De la histórica sala a los subsuelos y pasadizos más recónditos, LA NACION compartió un día de clases, ensayos y conversaciones con la solista argentina que pronto comenzará su décima temporada en el gran ballet italiano
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MILÁN.-De alguna manera la Scala de Milán es como una vieja Ave Fenix: surgió de las cenizas de su predecesor. La construyeron por orden de la emperatriz María Teresa de Austria en solo dos años (1776-1778), después de que un incendio se devorara el único teatro de ópera que había en la ciudad. Un siglo y medio más tarde, sufrió un bombardeo que causó importantes daños durante la noche del 15 de agosto de 1943, cuando fue blanco de un ataque de la Royal Air Force. Entonces, la reconstrucción comenzó con un concierto entre los escombros (en la batuta, Arturo Toscanini) y, otra vez en tiempo récord, restauraron el edificio para abrirlo en 1946, cuando la Segunda Guerra Mundial había terminado. Tras el cambio de milenio, entre 2002 y 2004, la Scala estuvo nuevamente cerrada por una gran obra de modernización, que –sin embargo– no resignó tradición, un pilar de su fama. Las dos principales señas particulares que son fruto de esa reforma saltan a la vista: la torre de vuelo y la torre ovalada, con la firma contemporánea de Mario Botta, emergen desde el centro de la manzana e intervienen la típica fachada neoclásica.
Pero ya sabemos que la magia de un teatro –sobre todo, de este tipo de teatros que son, a la vez, testimonio de la Historia y fábrica de nuevas creaciones- reside mucho más allá de su poderosa arquitectura y de la pervivencia, que aquí se cuenta de a siglos mejor que en años. Son las obras que allí se representan en casi 300 funciones anuales, el prodigio de los artistas que escribieron capítulos inolvidables (por caso, María Callas o Carla Fracci) y las nuevas generaciones que recogen sus legados lo que hace que la Scala de Milán sea una de las salas más importantes no solo de Italia sino de todo el universo de la ópera y el ballet.
¿Hay mejor modo que conocerla que desde las entrañas? Es un privilegio internarse en sus pasillos, perderse por los subsuelos, detenerse a ver un ensayo y, de frente al escenario, comprender cómo el telón separa dos mundos: de este lado, entre terciopelos rojos y ornamentos dorados, hay una sala orgullosa de transmitir el paso del tiempo en cada detalle; detrás de la cortina están la maquinaria y el despliegue humano de talentos que permite hacerla brillar.
Con 28 años recién cumplidos, la argentina María Celeste Losa pronto alcanzará una década en el cuerpo de baile de la Scala de Milán. Platense, hizo en Buenos Aires los inicios de su carrera profesional con Iñaki Urlezaga –de adolescente, en Ballet Concierto, y luego en la Compañía Nacional- hasta que a los 19 decidió “probar afuera”. De su primer viaje a Europa ya no regresó. Ni bien hace contacto visual, despliega esa sonrisa grande, tan grande que la caracteriza, sin desconcentrarse del ensayo de El lago de los cisnes en el que trabaja con el primer bailarín Timofej Andrijashenko. El clima es de intimidad: en esa salón pequeño y cálido, bautizado con el nombre de la inolvidable Carla Fracci, las parejas principales pulen sus roles a las órdenes de una figura internacional, Massimo Murru (quien fuera partenaire de otra musa extraordinaria, Sylvie Guillem). A los 52 años, se lo reconoce a Murru con la admiración que evoca su trayectoria, pero también por los movimientos e intervenciones que hace cuando, por ejemplo, toma el lugar “Tima” para mostrar una levantada. Losa dirá que él es de esos maestros que siempre tienen “la corrección justa”, además de “una cuota de humor sarcástico que permite crear un ambiente relajado”, pero sin quitarle un ápice de seriedad a la tarea. Se entiende cabalmente esta idea cuando, agitando sus propios brazos de humano, señala: “No hay plumas ahí, yo sigo viendo las manos” y corrige el port de bras del cisne que debería ser fiel al movimiento animal desde el hombro hasta la punta de los dedos. Detrás del piano, se revela la presencia de otro argentino de larga data en el teatro, el pianista Marcelo Spaccarotella, que le da vuelta a la página a la partitura de Tchaikovsky para continuar con Delibes.
