
Ya desempañamos el vidrio. Le hicimos chapa y a pintura «la aplanadora del rock».
Verano del 71 en chilecito, la rioja. calles vacías, huérfanas de árboles y sombra, y el sol que pega fuerte. La mansedumbre de las tardes riojanas es un jarabe espeso, apto para el paladar de una familia promedio que está de vacaciones, pero tóxico para su vástago, que ya se aprendió de memoria los caminitos de tierra del pueblo y siente que los pies le arden de ansiedad y aburrimiento.
De pronto, lo que parece un antídoto puede engañar como el espejismo de un oasis en el desierto. La única disquería del lugar promete poco y cumple: apenas unos discos melódicos y de folklore, sueltos en las bateas como granos de un choclo desdentado. El chico insiste, se acerca al mostrador y trata de que el encargado entienda: rock, algo de música progresiva. Al tipo le cuesta sacudirse la modorra del verano, pero finalmente cae. Tuerce una sonrisa cómplice y bufa un "Ya sé lo que querés", antes de desaparecer en la trastienda. Regresa con dos redondeles de vinilo negro y los extiende a un Mollo jovencito. "Increíblemente, uno era La Revancha de Chunga , de Frank Zappa, y el otro, el de Billy Bond y La Pesada, ése que tenía en la tapa la cara de Bond toda escrita. Traía todos los clásicos que, un par de años después, escuché en vivo en el cine Star, de Haedo, y me volaron la cabeza", recuerda Mollo, y asegura que algunos restos del cartón que envolvía aquel disco de La Pesada todavía sobreviven en la casa de sus padres.
Abril del 98 en los angeles, california. divididos, el grupo en pleno, recibe al cronista de Rolling Stone en el departamento que el trío ocupa en Oakwood Apartments, una especie de colmena de cemento con muchos edificios de un par de pisos y escaleras exteriores, al estilo de los que suelen verse a orillas del mar en la costa atlántica bonaerense.
Es asunto de llegar y saludar, y treparse a la 4x4 negra que nos llevará al estudio donde el quinto disco del grupo, largamente esperado, se mezcla con artesanía de alquimia y precisión de bomba nuclear. Antes de tomar el volante, Mollo desliza en el autoestéreo un casete con los primeros temas del álbum, aún humeantes. Sube el volumen y arranca, todo sonrisas y anteojos oscuros. En el corto camino al estudio (el recorrido habitual para el grupo, de Hollywood a Burbank), Los Angeles desfila como un clip del otro lado de las ventanillas. Las autopistas cargadas de vehículos, la serpiente que dibuja el río de cemento, los perfectos torsos bronceados de unos pocos peatones. Adentro, la música trae el arrollador cover de un tema de aquel disco de La Pesada, como un puente que se extiende entre la soleada adolescencia de La Rioja y los rayos maduros de esta primavera en Los Angeles.
"¡Salgan al sol, revienten!", reclama la voz de Mollo desde esta nueva versión de aquella canción firmada por Javier Martínez, uno de los mejores momentos de Gol de mujer , el flamante disco del grupo. "¡Salgan al sol, idiotas!", remata la voz áspera que aturde en Los Angeles, la ciudad donde el sol es la única fuerza capaz de quebrar el cristal de la soledad.
Mollo está feliz con su pequeño descubrimiento: ahora sabe que cada vez que un pibe le pide "No cambies", en realidad está reflexionando en voz alta, le está diciendo a otro lo que se diría a sí mismo. Y, de la misma manera, a Mollo no se le escapa que los destinatarios del grito "¡Salgan al sol!" bien pueden ser los miembros de su propia banda.
Nacido de las cenizas de Sumo, Divididos fue muchos grupos distintos a lo largo de su historia: el que debió abandonar una discográfica con su contrato devuelto sin pena ni gloria, el que se adueñó por derecho propio del rock nacional durante la primera mitad de los 90 y el que terminó autoinmolándose al negarse a aceptar el calor de su propia música. Y es el mismo grupo que ahora, sin remordimientos, con el corazón sano y algunas lecciones bien aprendidas, vuelve al ruedo. Regresa al primer amor, recuerda, tal vez, aquella búsqueda musical, ese antídoto –el único posible contra el aburrimiento.
