El baterista que encontró su gran pasión en la pintura
Abril Sosa prepara café en una Volturno, en la cocina de una casa de Parque Patricios, a seis o siete cuadras del Hospital Penna. En verdad vive en Villa Urquiza con su familia, pero el cuartel general creativo es este atelier descascarado, lleno de libros y cuadros. Hasta hace poco tenía una batería, que pidió prestada para ensayar temas de Abel Pintos –lo contrataron de sesionista–, pero se peleó con uno de los músicos de la banda y pegó el portazo. Desde entonces, sin bombo ni platillos, está más tranquilo. "Este es mi espacio para la bohemia, en el sentido más lindo de la palabra. Acá encuentro el lugar para crear y es donde comprendí que no quería tocar más", afirma Sosa, baterista de Catupecu Machu a los 14 años y líder de Cuentos Borgeanos, el grupo con el que se despide de los escenarios en unos días (la fecha prevista es el 9 de mayo), para dedicarse de lleno a su gran pasión: la pintura.
La elección de esta buhardilla a ras del suelo tiene razones concretas: Abril cree que la mejor forma de crear es en soledad, aislado del mundo. "Me encanta la vida de ermitaño", asume. Casi en sintonía, para reforzar el aislamiento zaratustense, se desinstaló el WhatsApp, luego de contemplar horrorizado los intercambios que se daban en el chat de papis del colegio de su hijo.
Mientras hace el café parece inquietarse por su propia reflexión: "No dejo de pensar que la mayoría de los grandes artistas de todos los tiempos son tipos desdichados". Él mismo estaba siendo desdichado con la música, y por eso decidió abandonar el barco, cuando comprendió que se había convertido en algo que no le gustaba. "Quizá como músico no fui una buena persona", admite.
¿Por qué decís que no fuiste buena persona?
Siempre estuve tan involucrado con la música, defendí tanto las canciones que he mandado a la mierda a gente que no tenía que mandar y por momentos quizá fui egoísta con mis pares. Si tenía que elegir entre el cumpleaños de mi vieja y salir de gira, me iba de gira. Con Catupecu abandoné a mi familia, dejé la escuela…
Abril cuenta que está muy agotado del "ejercicio de la música", no tanto por la parte creativa, que es lo que siempre disfrutó, sino por todo lo demás, lo que vendría a ser la maquinaria velada –tantas veces ruinosa para los artistas– que implica el vínculo con discográficas, prensa y otros actores del mercado. "Nunca pude engancharme con las relaciones falsas que se dan en este ambiente. Si tuve que putear a un directivo de una discográfica, lo hice; si tuve que negarme a comer un asado con un periodista, lo hice; si tuve que faltar a una fiesta de fin de año porque no quería estar con gente que me cayera mal, tampoco lo dudé", confiesa. "La música es una mentira sagrada, como decía [Alejandro] Jodorowsky; el artista sube al escenario y crea un personaje, habla sobre el amor aunque sea un mal bicho, pero por lo menos ahí hay una historia para contar", opina.
¿Y qué mentiras no son sagradas?
Sin dudas, la mentira de las redes, los influencers que quieren mostrar su vida al máximo, a cualquier costo. Son cosas que no entiendo, como que el bebe de Marley tenga más seguidores que el presidente de Argentina. Las redes son la peor mentira de todas.
Miguel Adolfo Sosa, según Wikipedia, nació en Villa Luro y vivió en ese barrio hasta los 18, cuando empezó a ganar plata con la música y se fue a vivir solo. Desde los 14 fue el niño bonito en la batería de Catupecu, una especie de Dorian Grey –su edad ahora resulta indefinida, podría tener 40 o 25–, con las paletas de los dientes separadas a lo Luis Miguel. Estuvo en la banda hasta 2002 y grabó cuatro discos (Dale, Eso vive, Cuentos decapitados y el DVD Eso vive). A sus 20, cuando ya tenía cocinada la idea de partir, Fernando Ruiz Díaz, cantante de Catupecu, le preguntó: "¿Y qué vas a hacer ahora?". Abril no lo dudó: "Me gusta la literatura, lo que quiero es escribir".
Desde entonces, además de seguir adelante con Cuentos Borgeanos (Ruiz Díaz produjo los dos primeros discos), se sumergió en un proceso de introspección y lectura compulsiva de todo lo que quería aprender. Fue una esponja autodidacta y se empapó de los autores que llegaban a sus manos. Armó cafés literarios con amigos, a los que cayeron escritores como Santiago Kovadloff y Vicente Battista, adoptó a Jorge Luis Borges como "abuelo honorario", pasó por Nietzsche, Osho, Houellebecq, y le hizo compañía a Ernesto Sábato en sus últimos años. Hasta le dedicó una canción, llamada "Resistir", del disco Psicomágico (2009).
¿Qué te acordás de esos encuentros con Sábato?
Me acuerdo de tardes enteras hablando de pintura y literatura. Fueron tiempos muy valiosos los que compartí con él. En los últimos años, se dedicaba a recolectar pintores nuevos; los esponsoreaba, escribía los prólogos para sus muestras y también solía pintar rostros de escritores. Me acuerdo muy bien de uno que había hecho de Dostoievski. Una vez cayó Mercedes Sosa para el cumpleaños y se puso a cantar una canción re triste. En un momento Sábato se enroscó, algo no le gustó y la echó. Ya eran sus últimos años. Yo estaba en Nueva York cuando murió.