“¿Se armó hoy un team argentino?”, bromea el gran Manuel Legris, director del Ballet de la Scala, y saluda sonriente mientras se seca la transpiración. Es que el mismísimo étoile francés, en un estado físico envidiable, acaba de terminar la barra de la clase está dictando el exbailarín del Teatro Colón Alejandro Parente. Por un momento, viene a la mente una escena de hace 25 años: Murru, Legris y Parente, en un mismo salón -la Rotonda del Colón-, preparando Notre Dame de París, de Roland Petit. La memoria dibuja una vieja foto. Ahora en calidad de maestro invitado, Parente se mueve como pez en el agua en el salón Cecchetti, el más grande de todos, frente a unos cuarenta bailarines de la compañía. Hace un mix de inglés, italiano y francés para expresar lo que quiere de la técnica y de la interpretación. Marca saltos y giros que él mismo despunta -como si extrañara-, pero también señala la intención más sutil: “Balla con la testa, con gli occhi”, les pide, casi un ruego.
La mañana sigue con la pareja estelar que forman Timofej Andrijashenko y Nicoletta Manni, ajustando un dúo de Coppelia. Desde el minuto uno de su historia de amor, ellos se convirtieron en celebrities: él le propuso casamiento a la vista de todos en la Arena de Verona, con un testigo superstar, Roberto Bolle, y tuvieron una gran boda frente a las cámaras el año pasado.
“Nunca, nunca para”
De la mano de Celeste, que tiene un break de casi dos horas hasta el siguiente ensayo, se inicia entonces un viaje a través del tiempo. Francine Garino aguarda en el descanso de la escalera que da al primer piso de palcos y alza la voz para saludar por encima de la célebre “Habanera” de Carmen. Es una mujer apasionada por transmitir los secretos que hay detrás de cada cosa que se ve, se oye, se toca y algunos aspectos increíbles de lo que pasaba aquí mismo a finales del mil setecientos. “Muchas cosas ocurren al mismo tiempo en este teatro. Lo que escuchamos proviene de un concierto en el foyer que habitualmente usan los espectadores ubicados en los palcos durante los intervalos, pero también sirve para presentaciones de libros, conferencias y diversas actividades”. Para ampliar la noción de simultaneidad, la anfitriona –que está en la Scala desde 1998: fue bibliotecaria y coach de francés para cantantes, antes que guía- hace un racconto del día: “El teatro nunca, nunca para. Ahora se está ensayando en el escenario una ópera que no es la misma que se verá esta la noche. Y esto es posible porque los trabajos que se hicieron detrás del telón cuando la Scala estuvo cerrada hace veinte años nos permitieron tener tres y hasta cuatro producciones al mismo tiempo entre ópera, ballet, conciertos, recitales. Así que estamos con La Rondine, de Puccini, los ensayos de Cavalleria rusticana y Pagliacci, y hoy estrenamos Guillermo Tell. Durante una semana, por ejemplo, puede haber shows todas las noches y, en total, hay que contar entre 270 y 300 performances en el año”.
Lo más impresionante de pensar que el teatro fue construido en 1778 es que las paredes originales se pueden tocar y, de alguna manera, es como palpar la historia. “Te imaginás cuántas personas y quiénes estuvieron aquí, y esa es la razón por la que este lugar es tan especial”. Es cierto: hay muchos teatros modernos en el mundo, incluso más grandes y bonitos, pero éste es especial solo por su historia, que se percibe en el aire. “Aun cuando no esté pasando nada en el escenario, sentís algo especial. Veamos si funciona”, propone Francine, y con las dos manos abre las puertas del palco real. Esa privilegiada ubicación es hoy exclusiva para el presidente, gente de la política o invitados especiales que, si no asisten, dejan las sillas vacías, porque aquí no hay tickets a la venta. Sujetadas de la baranda, la vista es perfecta en todas las direcciones, y trae una respuesta inmediata: en la sala caben 2030 personas. Y cuando levantamos la mano del terciopelo, sorprende que no haya quedado marcada una huella: “Cuando el teatro se cerró en 2001, fue principalmente por razones de seguridad. No sé si recuerdan que en 1996 la Ópera de Venecia, La Fenice, fue destruida por un incendio. Acá tuvieron miedo de que pudiera pasar algo parecido, entonces decidieron chequear en qué estado estaba el edificio y se llevaron una sorpresa horrible, porque se dieron cuenta de que no seguía las normas de seguridad, que era un lugar peligroso, así que encararon los trabajos necesarios, cambiaron telas por todos lados y emplearon materiales que al mismo tiempo fueran perfectos para la acústica, como estos terciopelos sobre los que normalmente un simple dedo dejaría la marca. Es ignífugo y no absorbe el sonido”. Con la modernización, llegaron otros detalles que hacen la diferencia en la experiencia del público y conviven con la tradición que impera en la sala, como las pantallitas ubicadas al frente de cada butaca que permiten leer los subtítulos de las óperas sin distraerse del escenario, y en diferentes idiomas a elección.
