Doña Disparate, una actriz exquisita
En el Río de la Plata la única China posible seguirá siendo Zorrilla
La muerte de China traerá lluvia de anécdotas sobre el Río de la Plata. Porque, ¿quién del medio teatral no tiene una historia (y seguro rocambolesca, y seguro insólita, y seguro divertida: todo eso era China) compartida con ella? ¿Y quién del público no habría querido salir de correrías con esta mujer talentosa, encantadora y parlanchina, pura complicidad? El amor del público de ambas orillas convirtió su nombre de pila en marca, pese a lo ilustre de su apellido. Porque, por una cuestión de geografías afectivas, en el Río de la Plata la única China posible seguirá siendo Zorrilla.
Su modo de circular siempre terminaba armando una escena y un relato. Siempre fue así. A principios de los 70 se fue a Mar del Plata con dos espectáculos excelentes: Querido mentiroso y Arlequino. Recién desembarcaba en Buenos Aires y aún estaba al caer el gran golpe de popularidad que le darían las novelas de Migré (Pobre diabla, Piel naranja) y sus latiguillos memorables: "¡Mamita sabe!" y su indeclinable invitación, "¿Un licorcito?" Era una compañía enorme y le iba muy mal. China se subió entonces a un camión y, megáfono en mano, salió a batir el parche promocional. En los otros teatros los actores pedían al final de cada función que el público fuera a ver los espectáculos de China; ya todos sabían que era una actriz deliciosa e intachable.
En un medio lleno de pequeñas y grandes miserias y rivalidades, su figura fue ecuménica: la quieren los artistas progresistas y los conservadores, los vanguardistas y los clásicos, los añosos y los principiantes. Dio respaldo a muchos colegas, ayudó económicamente a otros y fue una infalible descubridora de talentos ("¿Tú fuiste a ver el espectáculo de Adhemar Bianchi -sonaba el teléfono a las siete-. Ah, ¿ya te llamé ayer? Bueno, no me extrañes que mañana te vuelvo a despertar", y colgaba).
Con China, la más mínima escena cotidiana tomaba cariz teatral: uno podía enredarse con ella en la puerta giratoria del Regina, no entrar en su departamento porque estaba abarrotado de cachivaches, tardar una hora para hacer unas pocas cuadras porque la gente la paraba cada dos pasos, disfrazarse de astronauta ruso y salir al balcón para animar un cumpleaños. Todo era posible en ella.
Ese permanente estado de Doña Disparate a veces velaba, en la consideración, sus enormes cualidades de actriz y de gran comediante: formada en Londres y en París, después de la Segunda Guerra, fue representante de esas dos grandes tradiciones, amasadas al modo rioplatense, que encuentran su punto máximo en el final de Esperando la carroza.
Cuando cumplió 75 años, se le hizo un homenaje en un teatro de Montevideo. El textual es chinazorrillismo puro, exquisito: "Ya que estás acá, en el teatro, Mario Benedetti, voy a contar un momento importante que pasé con vos. Cuando el Mundial de Italia, estaba comiendo en Milán con un amigo argentino y llega Mario. «¿Ustedes se conocen?», pregunté. «No», me dicen. «Los voy a presentar: Mario Benedetti, Quino». Cayeron en brazos uno del otro, fue el comienzo de una larga amistad, ¿no, Mario?" "No nos vimos más", contesta Benedetti en su butaca, y la sala estalla en carcajadas. "No me arruines el cuento, che, que yo lo cuento distinto -grita ella -. Digo que ahí, como Humphrey Bogart y Claude Rains en el final de Casablanca, se dijeron: «Espero que éste sea el comienzo de una larga amistad». Nunca hay que arruinar el final de una buena historia."
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