Voluntarios: "Bailarines en el hotel", no es otra nueva serie de Netflix
"Además de bailarines de la ostia, ellos fueron dos ángeles", dice Cyntia Vargas en un mensaje de Instagram. El agradecimiento surge instantáneamente cuando reconoce en las redes sociales a Paula Cassano y Gerardo Wyss en una foto que ambos, integrantes del Ballet Estable del Teatro Colón, se sacaron en el ascensor de un hotel para repatriados donde trabajan como voluntarios. El fin de semana compartieron esta imagen en sus cuentas personales: con guantes, camisolín estéril y barbijos que les tapan la boca, se les adivina perfectamente la sonrisa en los ojos.
Paula y Gerardo ya cumplieron un mes de trabajo en el Argenta Tower de Recoleta donde pasan el período de cuarentena obligatoria ciudadanos argentinos que regresan al país. Fue entonces que ellos respondieron a una convocatoria que el teatro abrió entre sus empleados en todas las áreas para ayudar en diferentes dependencias mientras duren las medidas preventivas por el coronavirus. "¿Por qué no? El Teatro Colón es nuestra casa, una institución pública en la cual estudiamos y nos formamos como profesionales y como seres humanos. Por esa razón decidimos que era necesario aportar nuestro granito de arena en esta situación tan especial que nos toca atravesar a todos", escribieron.
La foto del fin de semana fue para muchos una completa revelación, empezando por los padres de estos bailarines que, a sus treinta y pico viven solos desde muy jóvenes en Buenos Aires, pero que tienen sus familias a varios cientos de kilómetros de distancia. Justamente para no preocupar a los suyos –los Cassano están en Mar del Plata y, en Viedma, los Wyss– fue que al principio decidieron mantener la experiencia en secreto. Hasta que conocieron los protocolos sentían un "miedo lógico"; luego, aprendieron la tarea y que, cumpliendo con todos los instructivos, el riesgo es mínimo. Tienen la protección necesaria y las conductas, sobre todo, de distanciamiento y prevención. "Los médicos y psicólogos de la ciudad que están en el hotel nos dieron mucha información y tranquilidad sobre cómo hacer nuestra tarea para no correr ningún riesgo", dicen.
Así que cuando empezaban a considerar que era tiempo de compartir su historia, una nota que publicó el diario El País de España precipitó el anuncio. "Imaginate –cuenta ella–, si mi mamá me llama cada vez que se entera de que voy al supermercado para confirmar que haya hecho las cosas bien, que haya usado el alcohol y limpiado todo, cómo sería si le decía que iba ser voluntaria… Pero llevamos un mes en esto y, como decimos en el hotel, eso quiere decir que sobrevivimos dos veces al coronavirus". Padres al fin y al cabo, ahora que saben por qué a veces sus hijos no pueden atender el teléfono, no disimularon la preocupación, pero mucho menos el orgullo que sintieron con la noticia. "Entendieron que precisaba hacerlo, que me hace sentir muy bien este voluntariado", confirma Cassano.
Botones de muestra: animarse a cambiar y ayudar
Paula y Gerardo no son los únicos integrantes del Ballet Estable en el hotel de la calle Juncal. En otro turno, por ejemplo, están Antonio Luppi y Laura Domingo, además de músicos, personal administrativo y hasta el director ejecutivo del teatro: todas las posiciones están ocupadas por empleados del Colón. Según informó el teatro a LA NACION, un 20 por ciento de su personal está actualmente realizando alguna tarea de voluntariado tanto allí como en líneas de atención telefónica o en vacunatorios. Por ejemplo, Ayelén Sánchez y Iara Fassi, también bailarinas, cuentan que su tarea es registrar y seguir el proceso de vacunación de la gente que asiste a la escuela Sarmiento de la avenida Quintana. Otro grupo confecciona en los talleres del teatro los barbijos verdes con los que desde hace unos días se protegen los voluntarios.
