Dormir en la calle, vender el cuerpo y pensar en nada. El lado invisible de la Capital retratado por el fotógrafo Alfredo Srur
Cuando hace más de 15 años se mudó a los barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires, Alfredo Srur descubrió un territorio desconocido. El, que había crecido en la zona norte, que vivió en Los Angeles y trabajó por todo el mundo, encontró en las personas y los paisajes de Constitución, La Boca, Barracas y Pompeya, algo que le resultaba incomprensible, que a la vez lo desconcertaba y lo atraía. “Siempre trato de ponerme en el lugar del otro y con ciertas personas no puedo hacerlo porque no sabría por dónde entrar, porque hay algo que no logro comprender pero a la vez me resulta atrapante e interesante”, dice Srur sobre los protagonistas de sus retratos. Habla desde Medellín, adonde volvió después de quince años para hacer un documental acerca del pandillero colombiano que retrató en su primer libro, Geovany no quiere ser Rambo.
Nacido en 1977 en Buenos Aires, Alfredo Srur se acercó a la fotografía a los 19 años, cuando viajó a California para estudiar cine en la UCLA Allá se compró su primera cámara, una Nikon N50. De Estados Unidos volvió deportado y sin nada a los 21: no tenía visa de estudio y se había excedido en la estadía. De vuelta en Buenos Aires, estudió laboratorio blanco y negro en el Fotoclub e hizo fotoperiodismo durante muchos años en Argentina, Colombia, Bolivia, Perú, Ecuador. Publicó en Rolling Stone, Etiqueta Negra, Radar. Documentó el trabajo de los campesinos de Honduras para el Banco Mundial y recorrió la selva amazónica con la Cruz Roja. Dio clases, ganó becas y participó de muestras colectivas e individuales. También construyó una casa, con ayuda y con sus propias manos. Aprendió a mezclar cemento y a fundar columnas de hormigón. Las fotos de Zona Sur son su último ensayo fotográfico y en parte son el resultado de una necesidad de escapar del caos que representa para él esa obra. Son retratos y paisajes, siempre en blanco y negro, de personas invisibles y olvidadas en lugares abandonados: un chico adicto al paco que tiene una dentadura perfecta, una chica trans que duerme la borrachera derrumbada en la puerta de un edificio, un hombre que posa junto a los muros de la cancha de Huracán con una gran bolsa apoyada sobre la línea de su cuello, una calle oscura de La Boca donde los árboles dejan sombras tenebrosas. En todos –personas y paisajes– hay algo del orden de lo enigmático: una mirada directa a cámara, un encendedor entre las manos, la forma en que la manta cubre la cabeza, la luz a lo lejos que podría ser un tren.
Tardó diez años en sacar la primera de estas fotos. Diez años de deambular y recorrer los barrios en auto: las calles que rodean los hospitales psiquiátricos Borda y Moyano, los descampados de las vías del tren que cruza el Riachuelo en La Boca, el Parque Patricios, los baldíos por donde parece que nunca pasó nadie. “Estos lugares”, dice Srur, “forman parte de la historia de nuestra cultura, porque fueron zonas de inmigración, de industria, de trabajo, de las mezclas de razas, del puerto”. El enigma también es el de cómo y por qué una zona que era próspera e industrial cayó en el abandono.
Alfredo Srur es de esa clase de fotógrafos que no andan con su cámara todo el tiempo encima. “La verdad que a mí hacer una foto me cuesta un montón”, reconoce. Para conseguir estas imágenes recorrió estos barrios muchas veces, en auto o a pie, de día y de noche, y así fue conociendo lugares y personas interesantes. “Cuando yo decidía bajarme del auto era porque esa persona realmente me motivaba a hacerle una foto y eso no me pasaba tan seguido”, dice. En ese momento empezaba otra historia, una en la que Srur ponía el ojo y el cuerpo, escuchaba lo que tenían para contarle, explicaba por qué quería esa foto, de qué iba a formar parte y ofrecía una remuneración económica a cambio de la toma. La mayoría, de todos modos, decía que no.
Esos retratos no hechos también tienen un relato. “Una vez le quise hacer fotos a una chica que era muy bella y profundamente adicta. No sé por qué decidí no hacérsela, sentí que no quería”, dice. “Entonces, en vez de hacerle la foto le regalé un texto de Lee Friedlander, un fotógrafo norteamericano que tuvo su auge en la década del 70 y que tiene una manera de aproximarse a las fotos y a las historias que yo admiro mucho. Le di el texto para que lo lea y se puso a llorar. Cuando vos a alguien lo sacás de su rutina y le proponés algo que tiene que ver con el arte, con lo lúdico, con dejar testimonio de su memoria, siempre hay una profundidad.”
Hace muchos años que trabaja con una cámara Rolleicord de 1955 y que sólo usa cámara digital para hacer audiovisuales. Está convencido de que su cámara analógica le permite establecer una relación especial con las personas que retrata. Les fascina el objeto, les gusta ser fotografiados como antes. Y a él le pasa lo mismo. “Si quiero hacer fotos es a través de la fotografía, de todo el acto del revelado, donde cada imagen es muy difícil de obtener”, explica. “Hay que luchar por esas imágenes, para ir en contra del sistema en plena época digital tenés que realmente creer en eso.” Todavía le resulta extraordinaria la alquimia que hace posible la fotografía: que las sales de plata queden incrustadas en una gelatina y que una copia de eso pueda durar 300 años. “La fotografía es pretenciosa, es detener el tiempo, tener un pedazo de pasado en el presente con forma de imagen grabado en plata y que se compara a un sueño”, define Srur. Su trabajo más reciente tiene que ver con esto: ahora mismo prepara una exposición para noviembre sobre el rescate del archivo del fotógrafo norteamericano Harry Grant Olds, que trabajó en Buenos Aires a partir de 1900 hasta su muerte, en 1943. Los últimos años, Srur los pasó en el laboratorio y en su taller, investigando y trabajando sobre la obra de Olds.
Muchas veces, los rollos con sus fotos quedan guardados durante meses. De a poco, se van deteriorando en un cajón. “Esto es lo que se llama la imagen latente, que existe en el negativo pero no fue revelada”, explica. “Existe pero no existe, porque no se puede ver y a mí me parece algo fundamental en mi trabajo. Haber hecho la foto y ni siquiera saber qué se ve genera una expectativa y esa imagen, que ya es simbólica, va cobrando un valor que va más allá de la estética. Es como un acto de fe.”
Emilia Erbetta
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