Desamor, adicción y olvido: la dura vida de Chavela Vargas, la artista que hoy es ícono de la comunidad LGBT
Rechazada por la elite artística de su época, debió enfrentar los prejuicios de una sociedad machista y homofóbica; pero su arte pudo contra todo y hoy se la recuerda como una de las artistas de habla hispana más grandes
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En la década de los cincuenta, una voz cobraba fuerza en los bares más marginales de México. Grave, casi ronca y cargada de un dolor contagioso, Chavela Vargas entonaba las letras de las melancólicas rancheras mexicanas como ningún otro. Pero no era solo su cantar lo que generaba grandes emociones, sino que su personalidad desafiante hacía lo propio. Subida al escenario con pantalones -prenda reservada a los hombres-, una pistola clavada en el cinto y varios tragos encima, dejaba en claro que no había límites capaces de contenerla. Como si se hubiese contagiado de los trágicos protagonistas de sus canciones, la intérprete de “La Llorona” tuvo una vida atravesada por los desamores, la adicción y el olvido. A pesar de todo, durante los últimos años de su vida logró renacer y, a una década de su muerte, es recordada no solo como una de las artistas más grandes de habla hispana sino también como un ícono de la lucha LGBTIQ+ y del movimiento de liberación de las mujeres.
Isabel Vargas Lizano nació el 17 de abril de 1919 en el barrio San Joaquín de Flores, en Heredia, Costa Rica. Pero, como ni el nombre ni la nacionalidad la identificaban tan bien como ella quería, decidió cambiar las dos. Se hizo llamar Chavela y con apenas quince años -aunque podría ser a lo catorce o a los diecisiete, según quien cuente la historia- llegó a México sin nada más que un par de pesos y el sueño de convertirse en artista. “¡Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana!”, solía decir sobre su abandono de la identidad costarricense.
El duro origen de una gran artista
Era apenas una niña, pero a Chavela ya se le notaba que era diferente. Y, en una época en la que ser distinto era un insulto, sus padres definieron desde su infancia que no querían tener nada que ver con esa “niña-niño”. Sus ademanes considerados masculinos y su rechazo absoluto a todo aquello que la sociedad consideraba propio de una señorita, le ganaron el desprecio de su familia, la cual se deshizo de ella frente a la primera oportunidad al mandarla a vivir con su tío.
Durante esa especie de exilio fue obligada a dejar el arte de lado y enfocarse en el trabajo. “Recogía frutas. Unas cinco mil naranjas cada día. Pero yo no sentía odio ni resentimiento, más bien sentía que en todo mi ser, que en mis venas corría un tremendo coraje. Tanto coraje que por momentos pensaba que si me lanzaba contra una pared podía romperla. Y mi único pensamiento era querer irme de allí, noche y día pensaba: ‘Tengo que irme’. Yo quería tener un nombre, tener una carrera, pero era la niña más humilde y la más pobre”, recordó en una ocasión.
Determinada a alcanzar sus sueños y a alejarse de la sociedad costarricense que, no solo la rechazaba sino que también la sofocaba, vendió un par de animales y se aseguró un lugar en un avión de hélice que la dejaría en México, destino que sus ojos veían como la tierra prometida. Pero, como suele suceder, la realidad estaba lejos de parecerse a los sueños.
“Todo el mundo sueña con México, el que te atrae con su música. Yo soñaba con un paraíso que se llamaba México. Y México me enseñó a ser lo que soy, pero no con besos ni abrazos, sino a patadas, a manazos. Me agarró y me dijo ‘te voy a hacer mujer criada en tierra de hombres. Te voy a enseñar a cantar’”, expresó con una leve sonrisa dibujada en los labios, dejando en claro que nunca resintió la dura recibida que le dio el país que luego consideraría su hogar.
Instalada en una pensión de mala muerte, desfiló por diversos trabajos con el mero fin de poder comer, pero sin abandonar el anhelo de cantar. Llevada por esta búsqueda incansable se metió en cuanto antro y bar le abriera las puertas, siempre enfrentando las trabas propias que una sociedad machista le pone a una mujer que se niega a “hacer caso”.
