Dirigida por Andrew Dominik.
Para ser una película que estuvo en los estantes dos años juntando malas críticas, este callado y sorpresivo western arremete de manera sorpresivamente satisfactoria. Artísticamente excitante y compulsivamente observable, incluso a pesar de sus 152 minutos de adormecimiento de traseros, el film logra continuar con el talento que demostró el escritor- director de Nueva Zelanda, Andrew Dominik, en 2000 con Chopper. Brad Pitt logra perfectamente el rol de Jesse James. Acaba de recibir el premio al mejor actor en el Festival de Venecia y lo tiene completamente merecido. Pitt logra retratar a Jesse como la celebridad de tabloides de su época (1881). Viviendo en su casa con su esposa (Mary-Louise Parker) y sus hijos bajo el pseudónimo de Thomas Howard, cuando no está asaltando trenes con su hermano Frank (Sam Shepard) y su pandilla, Jesse es un hombre muy enfermo, un insomne con una fuerte disposición a los ataques psicóticos y a dispararles a sus enemigos por la espalda. Es irónico que su fan más grande, el convenido joven chillón de diecinueve años Robert Ford (el magnífico Casey Affleck que acompaña a Pitt paso a paso), sea el instrumento de su perdición. Adaptando la novela de 1983 de Ron Hansen, Dominio pinta un rico y detallado mosaico en locaciones de Calgary y Winnipeg, y uno sólo puede maravillarse ante los milagros visuales que logra el fotógrafo Roger Deakins. Pero es en las escenas luego de la muerte de Jesse, cuando Dominik confronta verdad y leyenda, que esta épica íntima demuestra su inmenso valor.
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