De carnavales y mascaradas
Algunos estiman que el Carnaval se celebraba desde hace unos cinco mil años en Babilonia y Egipto. El Rey Momo, dios de la burla y la locura, famoso por divertir a los dioses del Olimpo ha estado presente a lo largo del tiempo y sigue ocupando su trono en Sambódromos y bailes de pueblo cada febrero.
Se sospecha que el término Carnaval desciende del italiano carnevale , el nombre que se le otorga al tiempo que va desde el Día de Reyes hasta el miércoles de Ceniza. Sin embargo, el origen quedó semioculto entre serpentinas, papel picado y restos del Rey Momo. Pero J. C. Cooper, autor del Dictionary of Festivals , el término derivaría directamente de carne - vale, un especie de vale todo estacional y en el que se podía disfrazarse y tomar a rienda suelta. Cooper agrega que otro de sus orígenes está relacionado con Carrus Navalis o Car Navale, la embarcación decorada con estandartes que utilizaban hace siglos los griegos en desfiles acuáticos, acompañados por coloridas procesiones en honor a Dionisios, algo que los romanos también hacían en sus barcos guerreros, con imágenes de sus dioses. En la Edad Media, Carnestolendas, sin llegar a convertirse en lo que llamaríamos hoy un viva la Pepa , era un desfile en el que estaban presentes el travestismo, las danzas burlescas, los músicos, saltimbanquis y las efigies que inundaban las ciudades hasta al punto de invadir los templos a lomo de burros y asnos, como afirma el alquimista Fulcanelli en su obra El misterio de las catedrales . Otros estudiosos, como Joseph Campbell, aseguran que los disfraces aparecen en Europa en esa época y que las figuras más populares del Carnaval eran los bufones, payasos, diablos y polichinelas, que hasta el día de hoy siguen repitiéndose junto a otros personajes enmascarados.
Aquellas mascaradas fueron perdiendo su gloria al comienzo del siglo XIX. Pero antes, el violinista, guitarrista y compositor italiano Niccolo Paganini (1782-1840) escribió no menos de veinte variaciones sobre el Carnaval de Venecia y fue aclamado en el mundo entero. Por estos pagos, entre los siglos XVIII y XIX se festejaba el Carnaval con mucha violencia. Los tres días antes del miércoles de Ceniza, que daban comienzo a la Cuaresma y se instauraba el ayuno y la v igilia como preparación para la Pascua, la ciudad de Buenos aires se convertía en un campo de batalla en el que ricos y pobres, conocidos y desconocidos, morenos y blancos se arrojaban baldazos de agua, huevos y cuanto tenían a mano antes y durante los bailes que se formaban en las calles. Se sabe que ya en 1771, el gobernador Juan José Vértiz implantó los festejos en lugares cerrados debido a los desmanes que se producían. El rey Carlos III los prohibió en enero de 1773 y en 1774 volvió a tomar la misma medida, cosa que nunca se respetó. También el gobernador Pedro de Ceballos intentó prohibir los bailes de Carnaval por tratarse de una grosería . La locura siguió entre comparsas y peleas, hasta que el virrey Arredondo promulgó el bando que prohibía el uso de juegos de agua, harina, huevos y otras yerbas. De todas maneras, después de la Revolución de Mayo siguió festejándose con huevos vaciados y rellenados con agua, aunque otros tiraban huevos en mal estado y especialmente de ñandú. En el campo, en cambio, los paisanos lo celebraban de otra forma: se pechaban con los caballos y el resultado eran peleas en muchos casos sangrientas, con heridos incluidos. Y las medidas que se tomaban en gran parte no eran respetadas ya que los policías también participaban. Años después, en 1836, se permitieron las máscaras y las comparsas debían gestionar el permiso policial para poder llevar su alegría y frenesí por las calles porteñas. El gobernador Juan Manuel de Rosas; su mujer, Encarnación Ezcurra, y su hija, Manuelita, no se los perdían, en especial los organizados por las naciones de negros que con sus candombes hacían redoblar sus tamboriles. Rosas solía ir a sus huecos , sus lugares de reunión, donde los morenos festejaban hasta la madrugada. Pero nada es perfecto, porque harto de los desmanes que dejaban como saldo estos festejos desenfrenados prohibió el Carnaval el 22 de febrero de 1844. Una década después, la policía reglamentó el festejo y los bailes se realizaron en sitios públicos.