Con Gol de mujer , Divididos vuelve a salir al sol. Y no revienta. Casi dos meses despues de aquella presentación privada del álbum en una apacible tarde californiana, nos volvemos a encontrar. A diez años de su debut, Divididos ruge los temas de su nuevo disco en el teatro Santa María, en un show para prensa e invitados. "Sopla el viento dulce del Oeste", dicen desde el escenario; palabras cargadas para abrir el primer tema de un álbum que marca el regreso a casa. Y cierran la noche (sellan el regreso) con el clásico popurrí de canciones de Sumo, que encuentra a Pablo Guerra –guitarrista de Los Caballeros de la Quema– sudando un pogo al filo del escenario, con el recuerdo bien fresco de lo que ocurrió hace diez años, en ese mismo lugar, cuando esos mismos temas sonaron en la voz áspera de Luca y en las manos impiadosas de Mollo y Arnedo.
No es casualidad que los integrantes de Los Caballeros, así como los de Los Piojos y los de La Renga, entre otros grupos, hayan dicho "Presente" a la hora de celebrar el retorno de La Aplanadora del Rock. Son todos hijos de una misma década (que en la Argentina lleva la marca de Prodan) y de un mismo estilo (el de la calle, que comparte un público entusiasta y fiel; esos "santos en remera" de los que habla Divididos en "15-5", en su álbum Otroletravaladna ). Son hijos que andan en busca de un padre. Y no sólo ellos, desde luego, necesitan que Divididos vuelva a ser el grupo de siempre, el que abrió la puerta para que el rock nacional de los 90 pueda ser lo que es. También lo necesita su flamante compañía discográfica, que invirtió en el trío cuando planeaba en baja y ya festeja la posibilidad de asomarse otra vez por encima de las nubes.
En el backstage del teatro, después del show, Ricardo Mollo se deshace rápidamente de cualquier exceso de expectativa. "Hay que aprender a no cargar con las cosas que no te corresponden", explica. Para acceder hasta el guitarrista hay que superar un control junto al ascensor del hall, bajar por una escalera, atravesar la improvisada pero efectiva cocina del catering y volver a subir escalones en un largo pasillo lleno de escombros, hasta dar con el sitio donde los músicos ya degustaron sus empanadas y su vino, y ahora le hincan el diente a la pastafrola.
En cambio, para llegar al remanso de este Gol de mujer fue necesario transitar un camino aún más tortuoso, cuya curva más peligrosa asomó después del éxito de La era de la boludez , el disco que creó el monstruo Divididos y el comienzo del laberinto que desemboca en las canciones de esta noche. "Uno parece haber nacido no para disfrutar la vida, sino para padecerla. Por eso, cuando te pasan cosas buenas no sabés dónde ponerlas. Así que las destruís, y sólo entonces sacás tus conclusiones. Eso fue lo que nos pasó. Ahora vemos todo desde otro lugar. Hay que aprender a sentir que la música no te pertenece. De última, la única presión que existe es la que se carga uno mismo. Ya aprendimos a vaciarnos la mochila de las expectativas ajenas", asegura Mollo.
"Este disco está cargado de energía positiva. Hay mucho amor en él explica el guitarrista, y aclara que lo empezaron a preparar en junio del año pasado. Entonces juntamos los DATs en los que habíamos grabado todos nuestros ensayos, y nos armamos un casete con las partes que podían funcionar mejor. Y ahí empezamos a construir los temas, que tenían una onda muy setentista. Aunque, tal vez, eso se haya perdido un poco en la grabación, pero en los shows en vivo sigue presente". Seis meses para armar los temas, dos de descanso obligado por la pancreatitis de Diego Arnedo (que en enero obligó a posponer todos los planes, comenzando por la presentación de Divididos en Buenos Aires Vivo 2) y un mes de grabación en Los Angeles. Unos nueve meses de gestación, algo más que significativo para un Gol de mujer . "Me parece que éste es el disco que revive a la banda sueña Arnedo. ¿Viste que hay momentos en que las bandas se terminan, o renacen por diez años más? Bueno, me parece que éste es el disco que asegura una década más de Divididos. Yo lo veo como un comienzo, como una renovación muy fuerte", arriesga. Es hombre de pocas palabras. Pero lúcidas. Todo un nene de antes, digamos.