Los palcos originales son todo un capítulo aparte. Fascinante. “¿Pueden ver aquellos que con espejos por dentro? Vamos”, invita la guía. Desde que la Scala fue construida y hasta 1920, los palcos pertenecían a familias de la nobleza, que los adquirían de una vez y para siempre, y podían hacer con ellos lo que quisieran. El espacio interior es realmente pequeño y en un recorrido se aprecian notables diferencias entre ellos. “Hay dieciocho boxes del lado izquierdo y otros tantos del derecho”. El N° 7, por ejemplo, pertenecía a la familia de Luchino Visconti. Tiene una decoración dorada alrededor de la puerta y unos espejos, sencillos. Desde ahí siguieron a Maria Callas, que desde la temporada 1951-1952 pasó a estar estrechamente identificada con las producciones dirigidas por Visconti.
Sobre la ambientación personalizada de los palcos, Francine cuenta que, como en un edificio de departamentos, mientras la parte exterior y las áreas comunes fueran iguales para todos, por dentro cada uno podía darle la personalidad y el uso que quisiera. “Usualmente ponían varios espejos, por vanidad, sí, pero también para ver lo que pasaba alrededor. Recordemos que no había televisión, no había Internet, ¡pero igual había que estar al tanto de lo que pasaba! De esta manera podías espiar perfectamente a tu vecino, sin que te viera chismorrear”, cuenta con gracia. Sobre el rol social que el teatro tenía entonces, amplía: “Hoy venimos, compramos un ticket, vemos el espectáculo y volvemos a casa, pero en el pasado el palco era tuyo, podías instalarte cada noche, o de día, aun si no había función. Podías hacer negocios, reunirte a hablar de política o tener una cita amorosa, con la disponibilidad de cerrar una pequeña cortina y convertirlo en un lugar realmente privado. Incluso durante una función”. Celeste abre los ojos sin poder creerlo: esto último es como un jaque mate a la concentración de los artistas y al mismo tiempo una decepción. Además, hasta comienzos del siglo XX la luz se mantenía encendida durante la actuación. “¡Qué bueno que eso haya cambiado! -dice-. Debe haber sido horrible estar cantando o bailando, dando lo mejor de vos, mientras la gente está en otra, y vos ahí, como de fondo”.
Al lado de la puerta del palco N°9, la bailarina argentina da la pauta del tamaño que tenía la gente de la época. Esbelta, en sus 1,75 metros –sobre las zapatillas de punta puede ganar todavía diez centímetros más–, Celeste casi llega al marco de la puerta. “Podía haber bailes de máscaras, desfiles de caballos, corridas. Tenemos un dibujo de fines del siglo XVIII con un toro acá abajo –dice Francine, mirando la platea-. Pero cuando Toscanini llegó, puso algunas reglas”. Nombrado en 1898, el célebre director permaneció en el cargo durante una década. “Hoy no podemos comer, no podemos movernos durante el espectáculo, hay un mayor respeto, pero antes aquí ponían una mesa, seis sillas, ¿se imaginan?”
A medida que se acercan al escenario, los palcos se van reduciendo y la visión, también. Para la experiencia del espectador del siglo XXI, estas ubicaciones tienen el valor inigualable de retrotraernos al pasado –por ejemplo, el palco N°13 conserva el piso original de 1778 y una pintura con ángeles y flores en el techo- y pueden ser geniales si estamos entre conocidos, pero con extraños... chocarían las rodillas entre sí. “Sería una buena forma de hacer amigos”, nos reímos. Todas cosas que hay que tener en cuenta para no sentirse un poco decepcionado si se compran entradas: lo que buscamos hoy es completamente diferente de lo que querían en el pasado. Finalmente, bien cerca del escenario –tanto que, con la perspectiva, una buena parte no se alcanza a ver- ingresamos a un palco enorme, con chimenea (“¡por eso los teatros se incendiaban!”) y hasta una puerta secreta para entrar y salir sin ser visto. Desde allí, se alcanzan a apreciar los gestos en la cara de los artistas, “respirás con ellos”, y el sonido no es perfecto porque estás literalmente encima de la orquesta, pero “es como estar físicamente en la música”. Eso también es único.