También tiene una anécdota borgeana con su grupo. Para una nota que les hizo el suplemento joven de un diario, el periodista juntó a la banda con María Kodama. "La entrevista fue a las 11 de la mañana, en la Fundación Borges. Yo estaba reasustado. Llego y me abre ella, con buzito y pulgares adentro, tipo grunge, con una energía relinda. Hicimos la nota y quedamos muy amigos. Tocamos varias veces en la Fundación para eventos privados y ella vino a un show en La Trastienda", cuenta. Y se ríe al acordarse de la vez que, después de tocar un tema en la Fundación (la canción "Estoico"), se armó una polémica. "Se levantó alguien del público para discutir la letra desde un punto de vista borgeano. Tuvimos que parar para decirle que el nombre de la banda solo era un homenaje a Borges, que no buscábamos debatir sobre su obra", recuerda.
Abril en Nueva York
Después de lanzar Psicomágico (2009) con Cuentos Borgeanos, levantó todo y se fue a la Gran Manzana. Vivía en Harlem y se la pasaba yendo al Metropolitan Museum, en donde se colgaba largamente viendo cuadros. En 2010 coincidió allá con el director Martín Piroyansky, que le propuso hacer un videoclip, pero al final les prestaron unos equipos y pudieron hacer un largometraje, junto a la actriz Carla Quevedo, que se llamó Abril en Nueva York. "Para mí esa ciudad era un parque de diversiones cultural y cosmopolita, y yo venía muy desencantado de Buenos Aires", dice. A su regreso, lanzó El piloto ciego (2012), su disco debut como solista, grabado en Los Ángeles, en el estudio de Robi Draco Rosa.
¿Seguís desencantado ahora también?
Sí, de hecho estoy terminando mi ciudadanía italiana y este año nos vamos a vivir a Europa con mi familia, apenas sea posible. Lo que encontré en Nueva York y en otras ciudades del mundo, que no vengo encontrando en Buenos Aires, es la inspiración que me genera la propia gente. Lo que más admiro y me excita de una persona es la inteligencia, ya sea hombre o mujer. Y no puedo creer lo que está pasando acá con la cultura, que se estén consagrando fenómenos de un gran nivel de estupidez, como el trap, en un país con una herencia musical como la nuestra.
¿No te da un poco de miedo levantar campamento con toda la familia para irte a Europa?
Estoy cansadísimo de Buenos Aires. No conecto con la cultura argentina, me parece deplorable. El otro día fui al Centro Cultural Recoleta, que en una época era alucinante para el arte, y me encontré con un espacio para la holgazanería: hay colchones para tirarse a mirar el teléfono con wifi gratis, dan clases de hip hop… No quiero estar en contacto con eso, no quiero que mi hijo crezca con esa mediocridad. Y por eso tampoco creo que vuelva.
La relación de Abril con la pintura arrancó a los 12 años, cuando curioseaba los cuadros colgados en la casa de un amigo. Más adelante, en la sala de ensayo de Cuentos Borgeanos en Caballito, otro amigo pintor instaló allí su taller y Abril siguió de cerca cómo iban creciendo las obras de su colega. Pero nunca tomó clases y fue tan autodidacta y antiacadémico como con la lectura. "Hace un tiempo que me aboqué a esto, a pintar de lunes a lunes", insiste, y señala cuadros desordenados en las paredes de la casa de Parque Patricios. "Todo lo que está acá es mío", dice, y se cubre rápido: "Voy a citar a Sábato, que decía que necesitás diez años para convertirte en un gran pintor. Y eso es lo que pretendo ser en algún momento".
Acto seguido, Abril muestra el lugar en donde pinta, siempre de noche; es una piecita en la terraza, con una docena de botellas de vino vacías y dos obras en proceso: un autorretrato y un retrato de Atahualpa. "Ayer lo estuve escuchando y me puse a pintarlo, era una noche de borrachera nostálgica", evoca.
Arrancar una carrera de pintor a los 40 es bastante audaz. Si no fuiste del todo feliz en el mundo de la música, creés que podés lograrlo con la pintura?
Si lo pienso en términos de felicidad, yo soy tan feliz si tengo un cero kilómetro como si no lo tengo. Tal vez en Europa me transforme en un gran pintor o termine trabajando en una cafetería. Y voy a ser feliz de las dos maneras. Hice un camino espiritual para no vivir de manera egoica, no necesitar los aplausos de nadie ni estar atado a la parte material. Si me tengo que ir de Europa, probaré en el DF, en Nueva York, en donde sea.
Después de cuatro discos con Catupecu, cinco con Cuentos Borgeanos y tres como solista, con cientos de conciertos y giras al hombro, Abril se aleja por tiempo indefinido de los escenarios. La despedida está prevista para el 9 de mayo, en Niceto Club.
En el mundo de la pintura, a diferencia del de la música, sabe que no tendrá que hacerle la corte a ninguna discográfica ni rendir pleitesía a ningún escriba para obtener una buena reseña de sus canciones. Será una nueva "mentira sagrada", de esas que tanto le gusta perseguir.
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