"Te espero a las cuatro en la estación", promete la voz en el teléfono, antes de despedirse. Es un sábado soleado de comienzos de junio, y el Ferrocarril San Martín pasa cerca de muchos estadios en los que, a esa hora, el fútbol del ascenso se juega sus honores. El tren no es un lujo eléctrico y se hace esperar. Pero llega. Lleno. Cuando vuelvo a pisar tierra firme, Diego Arnedo está donde había prometido: esperando en la estación de Hurlingham.
Dicen que las historias deben contarse desde el principio y aquí es donde parece asomar el comienzo de Divididos: es el territorio donde nació Sumo. Busco la sombra de alguna pintada, pero las paredes olvidan rápido. O el pasado ya está muy lejos, quizá. "Del otro lado de la vía, en esa construcción que está clausurada, ¿ves?", me dice Arnedo señalando el andén que lleva de regreso a Buenos Aires. Miro y veo la estación: a la izquierda, un edificio fantasma y de fisonomía irreconocible; algo que alguna vez pudo haber sido un negocio. "Ahí iba cuando quería encontrarme con Luca." De pronto siento que el pasado, remoto, también puede estar demasiado cerca.
Como Robert de Niro interpretando a Ron Wood, así es Arnedo. Sabe sonreír como Travis Bickle, el Taxi Driver de Scorsese, y es un tipo afable detrás de ese vacío que los integrantes de Divididos imponen entre ellos y el entrevistador. Es uno el que tiene que surcar esa tierra de nadie para hablarles. Sonríe apenas con la comisura de los labios y se le arruga esa curiosa cicatriz que luce al lado de su ojo derecho, producto de una verruga mal curada por un médico que no hizo bien su trabajo. Su proverbial desconfianza hacia los profesionales tal vez provenga de aquella experiencia.
Harto de escuchar que diez años redondos separan la presentación de Gol de mujer del debut del trío el 10 de junio del 88, en un local hoy desaparecido, llamado Rouge, Arnedo precisa que el proyecto Divididos comenzó mucho tiempo antes. Antes, incluso, que Sumo. "La idea de armar un trío con Ricardo (Mollo) arranca después del Mundial, allá por 1979 –cuenta Arnedo–. Por entonces yo tocaba con Omar y Ricardo Mollo en MAM (Mente, Alma, Muñeco), pero Omar se había ido a vivir a Brasil y no volvía. Con Ricardo teníamos tantas ganas de tocar que en un mes armamos un trío que se llamó Frankie y Pig, con el Piojo Abalos en la batería. Ensayamos un repertorio nuevo y tocamos una sola vez en la sala FEC, para unas quince personas sentadas." "Ahí empezó todo entre nosotros –confirmará Mollo, después–. No sólo en lo musical sino también en el sentido del humor. Y las dos cosas continúan aún hoy."
además de diecinueve años de música, a mollo y Arnedo los une toda una historia paralela. Hijos del folklore –el bajista, de las chacareras que componía su padre; el guitarrista, de la música que se escuchaba en su Pergamino natal–, el rock les partió la cabeza y les dio un norte a sus vidas suburbanas. Ambos han ido guardando cuidadosamente cada recuerdo, como si se tratara de fábulas sin moraleja pero de diseño preciso. Hablar con ellos del pasado es iluminar esa sucesión de viñetas. Entonces, he aquí el primer cuadrito del cómic: de cómo Arnedo y Mollo se enredaron con la música. "Lo que más quería en la vida era ser futbolista, pero me rompieron la rodilla –aún se lamenta Arnedo–. Yo no quería tocar el bajo, pero alguien me dejó uno al lado de mi cama durante mi convalescencia. «Mañana paso a buscarlo», me dijo. Y nunca volvió. Lo devolví dos años después, cuando me enteré de que alguien en el barrio lo andaba buscando. Pero ya me había cambiado la vida: tenía mi equipo de sonido, mi grupo. Así que, simplemente, me compré mi propio bajo. Y seguí sacándome de encima, gracias al rock, toda la bronca de no haber podido ser jugador."
