba clara, ahí nomás aparece "The Pop Kids" con su estribillo convertido en un manifiesto personal. "Nos llamaban los chicos pop porque nos gustaban los hits pop y citábamos sus mejores partes", cantó Tennant con un dejo irónico y convertido en un crooner... ¡electropop!
Con más de tres décadas de carrera, Pet Shop Boys se sostiene en el presente con una fórmula que le rinde sus frutos: en vez de buscar cómo replicar el sonido del pasado, lee su propia historia a través de los sonidos actuales (muchos de ellos creados con ellos como influencia). El cambio no es radical, pero permite sumarles un shock hormonal a "Se A Vida É (That's The Way Life Is)" y "Twenty-something" como para que no desentonen al lado de "Love Is A Bourgeois Construct". Y aun a la fecha Tennant sigue teniendo una pluma afiladísima que le permite escribir estribillos con iguales dosis de provocación y genialidad, como en el de "The Sodom and Gomorrah Show": "Tiene todo lo que necesitás para tu total entretenimiento e instrucción. Sol, pecado, sexo, intervención divina, muerte y destrucción. El show de Sodoma y Gomorra es una producción única".
Una vez cumplida la tarea de defender con honores su actualidad, Pet Shop Boys apeló a un formato mucho más sencillo y efectivo al momento de redondear su show: el desfile de hits. Casi en continuado, "It's a Sin", "Left to My Own Devices", "Go West", "Domino Dancing" y "Always On My Mind" terminaron por delinear un clima festivo decorado con globos de colores iluminados por dentro. En medio de todo eso, noventa minutos que ratificaron que se puede armar un cancionero pensado para la pista de baile sin caer en obviedades ni simplismos. Sostener ese concepto durante treinta años no es poca cosa.
Antes, en el Heineken Arena, Wilco saldó una demorada deuda con el público local. La banda de Jeff Tweedy fue durante muchos años una figurita difícil en las grillas de los festivales, y su debut porteño tuvo gusto a compensación histórica. Aun con el flamante Schmilco recién salido del horno, la banda de Chicago optó por salirse de su propio guión y ceder a cambio un show sostenido con un repaso más o menos balanceado de su propia discografía. Ya desde la explosión en cámara lenta de "I Am Trying to Break Your Heart", Wilco dejó en claro su tendencia a aferrarse a la intimidad más desnuda de la canción, sólo para terminar destruyéndola a fuerza de ruido y acoples. La escena puede durar unos segundos o varios minutos en el caso de "The Late Greats", pero el desenlace siempre es el mismo: el regreso súbito a la tranquilidad como si nada hubiera pasado.
Ésa parece ser la misión para Wilco: aplicarle vanguardia y experimentación a la tradición de la gran canción norteamericana. "Handshake Drugs" apela al mismo formato, pero su mejor esbozo llega a la hora de "Via Chicago". En ella, Tweedy canta con displicencia en un clima sereno y cargado de detalles folk hasta que sin preaviso el guitarrista Nils Cline y el baterista Glenn Kotche comandan una sesión catártica de ruido blanco y disonancias, todo mientras Tweedy y el bajista John Stirratt continúan cantando la canción como si nada estuviera pasando alrededor.
Otro puñado de canciones obligadas en la lista ("Jesus, Etc.", "I'm The Man Who Loves You", "I'm Always In Love"), y una despedida marcada por dos extremos. Primero "Spiders (Kidsmoke)", casi diez minutos de repetición binaria y dosis de caos medido con correa pero sin collar de ahorque. Luego, a modo de cierre, "I'm A Wheel", una descarga de punk rabioso de no mucho más de tres minutos. Entre todo eso, la satisfacción del deber cumplido, tanto arriba del escenario como abajo de él.
Entre una cosa y otra, The Flaming Lips chocó entre un clima y otro con una propuesta que tuvo tanto de festiva como de lisérgica. A diferencia de su debut porteño hace cinco años, esta vez el combo de alegres bromistas liderado por Wayne Coyne centró su acotado show (ocho canciones en una hora) en dos de sus discos más laureados, The Soft Bulletin (1999) y Yoshimi Battles The Pink Robots (2002). Todo en su show es una celebración del sinsentido, en donde es tan válido decorar el escenario con un muñeco inflable gigante de Papá Noel como subirse a hombros de un asistente disfrazado de Chewbacca para cantar "The Gold In The Mountain Of Our Madness".
Pero no siempre los trucos funcionan bien. En un set pensado para el estímulo constante, el tiempo muerto entre una canción y otra para montar los recursos escénicos del próximo tema, el clima lúdico se disipaba con cuentagotas ante la espera. El tambaleo se detuvo a tiempo con una elaborada lectura de "Space Oddity", de David Bowie (respetuosa hasta para los propios estándares de la banda), con Coyne encerrado en una burbuja gigante de plástico, y el cierre con "Do You Realize?", una suerte de tratado sobre la vida y la muerte en clave de fantasía pop.
En cuanto a Peaches, su segunda visita a Buenos Aires tuvo más de incitación al desconcierto que de performance. Casi desnuda en gran parte del show, la canadiense se limitó a disparar bases desde un teclado dispuesto en el medio de una tarima circular. Conforme fueron pasando los temas, acudió en reiteradas veces a una pareja de bailarines con atuendos a tono: primero él de stripper y ella de dominatriz; después ambos con mallas enterizas color piel y genitales de peluche en sus entrepiernas y otro sinfín de chistes que ocurrieron una, dos y demasiadas veces. Antes y después, la segunda jornada del BUE ofreció una paleta de propuestas que también apostó a la diversidad sin que la mezcla fuese demasiado intrusiva.
Temprano por la tarde, el electropop intimista de John Grant y el indie polirrítmico de los mendocinos Mi Amigo Invencible fueron las primeras grageas de una oferta también sostenida por opuestos. Casi en forma simultánea, los espectadores podían optar por el pop FM friendly de Capital Cities o la lluvia de folktrónica y sampleadelia de Juana Molina. Quienes quisieron manejarse por fuera de los márgenes de la agenda mainstream del festival, el escenario Music Box apostó por una serie de talentos en ascenso constante (Pablo Malaurie, El Estrellero, Coiffeur) que supieron atrapar una porción del público con una dosis mínima y necesaria de curiosidad.
Después de diez años de ausencia, el BUE volvió a incorporarse a la agenda de espectáculos internacionales del segundo semestre. En materia de público y, según los datos de la organización, fueron 17.500 el primer día y 22.000 el segundo. En un escenario caracterizado por una sobrecarga de oferta que no se condice con el panorama económico, tiene a favor la curaduría de una programación que poco tiene que envidiarles a las de eventos de índole similar en el extranjero. Con una organización prolija y puntual, algunos puntos se perfilan como problemas a resolver en ediciones venideras (la distancia criminal entre un escenario y otro, precios para nada irrisorios de bebida y comida, la desproporción entre la cantidad de nombres de peso entre una jornada y otra), siempre y cuando este regreso no haya sido una burbuja en el tiempo. Ojalá que no.
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