En sus primeras presentaciones debió lucir los típicos escotes profundos, faldas amplias, tacos y capas de maquillaje. Tan extraña se sentía en ese disfraz de feminidad que ella misma se definió como “un travesti”. Cansada y dispuesta a dar pelea, cambió las polleras por los pantalones y, como únicos accesorios, eligió un joropo y una guitarra. Para el resto solo necesitaba su voz.
“No pasaba nada conmigo vestida de mujer. Ni fú, ni fa. De repente te vistes de una forma extraña, da un brinco la cosa y todo el mundo pendiente de qué pasó con Chavela Vargas. Igual, para mí siempre lo único importante fue el canto. Yo cantaba desde los seis años, cantaba en la casa, cantaba en la escuela, cantaba en la iglesia. ¡Es que yo nací cantando! Pero siempre fue ese canto… El canto del alma herida, del final trágico del amor, por eso lo entendía tan bien a Jiménez. Ahora que, para abrirme camino yo tenia que ser más macha y más borracha que cualquiera de los cantantes masculinos”, recordó concierto orgullo.
José Alfredo Jiménez es, para muchos, el primer nombre que viene a la mente cuando se habla de música mexicana. Gran compositor, es la mano detrás de las rancheras más conocidas de la historia y, a su vez, era amigo cercano de Chavela. Unidos por el amor a la música y su tendencia a pasarse con el alcohol, sus caminos se cruzaron en un bar y su relación recién terminó cuando él falleció por una cirrosis. En honor a su amistad, ella se presentó al funeral con una guitarra y una botella de tequila, objetos que le hicieron compañía mientras lloraba sentada al lado del féretro.
Sobre su relación, Vargas expresó: “Muchos dicen que mi padrino artístico fue José Alfredo Jiménez, y eso no es así. Yo le conocí en una cantina, y cuando me lo presentaron le dije: ‘Yo no vengo a ver si puedo, sino que porque puedo vengo, señor’. A él, eso le gustó mucho, y me dijo: ‘Pues así es como me gustan las mujeres’. Luego nos hicimos compañeros, grandes amigos, y nos íbamos a las cantinas a cantar y a tomar. Llegábamos un sábado y nos íbamos el lunes”.
Para Jiménez, esa joven rebelde y terca fue no solo su musa, sino quien mejor interpretó sus canciones. Juntos eran un dúo soñado que tenían todo dispuesto para triunfar, pero la vida no se las haría tan fácil. Al menos no a Chavela.
A pesar de su talento y de codearse con algunas de las figuras más importantes del momento, Chavela nunca fue aceptada en la élite de artistas. Castigada por intentar ocupar espacios que hasta el momento habían sido reservados para los hombres y por su múltiples vínculos románticos con otras mujeres, no le permitieron que se subiera a los grandes escenarios de la movida cultural.
Los históricos romances de Chavela Vargas
Aunque recién a sus 81 años se definió abiertamente como lesbiana, nunca se preocupó por ocultar su atracción por el mismo género. No solo no se escondía, sino que era una de las amantes más codiciadas del ambiente. Era enamoradiza, directa y encantadora, características que le ganaron una larga lista de romances que incluye desde actrices de Hollywood -como Ava Gardner quien, tras una alocada noche de fiesta, “amaneció en su cama”-hasta las esposas de poderosos políticos mexicanos.
Chavela siempre mantuvo dichos nombres en privado, pero uno de ellos pasó a la historia por el impacto que generó: la relación que mantuvo con Frida Kahlo.
“Un amigo pintor me había invitado a una fiesta que hacía Frida con Diego (Rivera, su pareja), y allí fuimos. Y el sólo verla, con esas cejas de golondrina, esos ojos. Me quedé en su casa varios días. Yo le cantaba a Frida por las mañanas; estábamos como arrobadas la una con la otra. Hasta que cierta vez le dije que me iba. Ella se puso triste pero me dijo que no podía y no quería atarme a sus muletas ni a su vida. Así que un día abrí la puerta nomás y me fui”, describió Vargas en Chavela, el documental de Netflix que recopiló una serie de entrevistas inéditas que dio en la década de los noventa.
A pesar de que vivió su sexualidad libremente, el estigma y la vergüenza estuvieron presentes en su crecimiento. Recién en sus últimos años de vida, cuando el movimiento LGBTIQ+ ya la había adoptado como un ícono, se animó a hablar del tema.