De Ricardo Mollo, su hermano Omar habla con orgullosa impudicia: "Cuando agarró la guitarra, ya tocaba como toca ahora." Ricardo, por su parte, recuerda a un chico que pasaba todos los días con la guitarra al hombro por la puerta de su casa, en Haedo. "Yo lo veía pasar siempre para el mismo lado, y me saludaba con las cejas", dice. Al poco tiempo su hermano se metió en un grupo de rock, y la habitación compartida se llenó de instrumentos y humo. "Ahí comienzan dos constantes en mi vida: el odio al cigarrillo y el amor por la música." Un día, el ruido que se escapaba por las ventanas de su casa llamó tanto la atención de aquel pibe que pasaba todos los días con su guitarra que, además de saludar, se detuvo para hablar con Ricardo. Esa misma tarde Mollo se convirtió en el cantante de Cinto Ancho, esa otra banda que ensayaba a cuatro cuadras de su casa. "Los nombres hoy causan gracia, pero hablan mucho de la época. Diego, por ejemplo, comenzó tocando con un grupo de Castelar que se llamaba Salmos. Como nosotros, ellos creían que hacían rock sinfónico, pero en realidad tocaban heavy. Recuerdo que una vez me fui a anotar en un festival que se llamaba The Modern Music, con una banda que armamos en el barrio. Nuestro grupo no tenía nombre, así que el organizador decidió que nos íbamos a llamar Marma (así, con«r»). La explicación que nos dio fue que así se llamaba una piedra ubicada en el centro de la Tierra", cuenta, y no puede evitar la carcajada.
En aquel tiempo de iniciación –y también en los años de MAM (el grupo de los hermanos Mollo, mito de El Palomar durante los 70, que en su segunda encarnación incluyó a Arnedo)–, Ricardo y Diego trabajaron de lo que fuera para vivir. La música trajo el sustento sólo en la edad adulta, de modo que en la adolescencia Mollo fue heladero y terminó como operario en la fábrica de zapatos de su padre; Arnedo fue jardinero, pintor y artesano, entre otras cosas. El empleo en el que aguantó más tiempo fue el que tuvo en García Ferré Producciones, donde se ocupaba de llevar las latas de película a los laboratorios Alex, en cuyo subsuelo grababan, por entonces, las figuras del rock.
"La música era otra cosa. Tocabas porque, si no, te morías", explica. Mientras caminamos de la estación a su casa de Hurlingham (amplia pero demasiado vacía), una chica le dice: "Hola, vecino". Está sentada frente al orgulloso frente de un hogar de clase media alta, debe tener unos 17 años y anuncia, satisfecha, que al fin se compró una batería. Dice que ya está tocando con el chico del supermercado. "Mirá vos –se sorprenderá después Arnedo–. Si en mi época una chica quería ser baterista, el papá la molía a palos y la encerraba en un convento. Hoy, en cambio, le compra la batería con su tarjeta de crédito."
Cuando le cuento la anécdota a Mollo, me dice, convencido, que ese padre es hijo de los prejuicios de su época: "Seguro que a él nunca lo dejaron tocar un instrumento, por eso ahora va y le compra a su hija lo que ella quiera". Y le surge otro recuerdo que marca a fuego los tiempos pasados: "Yo hice el secundario en el Emaús, un colegio de curas, y era el único que llevaba mi carpeta llena de fotos de grupos de rock. Me acuerdo de que un día el profesor de anatomía se quedó mirando una foto de Robert Plant y preguntó en voz bien alta en medio de la clase: ¿Así que a usted le gustan los hombres?"
Así era la vida en los tiempos duros del rock suburbano.
