De cara a su último capítulo, cómo House of the Dragon apostó al melodrama y supo aprender de los errores de Game of Thrones
La exitosa serie que retrata las intrigas, traiciones y aventuras de la dinastía de los platinados Targaryen cierra su primera temporada esta noche; a pesar de la multiplicación de dragones, la ficción abandonó el foco sobrenatural de su predecesora para concentrarse en las luchas de poder y sus fallidos personajes
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La casa del dragón, la serie de HBO Max que reinventa la mitología de Game of Thrones en su viaje hacia la dinastía Targaryen, parece haber ganado la contienda de las apuestas millonarias del streaming. La cantidad de visualizaciones de su primera temporada –que terminará esta noche con su décimo capítulo– y la discusión pública instalada en las redes sociales la confirman como un éxito, pero también como la vencedora en la disputa con Los anillos de poder (Amazon Prime Video) por el liderazgo en la carrera por la ficción del año. Y las razones de ese éxito son varias, algunas entendibles, otras caprichosas, pero sobre todo señalan la predilección del público por el melodrama antes que por la épica, por los sentimientos de un puñado de personajes que dirimen su lealtades y ambiciones puertas adentro del palacio, antes que por la gesta de una batalla triunfal en las amplias planicies de la Tierra Media.
De entrada, House of the Dragon asentó semejanzas y diferencias con su predecesora en la geografía de Westeros. Mientras Game of Thrones dibujaba un complejo tablero de ajedrez por el Trono de Hierro con peones de las distintas casa reales, pugnaba por la resurrección de los Targaryen de la mano de Daenerys y el esplendor de sus dragones, citaba en alianzas y acuerdos comerciales los vaivenes de la política y, sobre todo, situaba la amenaza mayor en el invierno de los Caminantes Blancos, House of the Dragon ensaya una astuta reflexión sobre la construcción del poder de la Casa Targaryen muchos años antes del mapa de Westeros que supimos conocer. En esa persistente exploración de la gloria de la familia dorada y del germen de su caída, la nueva creación de George R. R. Martin, inspirada en el texto de Fire & Blood, se adhiere a ese fascinante pulso decadentista que marcó el destino de la familia estelar del Poniente.
Si bien la nueva serie recoge la fisonomía de su predecesora –la imponencia de las locaciones y los vestuarios, la promesa de las batallas, las tensiones políticas en la mesa del consejo real-, su universo resultó más concentrado, encarnado en las pujas y ambiciones de dos familias enfrentadas. A diferencia del imponente desfile de nombres de GoT, con los Stark y los Lannister como punta de lanza adornada con alianzas a uno y otro punto del globo (Baratheon, Tyrell, Martell, Tully, Greyjoy), House of the Dragon se concentra en la línea sucesoria de Viserys, el Pacífico (Paddy Considine), disputada entre su hija Rhaenyra (Milly Alcock/Emma D’Arcy), elegida a contrapelo de las normas por ser mujer, aliada con los Valaryon por matrimonio y con su tío y marido Daemon (Matt Smith) por fuerza y pasión; y la familia Hightower, comandada por Otto (Rhys Ifans), la Mano del Rey, la nueva reina Alicient (Emily Carey/Olivia Cooke) y su controvertido linaje. Los colores negro y verde expresan la rivalidad, pero tras esa simbología anidan pasiones y venganzas, lealtades y rencores, un cóctel que tiene menos de raciocinio que de sentimientos desmedidos, embriagantes y pegajosos, capaces de torcer cualquier meditada estrategia.