La visita continúa cuatro pisos por debajo del escenario, en un subsuelo al que pocos tienen acceso. De hecho María Celeste Losa se sorprende: “Nunca había hecho un tour así por todo el teatro y en algunos escondites te perdés”. Detrás de un enrejado tipo jaula, se prepara el inmenso árbol de la escenografía de Guillermo Tell para viajar dieciocho metros hasta la superficie, en el centro mismo del escenario. Entonces, a un solo toque de botón, suena la alarma, se detiene en seco el ajetreado ritmo del backstage y el piso se abre como una gran compuerta. Todo el mundo, quieto en su lugar, ve primero emerger las puntas de las ramas, luego el tronco y, en pocos minutos, el nuevo set está colocado en su sitio. Al segundo toque de botón, ya está cada quien de vuelta en sus quehaceres, como si aquí no hubiera pasado nada.
Atravesamos un sector con sogas de cáñamo, típica escena del tramoyista, que deja entrever que la tecnología de punta aún se combina con recursos más artesanales. “Este pasadizo no lo conocía. Nunca vengo por acá”, vuelve a sorprenderse la bailarina, que chequea si en un vestidor portátil estacionado en un pasillo encuentra alguno de los trajes de usará las próximas funciones. Este domingo, por ejemplo, estrenará La Bayadera de Rudolf Nureyev, una obra que la tendrá alternativamente como solista y en un rol de primera bailarina, el de Gamzatti, con el coreano Kimin Kim.
Bailar en el Colón, sigue siendo un sueño
Justamente los ensayos de esta obra emblemática del repertorio, que transcurre en la India, toman la agenda del turno tarde de Celeste, y cierran un día completo de LA NACION en el teatro con la bailarina. En el camarín, los temas de conversación se disparan en todas las direcciones: del “detox digital” que experimentó en una escapada a una playa paradisíaca en Filipinas a su deseo de bailar en el Teatro Colón, un asunto pendiente; de la dicha de vivir y trabajar en una ciudad que es una usina de estímulos a la importancia que los teatros implementen estrategias para atraer a nuevos públicos. “Ahora la Scala tiene entradas muy económicas, desde 10 y 20 euros arriba de todo. Sin embargo, mucha gente todavía me dice: “Ah,¿bailás en la Scala? ¡Qué lindo, pero es carísimo, no se puede ir!”
-¿Cómo se percibe a diario el hecho de trabajar con un staff de figuras que son o fueron parte de la mística de esta casa?
-Tener estos bailarines de renombre con nosotros en el día a día es como sentir que te pasan un legado. Cuando Murru cuenta cosas de Silvie [Guillem] yo me quedo, ¡Wow!, con la boca abierta. O Legris trayéndonos las obras de Nureyev de primera mano. Para mí es algo completamente lejano pensar en Rudolf Nureyev, porque lo he visto siempre de videos. Hablar, así, con alguien que lo vivió, es increíble.
-El Ballet de la Scala tiene aceitada una dinámica de trabajo parecida a la que veíamos hace un rato con las escenografías: a la mañana trabaja una obra, a la tarde otra y a la noche hace la función. ¿Cómo se lleva ese training y qué le pasa al físico?
-A veces es difícil, pero te vas a acostumbrando. Sí es súper importante que uno sea igualmente bueno en algo moderno; para mí son cosas que se complementan. Ir hacia el contemporáneo, por ejemplo, te hace sentir partes del cuerpo que en las posiciones tan correctas del clásico no llegas a sentir. Y ayuda muchísimo. Hace poco trabajé con William Forsythe en una creación y me pasó esto: imaginate, quería absorber todo como una esponja. Después, cuando volví al clásico mi cuerpo se movía mejor, es como que te soltás más.
-En agosto comenzará tu décima temporada en La Scala. Llegaste a Milán en 2015. ¿Cómo fue ese camino?