La invitación se había repetido una, dos, tres veces; pero Ricardo quedaba muy cansado después de su jornada de trabajo en la zapatería familiar. Un atardecer, sin embargo, se apareció por Hurlingham, cruzó las vías y caminó la cuadra y media de casas inglesas y setos bien cuidados que separan la estación del distinguido chalet de los McKern. Quería conocer a ese pibe que acababa de llegar de Inglaterra y del que decían que estaba reloco. Parecía un asunto interesante. "Yo salía muy sucio del trabajo; me daba un poco de vergüenza entrar en la mansión de Timmy con esa baranda ", recuerda Mollo. Por entonces MAM estaba en un receso, y él ensayaba con Rinaldo Rafanelli para armar un grupo de jazz rock llamado Coral. Mientras Mollo se esforzaba por aprender los acordes que le pasaba Rafanelli, Arnedo ya estaba tocando con Sumo. "Conocí a Luca en el sótano de la casa de Timmy, donde ensayaban. Y la primera impresión que me dio, con esa cabezota y esos rulos que le caían en la cara, era la de un Oaky en penumbras", recuerda, evocando una definición que encuentra tan perfecta como para repetirla cada vez que se hace necesario volver sobre el tema Prodan.
Mollo ceba mate y parece encogerse con cada recuerdo revivido durante el lento anochecer de un domingo lluvioso, en su nuevo hogar del barrio de Palermo. Es un tipo grandote. Siempre lo fue. Por eso la exageración del Frankie Pig , su sobrenombre de barrio, que llegó a bautizar aquel primer grupo formado con Arnedo: Frankenstein y Chancho. No es ni lo uno ni lo otro. Simplemente es puro corazón, sonrisa generosa y silencio satisfecho y comprador. La clase de personas que se entregan dispuestas a la charla, pero sólo revelan aquello que se les pregunta. Ni más, ni menos.
Las gotas golpean el techo de lata del galpón convertido en este amplio loft que Ricardo comparte con su pareja, Erica García. Le pido que me explique qué había en Luca que los fascinaba tanto. "Aquella primera vez no lo entendí del todo –me confiesa–. Pensé que era un tipo que estaba harto de Europa y había llegado a la Argentina con un plan medio snob. Pero el tipo me impresionó. Verlo era algo premonitorio, veías los 80. Eso era lo que sorprendía a todos los que nos íbamos juntando a su alrededor. Veíamos lo que se venía, pero encarnado en una persona. Era algo irresistible."
Arnedo lo resume diciendo que para ellos Luca fue como un despertador. "Nosotros ensayábamos mucho, nos la pasábamos encerrados, y tocábamos poco. Y él dio vuelta todo. «No hay que preparar –dijo– Hay que hacer.» Así que cargamos todo en una estanciera y salimos a tocar en cuanto pub había." La cruzada de Luca mudó de década al rock nacional y le cambió definitivamente la cara. Apenas tres años después de haber grabado su primer disco oficial con Sumo, murió siendo leyenda y sin haber cobrado nunca un peso en Sadaic.
Cuando el vértigo, el choque y la audacia del tornado Luca se fueron de sus vidas, los integrantes de Sumo se quedaron en el aire, como si no hubieran sabido qué hacer, así, despiertos para siempre.
Tres meses después de haberse abierto ese abismo, cuando se dieron cuenta de que no había respuestas a la vista, Mollo y Arnedo volvieron a ensayar juntos. A Diego la explosión del final lo había empujado hasta Córdoba. Mollo se había exiliado en una quinta y armaba algunas canciones junto con Roberto Pettinato. Cinco meses después del primer ensayo, Divididos debutó en Rouge, con Gustavo Collado –ex Sobrecarga en la batería.
En medio de un amplio living vacío, apenas decorado por una mesa y un velador, Arnedo recuerda esa época con su decir pausado, casi un susurro, como si no quisiera perturbar el sueño de los fantasmas. "Aquellos primeros shows fueron tremendos. Me acuerdo de que no sabía si estaba vivo o muerto. Es muy loco lo que te digo, pero te juro que había momentos en que no sabía en qué dimensión me encontraba. Porque la gente venía a ver si Luca estaba realmente con nosotros. Y ahí estábamos nosotros, vivos, reemplazando al muerto. Pero yo me preguntaba: ¿no será que el muerto está vivo y nosotros somos los muertos? Veía a la gente queriendo ver a Luca y entonces yo también lo veía. O lo olía. Era algo muy fuerte".