Ya desde el ascenso al trono de Viserys y el desplazamiento de Rhaenys (Eve Best), prima y primogénita Targaryen, de toda aspiración a reinar por su condición de mujer, la búsqueda de la legitimidad en la línea sucesoria de los Siete Reinos fue un planteo clave de la serie. Toda su narrativa iría a discurrir sobre ese río de sangre que recorre los créditos. La sangre de la Vieja Valyria y el legado de Aegon, el conquistador, encarnados en sus epígonos dinásticos. El matrimonio de Corlys Valaryon (Steve Toussaint) y Rhaenys, “la reina que no fue”, busca hacer pesar su apellido en la sucesión, primero mediante la alianza bélica con Daemon por el control de los Peldaños de Piedra, luego en el ofrecimiento matrimonial de su hija para ser la segunda esposa de Viserys, y por último en el matrimonio entre su primogénito Laenor (Theo Nate/John Macmillian) y Rhaenyra, la designada heredera Targaryen. También Daemon empuja su protagonismo en la guerra contra la triarquía mar adentro, en su rol de comandante de la Guardia Real de King´s Landing, y finalmente en la alianza matrimonial que lo unió a su sobrina como forma de respaldo a su reclamo y garantía del linaje de sus herederos.
Entonces, los principales jugadores de esta contienda no son otros que la propia Rhaenyra, amada por su padre y convertida en la heredera natural del Trono de Hierro pese al cuestionado matrimonio con Laenor y la sangre Strong que corre por las venas de sus hijos, y Alicient, la que fuera su compañera de juegos de la infancia, única hija de Otto Hightower. Convertida por su padre en el caballo de Troya de su familia en el palacio real, la otrora dama de la corte asume su posición con responsabilidad y sumisión. Renuncia a sus deseos, se casa con el rey y brinda a su familia la posibilidad de sentar a uno de sus miembros en el Trono de Hierro. Secundada por Criston Cole (Fabien Frankel), el despechado amante de una noche de Rhaenyra, y por el vengativo Larys Strong (Matthew Needham), lejano eco del Rasputín de los Romanov, no solo esgrime sus propias ambiciones y sus diferencias con su padre en la gesta del poder, sino que establece frente a Rhaenyra el enfrentamiento que define a la serie.
Llegado a este punto, ¿cuál es en definitiva la clave del éxito de House of the Dragon? ¿Qué es lo que la hace tan atractiva pese a que muchos la consideran una telenovela adornada con palacios y dragones? Quizá justamente porque la esencia de su universo se enraíza en los sentimientos como alimento esencial, no solo de las aspiraciones de poder sino también de las estrategias políticas. Hay una decisión neural en la adaptación respecto al material literario de Martin que consiste en convertir a Rhaenyra y Alicient en amigas y confidentes de infancia. A diferencia de lo que ocurre en Fuego y sangre, donde apenas se conocen y las separa una mayor diferencia de edad, en la serie su lazo es íntimo y poderoso desde los primeros episodios de esta temporada, y su enemistad se origina en la decisión de Otto Hightower de convertir a su hija en la segunda esposa del rey. Aligerado el gélido rencor inicial de Rhaenyra, el reencuentro con su vieja amiga se tiñe de silencios y omisiones, de expectativas traicionadas. ¿Qué es lo que ofende a Alicient de la conducta de Rhaenyra? ¿El descubrimiento del placer en el sexo? ¿El atrevimiento de sus infidelidades maritales? ¿Su definitiva transgresión de las normas?
La serie convierte a Alicient en algo más que una ambiciosa puritana que puja por el pago de sus sacrificios. Sobre todo a partir de la aparición de Olivia Cooke, ese personaje adquiere una espesura central en la serie, como lo demostró en el noveno episodio en su estrategia para el ascenso de su hijo Aegon (Tom Glynn-Carney), en la negociación con la cautiva Rhaenys, y en la desafiante decisión de preservar la vida de su vieja amiga de la infancia. Cada uno de los enfrentamientos entre los verdes y los negros se origina en ese enojo primero y primario, ese rencor que también puede verse en Sir Criston Cole cuando se vio despojado del amor ideal con Rhaenyra, cuando ella le aclara que no está dispuesta a renunciar a su herencia por una vida soñada en un remoto lugar del Poniente. Mientras las ambiciones de Otto son racionales y comprensibles –poner a su nieto en el trono, retener el poder como Mano del Rey-, las de Alicient, Sir Cole y Larys están preñadas de pasiones oscuras dignas de la más pura irracionalidad. No solo pesa el anhelo del poder sino la necesidad de un castigo a quienes rompieron sus sueños de amor y pureza, a quienes trasgredieron deberes con su vocación de libertad, a quienes los confinaron a las sombras y les arrebataron su pretendida dignidad.
