En una entrevista exclusiva, Jon Hamm, el protagonista de Mad Men, cuenta cómo es su relación con la fama, la serie y los mitos que rodean a ese exitoso publicista neoyorquino
Don Draper tal vez estaría recién levantado, con un poco de resaca luego de otra noche de quemarse los pulmones con nicotina y tomar suficiente Canadian Club para dormir a un caballo, acercándose cada vez más al inevitable infarto. O quizá ya estaría en la oficina, engominado y recién afeitado, enfundado en una camisa tan blanca y almidonada que uno se podría cortar con ella como con una hoja de papel, listo para hacer gala de su genialidad publicitaria. O a lo mejor podría sorprendernos, como le gusta hacer a Draper, y despertaría en una mansión de Palm Springs o en la cama de una cliente o incluso dado por muerto en un hotel barato, el último giro de la trama en cinco impredecibles temporadas que plasman el espíritu de la época y que han convertido a Mad Men en uno de los programas más inteligentes, complejos y fascinantes de la televisión. Pero Jon Hamm no es Don Draper; al menos no por completo ni todo el tiempo.
Así que este jueves, Hamm está sentado –le brillan los ojos y tiene puesta una gorrita de béisbol– en el porche elevado de su casa, con su segunda taza de café de la mañana en la mano y un ejemplar de Los Angeles Times doblado sobre las rodillas, confiado y relajado, como si fuera el rey de todo lo que se despliega ante sus ojos, lo cual en este momento es una calle lateral bien cuidada del barrio hip y exclusivo de Los Feliz.
"¡Buen día!", dice Hamm, asomándose por la balaustrada. "Subí." Tira el diario y me hace pasar, hablando en voz baja, para no despertar a su pareja desde hace quince años, la guionista y actriz Jennifer Westfeldt, que está enferma en la cama con Cora, la perra mitad pastora que tienen. "¿Querés tomar algo antes de salir? ¿Agua? ¿Café? Llevémonos un par de cafés para el camino", dice, y sirve el contenido de la cafetera en sendas tazas portátiles. Se pone las zapatillas y unos anteojos oscuros de diseñador, y se dirige a la salida. "¿Estás listo?"
El plan original era que nos íbamos a juntar a pegarle a la pelota de béisbol en una jaula de bateo en Burbank. Hamm es fanático del béisbol: cuando era chico, en St. Louis, jugaba –era catcher– y sigue usando una gorrita de los Cardinals como Draper usa un pañuelo en el bolsillo del saco. Pero tuvo que suspender: al parecer, se había olvidado de que el sábado era el cumpleaños de Westfeldt. En cambio, me propuso salir a caminar esta mañana. "Creo que, de esa manera, todas las partes involucradas se sentirían más contentas."
Hamm no es un astro cuando se trata de cumpleaños. Una vez, hace años, lo invitaron a una fiesta sorpresa de un amigo actor, y casi arruina todo cuando se presentó un mes antes. "Literalmente, un mes", dice. "Abrió la puerta y me dijo: «¿Qué hacés acá?», y yo le respondí: «Este... vine...a...», mientras su mujer, atrás de él, me hacía el gesto de que no dijera nada. Un par de años después, le contó la anécdota a Matthew Weiner, el creador de Mad Men, y Weiner la incorporó a un guión. "Sacó la historia directamente de mi vida de pelotudo", cuenta Hamm.
Hamm sale y camina por la calle hasta una escalinata escondida que conduce al enorme Griffith Park. Con Westfeldt, hace más de diez años que viven ahí, y conocen todos los secretos del barrio. "Acá está la casa de Megan", señala, refiriéndose a Fox, que actuó con la pareja en la película Plan perfecto . "Y January vive acá a la vuelta", cuenta, en referencia a Jones, que interpreta a Betty, su ex mujer, en Mad Men. ("Si yo trabajara más", dice Jones, "haríamos pool de autos para ir a grabar".)
Hamm sube la escalinata de a dos escalones por vez. Llega un poco cansado, con gotas de sudor en la frente, así que para un minuto a descansar. Tiene todo grande: el mentón de granito, los hombros de estibador portuario y, por supuesto, su hercúlea cabeza. "Soy el segundo tipo más cabezón en conducir Saturday Night Live ", cuenta, y en respuesta a la pregunta que evidentemente surge de inmediato, dice: "Ben Affleck. Guau. Yo creía que era cabezón hasta que conocí a ese pibe. Qué hijo de puta. No me cites, pero nunca vi una cabeza de esas dimensiones."
Pronto aparece el camino, y nos metemos por un sendero de tierra que lleva al Griffiths Observatory. Hamm cuenta que vio víboras y coyotes en el observatorio, pero ahora sólo hay unas señoras orientales haciendo tai chi. Subimos a lo más alto de la colina, y se saca los anteojos oscuros para disfrutar de la vista, de la postal fotográfica de la mañana de California. "No está mal, ¿no?"
Como metáfora, ésta no es de las peores: que Hamm, en la cima de un monte, con todo Hollywood a sus pies, declare "No está mal". Es demasiado modesto, algo propio del Medio Oeste de los Estados Unidos, para decir que probablemente sea el mejor actor que hay en este momento en la televisión. En cinco temporadas se ha metido en el papel de Don Draper, en el papel del personaje, el antihéroe alcohólico y mujeriego, tan profundamente, que hasta Daniel Day-Lewis lo elogió. Desde la época de Tony Soprano (personaje para quien también escribió Weiner) que un actor y un personaje no calzaban tan indisolublemente. Hamm interpreta a Draper, de mirada penetrante, con una contención tan impenetrable ("Nunca voy a ganar un premio por ser el que más actúa", dice) que es fácil subestimarlo, como lo han hecho en los Emmy durante cinco años. "En el programa, está en una situación desfavorable", dice su amigo John Slattery, que interpreta a su jefe en la serie, Roger Sterling. "No es un capo de la droga. No hace explotar cosas por el aire. Y, sin embargo, día tras día lo veo hacer sutilezas increíbles. La mayor parte del tiempo, la gente ni se da cuenta de que está actuando."
Por Josh Eells
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