Tan fuerte que sólo cuando sus miembros supieron poner distancia con ese pasado, Divididos pudo tener vida propia. Y sólo a diez años de aquel escenario embrujado de Rouge, Mollo se atrevió a cantar, sencillamente, "Luca" sobre otro escenario, el del Santa María. "Luca", así nomás, se llama el tema de Gol de mujer que rompe con el último tabú que le quedaba a Divididos. Es una letra simple, que podría haber escrito cualquiera. "Una canción que sopla en el viento", como dice la letra. Un limón aún sin exprimir.
Solo en su pieza, el pibe pone al taco el equipo de música en el que suena Made in Japan , de Deep Purple. Tirado en la cama, sueña que está en el medio de una banda de rock. Una y otra vez, el pick-up automático vuelve la púa al comienzo del disco, y el niño Araujo se duerme escuchando la voz estremecedora de Ian Gillian y la guitarra filosa de Ritchie Blackmore. Un par de décadas después, despierta en medio de un grupo de rock. Se llama Divididos, ensaya en una sala pequeñita de El Palomar y necesita lo que él ha sido toda su vida: un baterista.
Sencillo y callado, cuando Araujo se decide a hablar abre las puertas de su casa de par en par. Después de haber crecido en Haedo, vive, desde hace unos años, en la parte de Martínez más cercana al Acceso Norte, un barrio con naranjos sembrados en las veredas, una plaza hospitalaria y un bar con toda una barra adulta, timbera y ahora atenta al partido entre Holanda y Bélgica.
Araujo trata de recordar dónde estaba cuando murió Luca. "Armaba un grupo con Gustavo Moretto, una suerte de reencarnación de Alas que no se iba a llamar así." Fan de Sumo desde que llegó a sus manos un casete de Corpiños en la madrugada , nunca había visto a Divididos hasta que se juntó con ellos para empezar a ensayar. Mollo lo había descubierto en un video de su grupo de entonces, Monos con Navajas, y lo llamó. "¿Podés pegarle más fuerte?", preguntó. "Sí."
Cuando Jorge llegó al grupo, el dúo atravesaba una crisis que sólo entonces comenzaba a extinguirse. La química que Mollo y Arnedo, junto con el baterista Federico Gil Solá, habían explotado en los discos Acariciando lo áspero y especialmente La era de la boludez , se había evaporado, llevándose con ella el gusto por la música. "Cuando comencé a tocar con Divididos, mucha gente me felicitaba. «Estás salvado», me decían. Pero te encargo lo que me encontré cuando entré: ellos estaban en una situación de conflicto, y fue muy difícil volver a creer", cuenta Araujo.
"Con Divididos quisimos hacer las cosas bien y empezar desde abajo, volver a pagar nuestro derecho de piso después de Sumo", explica Diego Arnedo, termómetro del grupo, el espíritu sensible que encarna cada estado de ánimo.
Si sabían que habían hecho las cosas bien, ¿por qué les costó tanto asimilar el éxito que llegó con el tercer disco, "La era de la boludez"?
Lo que sucede es que una banda de rock tiene una cosa medio íntima. Y más nosotros, que venimos desde hace años haciendo esto. Tiene una privacidad, un olor de garage, de aglomerado de sala de ensayo, y a mí me da pena dejar eso. Yo creo que el gran conflicto nació en el miedo a perder algo, y pensar que sin eso no éramos nada. Nos llamaron a asumir el ministerio de Economía y no quisimos. Pero ya habíamos sido convocados. Ese conflicto despertó miles de cosas y terminamos peleándonos entre nosotros. Fue una guerra civil. Una situación bastante patética, gente buena que se sentía mal, tres pibes buenos que se sentían para el orto. Armamos un Frankenstein y cuando lo vimos caminar dijimos: ¡Noooo! Desarmémoslo ya. Y no fue tan fácil.
