Hace una década, más o menos, era sencillo hablar de las películas de Tim Burton. Podía tener films menores o mayores, pero siempre existía algo totalmente personal que transformaba cualquier crítica en una especie de guía de viajes. Burton no solo tenía obsesiones –las tiene– sino, también, un mundo con ciertas reglas y ciertos habitantes. Una de las grandes virtudes que puede tener un artista es crear un universo propio y consistente y, que además, nos invite a conocerlo. El de Burton es el de la fantasía transformada, por fuerza del utilitarismo, el materialismo y la preeminencia de lo racional, en una especie de basurero lleno de desclasados, de freaks que reaccionan muchas veces con violencia a su exilio forzado ante la lógica material. Pero de algún modo, a través de la máscara, la magia, o esa comunicación de ambos que es el misterio de la creación artística, se hace presente, crea un pequeño o gran caos y nos reconcilia con la posibilidad de que los vampiros existan, la nieve aparezca o los elefantes vuelen.
Luego pasó algo. Después de su amarguísima Sweeney Todd (a su vez, después de su luminosísima Charlie y la fábrica de chocolate, que parece su reverso total), Burton solo ocasionalmente logró alguna película satisfactoria. La mejor es Frankenweenie, donde ejerce el cine que realmente le importa, la animación stop-motion. El resto (Sombras tenebrosas, Big Eyes o Miss Peregrine) tienen algún atisbo de aquellos desbordes creativos de Beetlejuice, El joven manos de tijeras o la excelsa Batman vuelve). Pero no el alma, no la fuerza. No la capacidad comunicativa que solía tener Burton. Sus espirales pasaron, en muchos casos, a volverse una decoración repetida.
Podría decirse que esto comenzó con su –paradójicamente– película más exitosa en dinero: Alicia en el país de las maravillas, con la que Disney comenzó su prolija destrucción de clásicos animados (a veces la pega, como con El libro de la selva firmada por el gran Jon Favreau). Nada funciona allí. Pero Burton, aparentemente, quiere revancha y entonces aquí va Dumbo, que parece cuajar bastante bien en su sistema: ambiente de circo (el circo, lo grotesco, quizá por influencia de su adorado Fellini, es parte de su iconografía), freak inocente (como cualquier Edward de su filmografía), un elemento fantástico inaudito. Claro: hay tres problemas. En principio, el clásico de Disney, realizado para ganar plata rápida tras el desastre financiero de Fantasía, dura 70 minutos. Luego, tenemos el canto de los obreros que levantan la carpa al principio, hoy irreproducible. Tercero, los cuervos negros, no solo "de color negro", sino evidentemente afroamericanos del Sur (todo transcurre en la Florida). Es decir, gran parte de lo que Dumbo es resulta incompatible con el mundo de hoy. Pero en todo caso el asunto en sí, un desclasado que triunfa y les tapa la boca a quienes lo maltrataban, tiene su actualidad siempre. Dumbo es, siempre, David frente a Goliat.
Burton ha llenado el tapiz que Disney le sirve con elementos que le son propios. Por ejemplo, dos actores que forman parte de sus fetiches: Danny DeVito y Michael Keaton. A los dos los vimos frente a frente ya en Batman vuelve (y faltaría Michelle Pfeiffer, pero nada es perfecto), pero además en otras obras del autor. Keaton no solo fue Bruce Wayne, sobre todo fue Beetlejuice, la versión cómica y canyengue de IT. DeVito fue el dueño del circo de El gran pez, aquel que se podía transformar en lobo. Aquí también es personaje de circo y Keaton –cosa no tan curiosa– también hace de millonario y, un poco, de payaso siniestro. Imposible pensar que no es consciente de parte del realizador. Asimismo aparece la nueva musa del realizador, Eva Green, presente desde Sombras tenebrosas y que ocupa –el rostro lo indica claramente– el lugar que tuvo alguna vez Lisa Marie y, luego, Helena Bonham-Carter (ambas esposas de Burton en cada momento).
La sinopsis que conocemos de la película está lejos, muy lejos del original de Disney: Dumbo vuela mucho antes (muchísimo antes del final), no hay cuervos negros y lo que sucede, en realidad, es la puja entre un pequeño empresario circense y un tipo que le ofrece un trato millonario con el elefantito volador en el centro del negocio. Ahí, si lo pensamos un poco, aparece casi transparente la relación de Burton con la Disney. Quizá no lo sepan (quizá sí): Burton se formó como animador patrocinado por la empresa en CalArts (es de la misma generación que Brad Bird y John Lasseter); en Disney, le dieron poca bolilla y, como por diez años no podía hacer animación fuera de la empresa, se dedicó a la acción en vivo para Warner, y triunfó. Y después, mucho después, Disney le ofreció un trato monumental (y Alicia en el país de las maravillas sigue siendo su película más recaudadora, créase o no). En el fondo, Burton es Dumbo: algo tan amable y monstruoso como un elefante que vuela agitando las orejas.
Disney en persona
La estrategia de transformar las películas animadas en films "con actores" (esto es más que relativo) está generando buenos dividendos a la firma. Este año son nada menos que tres los esfuerzos: además de Dumbo, se verán Aladdin (dirigida por Guy Ritchie, con Will Smith como el Genio) y El rey león (de Jon Favreau, que ya probó hacer cuentos animales con El libro de la selva). Pero El rey... es animación fotorrealista. La pregunta es hasta cuándo seguirá la moda, porque en la mayoría de los casos el original sigue siendo mejor.
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