Dejar el mundo atrás, un ejercicio aburrido sobre el mundo y su agorero destino
Con un elenco fuerte y ciertas claves del terror, el film de Sam Esmail retoma la paranoia como disparador en este relato que intenta explorar, sin demasiado éxito, varios dilemas del presente
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Dejar el mundo atrás (Leave the World Behind, Estados Unidos/2023). Dirección: Sam Esmail. Guion: Sam Esmail, Rumaan Alam. Fotografía: Tod Campbell. Edición: Lisa Lassek. Elenco: Julia Roberts, Mahershala Ali, Ethan Hawke, Myha’la, Kevin Bacon, Farrah Mackenzie, Charlie Evans. Duración: 138 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: regular.
Una nueva distopía llega a las manos de Sam Esmail, consagrado como un prodigio de la nueva TV por sus excelentes series Mr. Robot (2015) y Homecoming (2018). Nuevamente el tema es la paranoia, la principal influencia son los thrillers políticos de los 70, y la estética es fría y de una apabullante racionalidad geométrica. Sin embargo, en Dejar al mundo atrás hay algo que no funciona del todo. Ese clima de extrañeza e incomodidad que podía percibirse en la ficciones anteriores como una búsqueda sensorial y de efectos epidérmicos, aquí se convierte en una estrategia programática demasiado explícita, con los temas a tratar –guerra interior, colapso tecnológico, crisis ambiental- declarados en discursos , expuestos en escenarios pueriles, concentrados para evitar cualquier desvío de interpretación. Todo lo que Esmail podía aventurar como un interrogante en su obra anterior, aquí –bajo las vestiduras de una película que dice “cosas importantes”- se convierte en un ejercicio aburrido y poco inteligente sobre aquello que debemos pensar para dejar tranquila nuestra conciencia.
Lo primero que vemos es la Tierra desde el espacio. La cámara se desliza en su interior de manera gradual y simbólica, hasta llegar a un barrio hipster de Brooklyn, en el que una familia emprende unas imprevistas vacaciones. Quien toma la decisión es Amanda Sanford (Julia Roberts), una cínica ejecutiva de publicidad, mientras mira por la ventana a la gente que todos los días construye el mundo que ella desprecia. Pese a las angustias, lo mejor es pasar un fin de semana en los Hamptons a pura playa y merecido descanso. Viaja con su marido Clay (Ethan Hawke), un profesor relajado y con aspiraciones literarias, y sus dos hijos, una púber obsesionada con las series de los 90 y un adolescente en plena ebullición hormonal. Desde que llegan al suntuoso Airbnb, el entorno se revela extraño: primero un barco petrolero encalla en plena playa, luego colapsa internet y no hay señal en los celulares, progresivamente la fauna del lugar se muestra inquieta y amenazante. ¿Qué es lo que está pasando?
Ese parece ser el interrogante matriz de la historia, el mismo que la película -en el fondo- considera irrelevante. Más allá de las pistas que se acumulan sobre lo que sucede, lo que la historia quiere demostrar es la fragilidad del mundo en el que vivimos. Y para confirmar esa tesis surge otro conflicto aparente: el arribo de G. H. Scott (Mahershala Ali) y su hija Ruth (Myha’la) en a la casa donde se alojan los Sanford. De apariencia elegante y piel oscura, su aparición viene precedida de los primeros eventos disruptivos y la excusa que esgrimen es un extendido apagón que les impidió regresar a Park Avenue tras una velada en la ópera. Dicen ser los dueños de la casa y solo piden pasar esa noche en los aposentos del sótano hasta que aclare el día. ¿Dicen la verdad? La situación es menos tensa que forzada, jugada a partir de ciertas claves del terror –nocturnidad, ruidos extraños, posible amenaza exterior- que la película nunca desarrolla. Porque lo que subyace a esa irrupción repentina y a la posibilidad de una convivencia forzada es si en esa pugna por la supervivencia están del mismo lado o no.
Basada en el best-seller del escritor afroamericano Rumaan Alam –publicado en plena pandemia con aires premonitorios- y producida por Barak y Michelle Obama, Dejar el mundo atrás propone una exploración de los dilemas del presente: la dinámica geopolítica, las extendida xenofobia, la dependencia de la tecnología, el cataclismo ambiental. Sin embargo, esas buenas intenciones no trascienden un abordaje prosaico y por momentos banal – sobre todos las escenas confesionales entre Julia Roberts y Mahershala Ali- y una estilización rayana en la virtualidad. La geometría de los encuadres, las tomas aéreas con drones, los movimientos calculados y robóticos de los personajes transparentan un ideario no demasiado original (lo cual no sería un problema) pero insistente y subrayado, que deja de lado la construcción de un verdadero universo de ficción con el cual relacionarnos como espectadores. Todos son señuelos para decir algo sobre el mundo –y su agorero destino- que bien podrían estar en un ensayo con más claridad y mejor análisis.
Esa idea del cine como una mera plataforma para tratar temas “importantes” consigue que realizadores con cierta autonomía visual como Esmail había demostrado en sus proyectos anteriores, queden absorbidos por un decálogo de consignas de buena conciencia y preocupación global, envueltas en una puesta que sin una carnadura dramática que la sostenga se convierte en un envoltorio vistoso y prescindible.
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