David Byrne realizó un show histórico y difícil de olvidar
David Byrne sostiene en su mano la réplica de un cerebro mientras canta "Here" el tema que abre su último disco American Utopía. La escena no podría ser más desconcertante y maravillosa para un concierto de rock. El ex líder de Talking Heads, la banda que revolucionó la new wave neoyorquina de los ochenta, está solo en el escenario, sentado a una mesa, diciendo su soliloquio en un espacio minimalista. "La rosa se poda de una forma perfecta/perfecto... ¿para quién? Me pregunto", cuestiona irónico en la primera línea de la canción como un Hamlet contemporáneo. Byrne no deja de mirar el cerebro con el asombro de un niño y la obsesión de un científico, o un psicokiller. Difícilmente la gente que asistió anoche al Teatro Gran Rex pueda olvidarse de esa primera secuencia del show. Difícilmente la misma gente pueda olvidarse de esa obra conceptual compuesta por 21 canciones en toda su vida. Así de simple.
El hombre que cuestiona el curso de la vida moderna y anda en bicicleta; el hacedor de un art pop con el linaje de Andy Warhol y el inconformismo punk; el descubridor de los tesoros musicales del mundo y que hizo de las colaboraciones con otros su marca musical; el hombre que es la conciencia moral de la contracultura rock y se arrepintió públicamente recientemente de no incluir mujeres en su último disco, presentó American Utopía, el primer álbum solista después de 14 años.
El recital, como parte de los sideshows del Lollapalooza , tuvo el sabor de acontecimiento histórico para la música. El artista galés de 65 años, quería superar la legendaria gira Stop Making Sense de los Talking Heads en 1984. Reunió a doce artistas, pero no montó una banda. Les puso un traje de Kenzo gris y arneses para que pudieran trasladar sus instrumentos de un lugar a otro del espacio. Repartió la batería y las percusiones entre seis músicos. Creó un escenario minimalista, sin amplificadores ni tarimas, con un cortinado gris plata, donde entraban y salían los integrantes según cada escena. Convocó nuevamente a la coreógrafa Annie B. Parson con la que trabaja desde 2008. Y armó un repertorio que trazó inteligentemente una parábola sobre todo lo que piensa de la música. El resultado es fascinante: una pieza performática, un ritual colectivo, un recital de rock, una obra de arte sofisticada y directa, con crítica, baile y humor.
Byrne lleva a su público por un viaje exploratorio a su propio cerebro musical. Esa zona misteriosa formada por miles de conexiones musicales y neuronales que lo llevan a combinar orgánicamente el pulso bailable y afilado de la new wave, la luminosidad de las melodías pop, el corte disruptivo de las secuencias electrónicas, el alarido punk y el peso tribal de la música africana. Es el guía de un concierto que transcurre por escenas coreografiadas. Los músicos marchan como en una protesta callejera, arman ruedas, hacen diagonales, juegan en círculos, bailan, saltan o se mueven espasmódicamente como lo viene haciendo Byrne desde los ochenta. Sin embargo, lo que antes era instinto animal ahora es conciencia de su cuerpo. "Dejé que mi cuerpo descubriera, poco a poco, su propia gramática del movimiento, a menudo espasmódica, espástica y extrañamente formal".
La dramaturgia de esta obra contemporánea son los temas de sus distintos períodos solistas como "I should watch TV", "Dog’s mind", "Everybody’s coming to my house" y "Every day is a miracle", que se incorporan con gracia junto a los clásicos de Talking Heads: "I Zimbra", "Slippery people", "This must be the place (Naive melody)", "Once in a lifetime", "Born under punches (The heats goes on)", "Blind", "Burning down the house". El chip de la memoria desata en el público un fervor tan grande que despabila al músico de esa ausencia extravagante y ese rictus extrañado de extraterrestre y obliga al músico a salir por momentos de su concentrado personaje para agradecer en español.
A Byrne lo aburre la nostalgia. Hace poco había declarado: "No soy tu máquina del tiempo". No tiene intenciones de volver con Talking Heads. Tampoco lo necesita. El concierto es una demostración de su presente artístico y de su mirada del mundo, a veces cínica y a veces más optimista. El artista es de esa especie de extraterrestres musicales del canon de David Bowie. Vino a cambiar la historia y a tratar de entender el paso por la vida, aunque sea como un turista. No lo hace de manera ruidosa, explora el mundo y deja huella con la sobriedad silenciosa de un científico, un pintor o un poeta.
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