Desafíos de un film incómodo
Acerca de un cómico que era bastante más incómodo que gracioso y que generaba más perplejidad que risa, Milos Forman ha hecho un film igualmente incómodo. Un film provocador y molesto porque fluctúa siempre entre la verdad y la representación sin distinguirlas y que de tanto hacernos víctimas del engaño nos deja incrédulos y desconfiados como en el cuento del pastorcito mentiroso. (O tal vez más: aquí ni siquiera sabemos si hay, o no, un lobo.) Es difícil sustraerse al malentendido que promueve "El mundo de Andy". Tiene todo el aspecto de un retrato biográfico -"biopic", como los gusta a los importadores de neologismos-, lo que, de ser verdad, sólo demostraría el despiste del director de "Atrapado sin salida", ya que no parece haber personaje más inasible, irritante y tedioso que Andy Kaufman, por otro lado protagonista de una historia más bien pobre en materia de sustancia dramática. Andy (apenas conocido aquí como el lituano de la serie "Taxi") cultivaba una comicidad tan personal que -como se dice en la película- sólo podía causarle gracia a dos personas: él mismo y su socio. Eterno adolescente, oficiante de tardíos happenings, más que divertir buscaba divertirse, generalmente por la vía de la provocación: su negocio era sacar a la gente de su pasividad, azuzarla, turbarla, hacerla reaccionar. Nada más eficaz para eso que confundir los límites entre la realidad y la broma. Nunca se sabía si hablaba en serio -si es que alguna vez lo hizo-, y tal vez no había "un verdadero Andy" debajo de las caretas que usaba para jugar su juego, en la escena y, lo más inquietante, también fuera de ella.
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Probablemente, a Forman le interesó investigar, más que la figura de Kaufman, esa perturbadora incertidumbre; quizá quiso seguirlo en su intuitiva indagación sobre esa cuarta pared que se empeñaba en desconocer. Por eso salimos del cine sin saber quién era Andy, dominados por la misma perplejidad que el público de sus shows y bastante enojados con ese tipo desagradable y escurridizo que Jim Carrey dibuja con admirable preciosismo. Quien se anime a reflexionar sobre esa perplejidad y quien sienta el vértigo de comprobar -sobre el final- cuánta soledad aqueja a un hombre entregado a la perpetua representación, podrá descubrir otras riquezas del film de Forman. Vale la pena el esfuerzo, aunque ya se sabe que en el cine -y en la vida-, todos preferimos las certezas.
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