Vuelta al ruedo con los tangos de Piazzolla: la civilización está viva
El Ballet Contemporáneo del San Martín regresó tras el largo paréntesis de la pandemia
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Piazzolla. Homenaje por los 100 años de su nacimiento. Coreografías: Ana Itelman y Mauricio Wainrot. Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín: con dirección de Andrea Chinetti. Escenografías y vestuarios: Carlos Gallardo, Graciela Galán, Mini Zuccheri. Teatro General San Martín: Av. Corrientes 1530, sala Martín Coronado. Próximas funciones: sábados y domingos, a las 20. Nuestra opinión: muy buena
Ana Itelman era sabia en materia de dinámica, factor decisivo en el arte de coreografiar. En especial, en lo que se conoció como “danza moderna”, desde la escuela de Denishawn en adelante. En su solo “Ahí viene el rey”, de la suite Ciudad nuestra Buenos Aires, Itelman (1927-1989) captó la dinámica del compadrito legendario y la integró a la danza académica como nadie lo había hecho antes. Por otra parte, para el autor de la música de esa suite, Ástor Piazzolla (1921-1992), también fue novedad que una coreógrafa de fuste apelara a sus partituras. Así, el mundo del espectáculo vio el advenimiento de un talentoso compositor de tangos que aportaba sus hallazgos a la danza “culta” de escenario.
En este invierno en el que Piazzolla cumple cien años, el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín que dirige Andrea Chinetti le rinde homenaje y rescata, en un mismo programa, las piezas del compositor que subyacen a algunas obras coreográficas que conforman su repertorio. La velada despliega, así, el mencionado solo de Ana Itelman (un prólogo que, implícitamente, homenajea también a quien fue maestra pionera) junto a tres títulos de Mauricio Wainrot, exconductor histórico del elenco oficial.
Para la revisión definitiva de Ahí viene el rey, de 1968 (en la original, de 1955, revistaba una futura creadora: Noemí Lapzeson), Itelman confió el solo al entonces joven bailarín Oscar Araiz; el trazado flirtea con la cadencia que marcan desafiantemente hombros y brazos del taura, coronado por el mítico chambergo que, bajo los cenitales, le deja en sombras el rostro; estos requiebres se ajustan, ahora, al vigor y a la convicción de Lautaro Dolz, promisoria figura del Ballet porteño.
Tres registros de Wainrot
La irresistible pulsación de “Escualo”, número principal de la celebrada suite Estaciones porteñas, que Wainrot compuso en 1997, desafía a responder con danza a un ritmo irregular, milongueado, de endiablada intensidad que, en la ejecución de Brenda Arana y Rodrigo Etelechea, despunta destellos neoclásicos frecuentativos en el código del coreógrafo, cuyas exigencias sortean con versatilidad los bailarines.
Libertango, la página piazzolliana más difundida en el mundo, da título y sirve de introducción a una suite que Wainrot armó con cinco temas en un desarrollo que, con irrenunciable intensidad, ejecutan tres parejas; el segundo de estos temas, “Meditango”, es un trío (un bloque sagazmente concebido), en el que Andrés Ortiz y Emiliano Pi Álvarez –por un momento, en cuclillas, ambos- flanquean a Eva Prediger, versátil abarcadora del espacio y expresiva hasta cuando se minimiza, en el piso, para recoger el sombrero.
Con su concepción del dominio espacial y en el diseño de roles, Wainrot se gana un lugar en el actualizado cielo del feminismo: que los conjuntos de mujeres y el trazado coreográfico que se les dedica luzcan más exultantes que los masculinos ¡en los dominios del tango!, es mucho decir. “Meditango” lo refirma con la luminosa irrupción de Sol Rourich, un solo deslumbrante que se convierte en cuarteto. Los varones tendrán un desquite con otro cuarteto y –sobre todo- con el dúo de Alejo Herrera y Damián Saban (”Amelitango”), como en los arcaicos orígenes de baile en la vereda, antes de que aparecieran las percantas y el salón.
Las Cuatro estaciones de Buenos Aires, centralmente coral, sella lo que ya se conoce pero que, después del prolongado silencio de salas cerradas, renace en modo Fénix: por un lado, una concepción de trazados neoclásicos para diversidad de grupos, no tanguera en sentido literal, tan del gusto de Wainrot. Por otro, la calidad homogénea de una compañía que, bajo la égida de Chinetti, nunca mezquina rigor ni entusiasmo.
Las limitaciones por sucesivas cuarentenas (protocolo) condicionaron la conformación de los repartos: únicamente convivientes en la vida real –como Daniela López y Rubén Rodríguez, por ejemplo, en la obra del cierre- pueden fundir sus cuerpos en escena. El código, en fin, condicionó el discurso coreográfico. Hay gente que vuelve a bailar en el escenario y hay quién aplauda en la sala: la civilización que conocimos está viva.
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