El mejor disfraz
Vedette de los carnavales, el disfraz y las máscaras han dado mucho de qué hablar. Tito Lucrecio Caro, poeta que vivió un siglo antes de la era cristiana, afirmaba: "Cuando las necesidades nos arranca palabras sinceras del fondo del corazón, cae la máscara y aparece el hombre". Dieciséis siglos después, el dramaturgo y poeta inglés William Congreve (1670-1729) escribió en sus memorias: "No hay mejor máscara que la verdad para evitar mentiras, como el mejor disfraz consiste en ir desnudo". Sobre máscaras también opinó el irlandés Oscar Wilde (1854-1900): "La máscara de una persona nos revela más cosas que su rostro". Sin embargo, para la novelista francesa contemporánea Sidonie Gabrielle Colette: "No hay nada que ofrezca mejor seguridad que una máscara". Pero probarse el disfraz y salir a festejar no siempre es garantía de pasarlo bien. Carlos Horacio Pimelli lo confirma. "Cuando viví en Bariloche, en la década del ochenta, venían a visitarme mis dos hermanas con sus maridos y sus hijos para pasar juntos Navidad. Como muchas otras Navidades yo desempolvaba el disfraz de Papá Noel y sigilosamente disfrazado salía por la ventana de casa para evitar que los chicos me vieran. Una Nochebuena salí con la bolsa y mi disfraz rellenado con medias y papeles alejándome un par de cuadras para anunciar con una campanita mi llegada. Parece ser que una jauría me oyó y se me vino encima a las tarascones. Corrí hasta casa y agitado abrí la puerta causando una alegre sensación a mis sobrinos, que enseguida observaron el dañado disfraz. Pero me reconocieron por un detalle: les pareció muy raro ver a un Santa Claus calzado con los mocasines del tío Carlos."
"Durante la época del proceso -dice Pedro Avella, empresario porteño de 56 años- estábamos invitados con mi primo Alejandro a una fiesta en el Centro. Yo vivía a unas cuadras del Departamento Central de Policía y mi primo me pasó a buscar en su moto. Nos vestimos con unas sábanas blancas imitando el atuendo de los árabes y salimos rumbo a la fiesta. Anduvimos unas cuadras y nos detuvieron unos soldados que bajaban de un camión militar. Más sorprendidos que nosotros, nos dijeron de todo y nos obligaron a quitarnos nuestros improvisados disfraces. Nos dejaron ir mientras, entre ellos, se reían de nuestra apariencia. Tuvimos suerte, pero la fiesta resultó bastante aburrida."
El fotógrafo Horacio Damianovich recuerda que cuando trabajaba en una empresa privada, sus compañeros organizaron una fiesta de disfraces en Ponciano, un boliche de Núñez, y para lograr una mejor impresión salió rumbo a la fiesta caracterizado de una versión criolla de Frankenstein. "Bajé del taxi a una cuadra de la discoteca y muy contento caminé a encontrarme con mis amigos hasta que, de pronto, un señor con dos chicos de la mano asustadísimos y a los gritos, me enfrentó duramente y me dijo de todo. Entre otras cosas, me preguntó si no me daba vergüenza salir así, si no me daba cuenta que asustaba a las criaturas. Seguí después un poco confuso y al llegar al lugar, el portero me dijo: "Ya sé que venís a la fiesta, pero te equivocaste, es mañana. Igual, ya que estás pasá por acá, vamos a darle un susto al disc-jockey". El cordobés José Morresi, empresario de 60 años, recuerda que en uno de los corsos cordobeses de Carnaval, en los 90, una mascarita le preguntó a otra que estaba manejando un carro desvencijado tirado por un caballo en similares condiciones: "¿De qué te disfrazaste, negro?" Y el conductor del rodado a tracción animal le respondió orgulloso: "De Ben Hur".
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