Dedicatorias, entre lo presente y lo invisible
En el marco de la Bienal, Margarita Fernández vuelve a iluminar
Las dedicatorias parecen convertir en público algo privado, pero eso que se dice -esa declaración dirigida al dedicatario, y también al lector, el tercero excluido- encierra lo no dicho: la justificación, el alcance, y aun la identidad. "A Wendy, tal vez." ¿Qué sabe el lector de eso? ¿Y qué sabe la propia Wendy de semejante "tal vez"?
Esa dedicatoria procede de un libro que el artista uruguayo Alejandro Cesarco había publicado en 2003. Se reunían allí, casi como si fueran objets trouvés, varias dedicatorias halladas en su biblioteca. Pero Dedicatorias, la microópera que Margarita Fernández, Martín Bauer y el propio Cesarco presentaron en la Bienal de la Performance, tiene una historia también, una historia que va de Conferencia, un espectáculo de 2004, hasta ahora.
Las dedicatorias -estas dedicatorias y las dedicatorias como tales, en general- comprenden un punto de autobiografía: aquello que se dedica a otro y, especialmente, el modo en el que se lo hace, dice algo acerca de uno mismo. La obra se inicia con campanas cuyo sonido llega de afuera del despojado escenario del galpón Prisma KH de La Boca. Aparece entonces la voz de Fernández, pero todavía en cinta. Son recuerdos de infancia, e incluso anteriores: la historia de la madre, que quiso ser monja; el trío para flauta, arpa y viola de Debussy que se escuchaba, los caramelos rellenos de grosellas y los amaretti italianos ("crocantes, pero no duros"). Es un ejercicio de anamnesis, que el sonido de la grabación parece volver más distante. Aquí, como después, la partitura de Bauer puntea la voz, o mejor dicho, crea la atmósfera en la que esa voz (la de Margarita Fernández y también, en otras funciones, la de Marilú Marini) pueda respirar. El pianista Lucas Urdampilleta y el percusionista Bruno Lo Bianco se mantuvieron en ese límite exacto entre la presencia y la invisibilidad.
La sección central de Dedicatorias está ocupada por las dedicatorias propiamente dichas. Fernández convirtió ese listado incesante en una variedad de la poesía sonora, con agrupamientos fonéticos particulares, como el maravilloso pasaje de nombres japoneses. En cierto modo, podría suponerse un principio de forma sonata, con un tema (un encadenamiento de nombres propios o de alusiones) que se recapitula al final. Además, esta sección central tiene su propio episodio central: Fernández usa aquí esas antiparras como de soldador, baja al registro más grave de la voz y construye una escena beckettiana que incluye, desde luego, una dedicatoria a Samuel Beckett. Aparece hacia el final un epílogo anecdótico, el recuerdo de las torres de la compañía de electricidad Italo como una prefiguración del futuro.
No debe de haber otra persona en el mundo con la inteligencia musical y escénica de Fernández. Esto incluye no sólo su manera de leer y de decir. Cada dedicatoria es en sí misma una miniatura, como ésta, la más hermosamente misteriosa de todas: "A Susanna Pasolini y sus tres hijos".
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