La Danza de los Dragones que se anuncia para el final de temporada es el apogeo de ese torbellino de pasiones que Ryan Condal y el propio George R. R. Martin situaron a lo largo de los nueve episodios anteriores. Los momentos más fascinantes desde la puesta en escena, tanto la aparición estelar de Viserys enmascarado para unir a su familia, como el casamiento a contraluz de Rhaenyra y Daemon que sella su alianza, o el enfrentamiento visceral entre Alicient y Rhaenyra por el ojo perdido de Aemond, o la coronación de Aegon malograda por el ascenso de Rhaenys y su dragón Meleys, congregan los ecos operísticos de esas intrigas palaciegas que corroen toda posible armonía en la medieval Westeros. Mientras en GOT estaban los justos y los villanos, el mundo endogámico de House of the Dragon es habitado por débiles y ambiciosos, por traidores e inmorales, sumergidos en una pegajosa consanguinidad que orada hasta a los más nobles. Todos creen hacer lo correcto, exigen lo que el mundo les debe por derecho, por sangre o apellido; y aquello que no les corresponde debe ser conquistado a fuego y muerte porque esas son las reglas de ese infierno.
Daemon y Rhaenyra, quienes llevarán las vestiduras negras en la disputa, también cargan sus crímenes y sus revanchas. Pero es esa humanidad feroz e irrenunciable la que los hace atractivos más allá de toda razón. De uno y otro lado emanan discursos sentidos antes que impostores: el de Alicient en la conversación con Rhaenys sobre el poder de las mujeres, el de Aemond (Ewan Mitchell) con ser Cole sobre sus méritos por sobre la impudicia de su hermano mayor; los gritos de Rhaenyra por la obscena hipocresía de su rival, aquella que pretende para el afuera una decencia a la que ha debido renunciar. El peso del fantástico que era clave en GoT, desde la amenaza de los caminantes hasta los hechizos y las brujerías de Melissandre, aquí declina en la importancia de lo humano, esa condición para la que el monstruo es apenas un espejo deformado. El fuego de los dragones es el arma perfecta para las enfermizas pasiones de los Targaryen y de todos los descendientes de la ancestral Valyria, la materia justa para sus disputas, para la inevitable decadencia de su propia historia.
El éxito de House of the Dragon puede explicarse por el magnetismo del universo creado por Martin, por el talento de los actores elegidos para esta historia, por el aceitado ritmo de la entrega semanal con variaciones de un mismo conflicto, por la astucia al explotar con la justa alquimia la herencia de su predecesora y la necesidad de una nueva vuelta de tuerca acorde a estos tiempos, más pasionales, más exaltados. ¿Por ese atractivo muscular y prepotente de Daemon frente a tanta histeria masculina? ¿Por la lucha en el barro de Rhaenyra y Alicient, a las que solo les falta el revoleo de las pelucas? ¿Por los dragones, por las batallas, por la canción pegadiza de la presentación? Quizá por todo ello. Sin embargo, y en definitiva, el triunfo de House of the Dragon se explica en el magnetismo de un género que siempre fue denostado: el melodrama.
Las intrigas puertas adentro del palacio, las discusiones encendidas en el salón real, las estrategias para ascender al poder y sostenerlo se originan en el mundo de las emociones, allí, en esa materia roja y pegajosa que es la sangre. Amores y odios, reverencias y traiciones anidan en ese río bermellón que conduce los destinos de Westeros, ese mundo de leyenda y maldición.
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