¿Cómo salieron de esa situación?
Ese conflicto interno generó la búsqueda de un enemigo que, al final, pudimos identificar. Pudimos declararle la guerra y volver a encontrarle algún sentido a la música. Sin embargo, todavía teníamos mucho veneno adentro. Había cosas que habíamos eliminado, pero otras no. Si no hubiéramos parado, Divididos no habría seguido. Nos habríamos convertido en una granada humana que cuando explotara no iba a dejar nada en pie. Y acá también entra el concepto interno de la jugada de Luca, que era realmente a todo o nada. Apuntar hacia allá y no desviarse ni medio centímetro. Pero, por suerte, pudimos desarmar esos jueguitos peligrosos que nos distraían. De lo contrario, ahora no estaríamos contando el cuento.
La sala es cómoda, tiene un par de sillones amplios, una heladerita y un televisor enorme, permanentemente sintonizado en el canal 402, el de Playboy. Lejos de la pequeña muerte del orgasmo, en su pantalla las conejitas gozan en continuado. Como suele suceder aquí, en Los Angeles, el clímax nunca llega. En el Lounge Room de un estudio de Burbank, mientras se hacía la mezcla final de "Nene de antes" y una rubia fingía placer en la pantalla de un 32 pulgadas, Arnedo me confesó que apenas un par de meses antes había estado realmente al borde de la muerte.
"Lo que tuve fue una pancreatitis aguda, que me volcó durante cinco días y cinco noches en terapia intensiva. Me fui a internar ahí después de un día y medio de sufrir un dolor que no cesaba con ninguna inyección." Arnedo no eligió cualquier día para internarse. Lo hizo a mediados de enero, cuando todo estaba listo para hacer un show gratis en Pampa y Figueroa Alcorta, y viajar a grabar a Los Angeles. Justo cuando el grupo estaba a punto de vivir una nueva vida. Solito, cargando en la mano un bolso con sus cosas, se internó en una clínica privada de Hurlingham.
La pancreatitis no es cualquier enfermedad; se trata de una falla del organismo por la que que el páncreas libera enzimas que comienzan a actuar sobre las vísceras del enfermo. En el momento en que Divididos estaba saliendo de una crisis musical que casi lo destruye, el cuerpo de Arnedo iniciaba un proceso. "Diego es el emergente del grupo: todo lo que nos sucede él lo procesa internamente me explica Mollo en Los Angeles. Al final, es el que tiene la culpa de todo", bromea, y no puede evitar reírse de su propio chiste.
Dos meses después de la confesión de Burbank, la guitarra (y el corazón) de Mollo y el bajo (y el alma) de Arnedo vuelven a ubicarse en el centro de la escena, con un disco tal vez algo conservador. Se entiende: en estos momentos, lo más importante era conservar viva su música. Claro que ya no son los nenes de antes, los del diez en resaca. "Ya desempañamos el vidrio. Le hicimos chapa y pintura a la «aplanadora del rock» asegura el guitarrista. Con esos dos tonos arriba, estoy seguro de que cada vez que cante «Nene de antes» voy a odiar esa canción un poquito más, pero estoy más tranquilo que nunca", se divierte Mollo, que ya sabe qué es lo que ve cuando se ve.
Hay una clave en el diseño artístico de Gol de mujer , y está estampada sobre el CD. Es el retrato de un hombre que carga un bebé elefante sobre la espalda. Mollo me lo muestra y cuenta que así se sintió durante mucho tiempo, con la diferencia de que el elefante que le tocaba cargar era adulto. Pero eso ya es historia. "Sé que tenemos más para dar", se entusiasma, y señala las piedras de cuarzo que adornan su casa de Palermo, partidas al medio para que muestren su corazón brillante. "Para mí, la música es como ellas. Si las mira cualquier tipo piensa que son piedras cualquiera. Pero alguien que sabe se da cuenta de cómo brillan por dentro", me dice el Nene en el atardecer porteño, debajo de una fina lluvia de piedras preciosas.