-Pasó muy rápido y al mismo tiempo es como si hiciera una vida que estoy en la Scala; me siento a la par de mis compañeros que hicieron toda la academia acá, me siento parte de una familia, en mi lugar. Yo venía con experiencia de Argentina, pero siempre obviamente se adquiere más y se crece. Cambiar de maestros y coreógrafos todo el tiempo es muy bueno y vienen muchos invitados tan distintos que vas sacando un poquito de cada uno, detalles, correcciones. Fueron casi diez años de hacer creaciones, aprender ballets que nunca había bailado, roles que te van formando. Me siento sólida, nutrida.
-¿Es una compañía que integra fácilmente a los extranjeros?
-No me costó tanto. Desde que entré me dieron roles de solista y después los principales. Obviamente al principio no me miraban bien, porque de repente había gente que estaba esperando... Pero me fueron conociendo y aceptando. Un poco de competencia hay, pero sana, digamos.
-Y ahora, como solista, estás esperando un ascenso a la categoría de principal. ¿Te genera ansiedad este momento?
-Es algo que espero hace mucho tiempo, entonces me encantaría que suceda. Se tiene que liberar un puesto [explica una compleja trama administrativa].
-¿Cómo se trabaja la cuestión psicológica mientras tanto para mantenerse fuerte y estimulada?
-Una vez hablé de esto con Marianela [Núñez]. Ella me dice que disfrute los momentos, el recorrido, y tiene razón. El tema de las etiquetas es, lamentablemente, algo de la sociedad: necesitás o querés llegar para mostrarte con un título hacia afuera, pero en realidad lo que vale es lo que vos hacés. Y yo hago casi todo como una bailarina principal, trabajo a la par, me siento como ellas. Es solamente el reconocimiento, el nombre. Trato de disfrutar cada cosa que bailo.
-Es social, pero la categoría debe repercutir salarialmente también.
-Sí, y además el bailarín principal por cada función tiene un extra. Yo tengo una subida de nivel [el pago por la diferencia de rol], pero no el extra. Entonces hago lo mismo que un principal, pero cobro menos.
-¿Sigue siendo entonces el próximo desafío?
-No sé si es un desafío, porque lo que sé hacer lo muestro cada día. Un desafío, por ejemplo, fue hacer El lago de los cisnes por primera vez, ahí mostré otro lado mío. Lago es consagratorio, hacés un upgrade. Es intenso también y está considerado el más difícil de los clásicos. Ahora lo tengo en el bolsillo.
-Como un as.
-Sí, fue como decir: estoy acá. Ahora me faltaría un extra. Aparte me siento respetada por la compañía, por mis compañeros.
-La rueda giró y lo que antes era una singularidad, o a veces una dificultad, se convirtió ahora en un valor. ¿Están de moda las bailarinas altas?
-Sí, pero también es cierto que tienen que conseguir un bailarín alto. Para mí siempre fue natural ser alta, no sentí que por la estatura no pudiera hacer esto o lo otro. Sé de mucha gente que sí, pero yo nunca me sentí demasiado alta. Mido 1,75, no sé cuántos centímetros más sobre las puntas, pero calzo 40, así que calculá. De chica me acuerdo que mi maestra, Lilian Gióvine, me decía: “Tenés que moverte rápido, en los saltos, las baterías”. Tenía que ir a la par que una chica que era la mitad que yo, y me insistió tanto que lo fui naturalizando, porque ¿si ella lo hace, por qué yo no? No quiere decir que una porque sea alta se mueva más lento.
-¿Y con los partenaires?
-Hay muchos bailarines altos. Nicola [Del Freo], con quien suelo bailar, me dice que le quedo alta en las piruetas de dedo, que se tiene que estirar un poco, pero nos encontramos súper bien juntos. Una vez tuve que bailar con un chico mucho más bajo que yo, algo moderno, y fue un desafío, pero se pudo. En Argentina también bailaba con David Gómez, que no es tan alto, hicimos cosas juntos en La Plata.
-¿Extrañás la Argentina?
-Extraño a mi familia, intento ir una vez al año, generalmente en agosto. Extraño eso, mi vida familiar allá, mis amigos de danza, pero nunca desde que me vine dije “me quiero volver”. Los domingos, cuando al principio estaba sola, sin asado y familia… Tengo dos hermanos, una hermana, siete sobrinos, y cada vez que voy trato de agrupar a todos. Bailar allá es algo que extraño; la última vez, en 2019, fue para la gala de Buenos Aires, en el Teatro Coliseo. Ahora tengo un proyecto [participará de dos funciones de El lago de los cisnes de Jorge Amarante en el Teatro Astral y en el Coliseo Podestá, de La Plata, el 14 y 16 de agosto]. Lo que me encantaría sería ir a bailar al Colón, un sueño que quiero cumplir. Me encantaría tener la oportunidad de ir a bailar allá en los momentos que estoy libre acá.
