A los 73 años, falleció Nano Herrera, personaje emblematico del jazz en Buenos Aires y, entre otras cosas, promotor del encuentro entre Julio Cortazar y el Gato Barbieri.
Por la presencia que imponía su altura, Nano Herrera era literalmente ineludible. Durante más de seis décadas, su inconfundible silueta (de alguna manera hitchcockeana) se recortó en la antesala de cada uno de los eventos jazzísiticos de Buenos Aires y, también, en diversos festivales del interior de la Argentina y, muchas veces, fronteras afuera del país.
"Nano estaba en todos lados" me decía mi padre cuando hace un rato comentábamos por teléfono, conmovidos y compungidos, la reciente y dolorosa noticia de su muerte, esta tarde, la de un siete de abril que marca un triste mojón en la historia del jazz argentino. Personaje emblemático de la noche porteña, en tiempos de bravas internas, Nano frecuentaba (igual que algunos pocos) el tradicional Hot Club y el vanguardista Bop Club. Su amor incondicional por el jazz en cualquiera de sus formas trascendía esas miserias estéticas que denominaba a la corriente moderna (o viceversa) como "la contra", como si la genialidad de Bix o Armstrong fuera incompatible con la de Parker o Coltrane.
Nano militaba en el Círculo Amigos del Jazz pero, por sobre todas las cosas, militaba por el jazz y por sus músicos, a los que siempre les caía en gracia. Nano se hacía amigo de los músicos, y en algunos casos colaborador, como productor (incluso colaboró con Chapter One: Latin America del Gato Barbieri, convocado por su prestigioso director -y productor- Ed Michel. Y también fue el promotor del histórico encuentro entre el escritor Julio Cortazar y Barbieri, una tarde a principios de los setenta, en una habitación en el Hotel Alvear de Buenos Aires.
De Herbie Hancock a Hermeto Pascoal, y de Wynton Marsalis a Danilo Perez, entre tantísimos músicos, fue anfitrión y compinche instantáneo en sus visitas a Buenos Aires. Condujo varios programas de radio, y su labor fue reconocida con un par de premios Martín Fierro a fines de los 90. Una de esas veces, lució con un gorro blanco con visera y una impresión de la palabra "Jazz" en letras gigantes, que le pidió prestado a mi padre y que le dio (aún más) visibilidad cuando subió a recoger el premio.
La última vez que lo vi a Nano Herrera fue en el Centro Cultural San Martín, en la sala Enrique Muiño, antes (o después) de uno de los conciertos del ciclo Jazzología, que organiza mi padre, martes tras martes, desde hace veinticinco años. Me contó una anécdota sobre el casamiento de mis padres que hoy recuerdo con mucha simpatía y, claro, con un poco de dolor. El dato es significativo no sólo por la cercanía que tuvo en mi historia personal, sino porque sintetiza su espíritu, la de un cazador y protagonista de anécdotas extraordinarias y llenas de swing.
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