“Lo que duele no es ser homosexual, sino que lo echen en cara como si fuera la peste. Hace falta tener mucha ponzoña en el alma para lanzar cuchillos sobre una persona, sólo porque sea de tal o cual modo. Pero nunca he temido el que dirán, cada uno hace su chingada como mejor le parece”, disparó, desafiante, en diálogo con la agencia EFE.
El alcoholismo y el distanciamiento de los escenarios
La extensa vida de Chavela Vargas estuvo marcada por la constante lucha contra demonios y, en el alcohol, ella encontró una forma de enfrentarlos. El desprecio de sus padres -lloraba al decir que su madre nunca la quiso- y el terror a los escenarios se le iban (al menos momentáneamente) con dos o tres vasos de tequila.
Pero un par de tragos se convirtieron en botellas enteras y su alcoholismo comenzó a alejarla de la música. Envuelta en su propio dolor y como una forma de regresar a ese exilio que le impuso su familia cuando era tan solo una niña, se recluyó en el pueblo de Tepoztlán en el centro-sur de México.
Allí vivió por más de veinte años, en una humilde pieza en donde la mayoría de los días faltaba la comida, pero las botellas de tequila estaban siempre presentes. El mundo la creyó muerta cuando, en realidad, solo cobraba fuerzas para llevar a cabo su imponente regreso.
El renacimiento
Como si de un ave fénix se tratase, Chavela superó esa muerte autoimpuesta y se reintegró a una sociedad que, tras varias décadas, ya no la miraba con asco sino con una mezcla de admiración y nostalgia. No obstante, una vez más, el proceso no fue fácil.
Ya recuperada de su alcoholismo gracias a la ayuda de unos chamanes e impulsada por una amiga y por su pareja del momento, se animó a acercarse de a poco a la música. Y, una noche, ocurrió el encuentro que cambiaría todo.
La dramaturga Jesusa Rodríguez y su pareja, la artista argentina radicada en México Liliana Felipe, organizaban eventos a los que llevaban a pequeños artistas o a grandes nombres del pasado que habían quedado en el olvido. En un evento, alguien les dijo que Chavela Vargas estaba entre el público y, sobrepasado el asombro -pensaban que estaba muerta-, se contactaron con ella.
“Chavela siempre había tenido miedo al escenario, y ese era uno de los motivos por los cuales se envalentonaba con la bebida. Me pidió un tequila aquella noche antes de subir, y le dije que no. Estuvimos discutiendo por un buen rato, hasta que le dije que no se hiciera problemas, que suspendía el show, pero que ella no iba a tomar para subir a cantar. Finalmente la convencimos, subió sobria y ofreció uno de los mejores recitales que yo le vi. Estaba radiante de felicidad”, recordó Jesusa sobre el regreso triunfal de la voz detrás de “El último trago”.
Sobria y renacida, Chavela pegó un gran salto a la fama internacional y no solo recorrió todo el continente sino que se volvió una figura estacada en España. Fue allí, tras bambalinas en el teatro El Caracol de Madrid, que conoció al cineasta manchego Pedro Almodóvar. Ese fue el primer episodio de una extensa amistad y, fue de la mano del director que llegó a las pantallas grandes y que cumplió su sueño de tocar en el Olympia de París.
La autoproclamada mexicana recorrió el mundo con su eterno poncho rojo sobre los hombros y con su pasional música fue recibida con los brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas a donde sea que fuera. Volvió a codearse con los mejores artistas del momento, sacó su primer álbum y tocó en los grandes teatros que antes la rechazaron.
Vivió muchos años más hasta que, a los 97 años y tras dar un último show en España, pidió que la llevaran a su amado México. Convencida de que moriría un domingo y con deseos de “irse naturalmente”, se negó a que la intubaran y esperó con paciencia.
El 5 de agosto del 2012 -un domingo-“La Chamana” se fue y se llevó un pedazo del corazón de las múltiples generaciones que tocó a lo largo de su longeva vida. Pero su muerte no fue definitiva ya que, como ella tanto soñó, revive cada vez que suena su voz junto a los tristes acordes de su guitarra.
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