-¿Cómo es tu vida fuera de la Scala?
-Tengo poco tiempo y muchas puntas para coser, porque a veces me duran un día y hay funciones que uso dos pares. Entonces coso y coso hasta hacerme un stock de 30 pares y entonces recién ahí, paro. Vivo con mi novio, que también es argentino, así que estamos acá juntos (al principio éramos novios a distancia). Me gusta salir con amigos; es muy rica la ciudad y siempre está en movimiento, hay de todo para hacer, del Salone del Mobile a la Fashion Week: ¡me encanta la moda! También empecé a tocar el piano de manera autodidacta y estoy viendo para tomar clases; también me gusta dibujar, hacer cosas relacionadas con el arte: siempre voy a museos, acá las muestras se renuevan todo el tiempo. Y viajar, cada vez que puedo: tengo amigas argentinas en compañías por todo el mundo y eso es genial.
-¿Se genera una conexión especial entre las bailarinas que están afuera?
-¡Un montón! Te sentís en la misma situación: estás en casa, afuera de tu casa. Cuando charlamos es bárbaro porque nos pasan cosas similares.
-Tenés una vida dinámica en tus redes sociales, donde no solo te mostrás como bailarina, sino toda tu variedad de intereses.
-Me gusta mostrarle al público cómo soy, cómo es la bailarina del teatro, pero también cómo soy yo, Celeste. Por ejemplo, mostrar qué como para que vean que no es solamente ensalada. Quiero compartir esa parte, desestructurar un poco la figura de una bailarina, que vean mis intereses, lo que hago día a día, un poco del backstage: cuando me maquillo, cómo coso las puntas.
-¿Y cuál es el feedback, eso qué te vuelve?
-La gente se sorprende, no sabe cómo funciona: “¡Ah, te maquillás vos!” o “¿Tenés que coser las puntas?, ¿cuánto te duran las zapatillas?” Cosas así me dicen, que si no se las cuentas a alguien, no se ven fácilmente. Les encanta saber eso.
-De tantas redes, te fuiste a hacer un detox.
-Lleva mucho tiempo: para preparar un video tengo que quedarme después del ensayo una hora más. Obviamente que lleva trabajo, porque lo hago yo misma. Si hoy quiero subir algo, lo subo; si mañana no quiero subir, no subo. Trato de hacerme un plan, un calendario, pero si no lo cumplo no pasa nada. Pasé tres días en Filipinas sin nada de teléfono y, de verdad, tenés otro tiempo, otra interacción, te das cuenta de que esto genera adicción, porque si tengo cinco minutos libres... ¡me voy a Instagram!
-Además de la vida digital, ¿qué otras cosas características de la época que nos tocan vivir sentís que te atraviesan o te interpelan: desde el feminismo a la cultura de la cancelación?
-Me gusta que en el ballet no hubo mucho cambio: siempre el rol femenino fue como preponderante. Me parece bueno resaltarlo, como algo que se puede llevar a otras disciplinas, mostrarlo como un poder. Cuando tengo que hacer roles fuertes me encanta, porque es una manera de mostrar al público, y no solo al público, todo el mundo, cuán fuerte puede llegar a ser una mujer.
-¿Y al revés, en títulos como El corsario, cuando de pronto el ballet aparece como “cuestionado” desde la mirada de esta época?
-Trato de verlo como una reliquia, porque si me pongo a pensar en que son esclavas o que realmente fue cierto algo así, es una locura. Y pienso, qué bueno, al mismo tiempo, que las cosas hayan cambiado tanto, ¿no?
-Otras polémicas surgieron en la danza con la guerra de Rusia.
-Creo que ahí hay un error, hay que separar las cosas. También está la disyuntiva de Giselle: si se pinta o no se pinta de blanco; yo no lo veo así, está todo bien que tengas otro color [de piel], pero no me parece una discriminación. Siempre fue así, ¿por qué se tiene que cambiar? Sino hagamos otro ballet y me parece perfecto. No es que sea cerrada, pero me parece que hay que separar un poco las cosas.
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