El caso de ellos dos, entonces, es como un botón de muestra para contar una historia que va más allá de animarse al cambio de rol en un contexto tan especial. "Nos sacó de la burbuja del ballet y nos expandió –observa Wyss–; espero que la experiencia nos vuelva mejores personas. Somos bailarines con cierta edad, tenemos muy clara la situación que se está viviendo en el mundo y creemos que ya habrá tiempo para volver a bailar".
Desde el 24 de marzo, en turnos de ocho horas y seis días por semana, cada jornada en el hotel es completamente diferente para ellos. A esta altura, ya conocen bastante bien los once pisos, con nueve habitaciones cada uno: su nuevo escenario de trabajo. Esa primera noche, hicieron su debut en el front desk: registraron a unos setenta pasajeros que volvían a Buenos Aires desde Madrid. Las jornadas siguientes les tocó llevar la cena a las habitaciones, ordenar las sábanas y toallas en el cuarto de blanquería, distribuir los kits de limpieza para que cada pasajero pueda hacer correctamente el aseo de su espacio y recibir a los delivery: como de un hormiguero las motos brotan en la puerta de Juncal con pedidos de todo tipo que hacen los pasajeros.
"Todos vamos aprendiendo qué hacer. Ahora puedo decir que lo más estresante, por ponerlo de algún modo, es cuando hay ingresos nuevos, porque esas personas vienen viajando hace muchas horas, después de cuarentenas en otros lugares –sigue Gerardo–. Llenamos las fichas con los datos y asignamos habitaciones para que estén en los cuartos lo más rápido posible".
Sin embargo, en buena parte lo suyo pasa también por "poner la oreja" y "transmitir empatía". Entienden que cuando alguien llama para pedir necesito un shampoo puede estar queriendo decir no tengo con quién conversar. "Vivimos experiencias superlindas y de todas ellas aprendemos, porque Bailarines en un hotel podría ser una serie de Netflix, pero esto es verdad. Al principio era más difícil de encarar, pero ¿viste los cartelitos que nos deja la gente? El voluntario es el que lleva una toalla, la comida o papel higiénico, pero también el que puede preguntarles ¿cómo estás?".
"Somos, de alguna forma –retoma Cassano–, el único contacto que esa gente tiene con el mundo exterior". La frontera es el pasillo, que en ningún sentido traspasan: los voluntarios no pueden ingresar a los cuartos, así como los pasajeros tienen prohibido salir.
"Chiques, son unos genies", se lee el mensaje de una mamá que recibió una torta con velitas el día del cumple de uno de sus chicos y que ahora ve la foto de ellos en Facebook y reacciona. "Emociona esta solidaridad que se está despertando en Argentina. Gracias por tanto. Nuestro cartelito es el de la 308."
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¿Y qué lugar tiene en medio de todo esto la barra de ballet? Concientes de que el día que vuelvan a su verdadero trabajo tendrán que estar en forma para regresar también lo antes posible al escenario, van entrenando en sus departamentos, cada uno como puede. Gerardo tiene un entrenador personal por WhatsApp, usa una mochila cargada con libros y un palo de escoba… "Nada reemplaza nuestras rutinas de cinco o seis horas por día en el teatro. No llegás nunca a ese nivel". A veces sigue las clases que da su compañero Emanuel Abruzzo todos los días, a las 11, en Instagram, y el reloj le da un poco más de tiempo a la mañana para sintonizar la hora de México donde están quienes hasta hace unos años eran maestros.
Paula tiene una baranda en el balcón muy cómoda para hacer de barra y sigue las clases online que da desde Berlín el maestro Vladimir Malakhov. También se compró una mat de yoga sobre la que puede saltar un poquito, pero sus piernas largas extrañan hacer un gran vals. "Tenemos una responsabilidad como bailarines y también como trabajadores dependientes de una institución pública y es devolver un poco lo que nos dio nuestra formación y nuestra carrera, y lo que nos da ahora, que no es ni más ni menos que un sueldo", reflexionan. "Ya nos vamos a poner un hotel cuando nos jubilemos", se despiden.
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