Una obra de danza que se apropia de la gestualidad canina y sale de la cucha al encuentro con el otro
El sábado, Celia Argüello reestrena un trabajo coreográfico que dio sus primeros pasos en 2018; después de sus funciones en el FIBA, en febrero, “Cucha” inicia una temporada en El Galpón de Guevara
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El teatro El Galpón de Guevara está ubicado en el barrio de Chacarita. Alrededor hay otras salas que como esta -que empezó a funcionar hace una década- están dando los primeros pasos en esta etapa de funcionamiento con un aforo del 70 por ciento. En el gran escenario de El Galpón, cuatro bailarines de extremo talento y amplia trayectoria ensayan una propuesta coreográfica que decidieron llamar Cucha. En el ensayo del lunes por la tarde, se obsesionan con pulir cada movimiento, buscar el mínimo gesto, desprenderse de todo este mundo que empezó a tomar forma cuando nadie imaginaba una pandemia global. En medio de sacudón radical, ellos están pendientes de la más compleja síntesis gestual. “Cucha es el espacio donde conviven instintos y modos de reconocimiento. En una época marcada por la quietud y el encierro ¿Dónde escarbar movimiento?”, se preguntan. Y la pregunta en sí misma se convierte en el vector de esta búsqueda regida por los movimiento caninos.
El ensayo sucede bajo la atenta mirada de Celia Argüello, directora de Cucha. Celia es una premiada creadora e intérprete, gestora de obras como Villa Argüello o Proyecto Diógenes (en donde estaban casi todos los nombres de esta obra) y bailarina de propuestas que llevaron la firma de Silvio Lang, la francesa Mathilde Monnie o de Silvina Grinberg. Cucha, tal vez, se trate del primer estreno en la escena alternativa porteña de un obra de danza contemporánea en esta nueva etapa de cambios permanentes producto de la situación sanitaria. El trabajo que, se podrá ver desde el sábado, a las 20, da cuenta de ese complejo tránsito.
En escena están Pablo Castronovo (el actor de tantas obras de Ciro Zorzoli, el bailarín de obras de Leticia Mazur y Luis Garay), Andrés Molina (creador de la obra Categoría mosquito o el que hizo la coreografía de Petróleo), Macarena Orueta y Samanta Leder (otras dos bailarinas que han pasado por la Bienal de Arte Joven como por reconocidos montajes). Esos cuatro cuerpos adoptan una gestualidad canina bajo la marcación permanente de Celia y de Santiago Piva, colaborador creativos y asistente general.
Cucha tuvo varias etapas, derivas, pausas, mutaciones. En el 2018, en Casa Sofía, comenzó esta indagación con Pablo y Andrés como intérpretes y Celia, en la dirección. Fueron algunos encuentros y una función como muestra de esa indagación que estaba dando sus primero pasos (caninos, claro). Ni recuerdan ya cómo se llamó aquello. “Una de perros, supongamos”, recuerda en un bar de Chacarita parte del grupo (Macarena Leder tuvo que partir rápido a dar una clase). Con el tiempo, aquella indagación quedó relegada. Intentaron retomarla, pero no. Buscaron financiación, pero tampoco. Quedó guardada en una cucha imaginaria. En un momento de esta (pre)historia, Celia Argüello y Pablo Castronovo terminaron viviendo juntos. Y vino un “detalle”: la pandemia. “La cuarentena nos encontró mirando por la ventana con cara de perro, esperando que pase el tiempo, buscando el sol cuando había”, recuerda ella. También recuerda que le dijo a Pablo: “Che, esto es recucha. Hagamos algo”. Y acá están, haciendo algo. No tenían ni un perro ni un gato en la casa que habitaban, pero compartían la ternura que les generaban esos animales. Y coincidían en la admiración hacia los perros por la “pureza en sus gestos y esa falta de maldad como algo sumamente genuino, sin filtro alguno”, como expresa Andrés Molina quien, con Castronovo, ensayan una obra que se estrenará en el Teatro Nacional Cervantes para su centenario y una residencia artística de Diana Szeinblum (la misma creadora los dirigió en Adentro!).
La pausa pandémica hizo que se retomara el proceso reafirmando que el material tenía más sentido, más vigencia, más motivos para llevarlo a escena. Sumaron dos bailarinas al trío original porque pensaron que dos bailarines en escena podrían desprender sentidos que no eran el foco. También como signo de género. Ya con el nuevo equipo vinieron los encuentros en modo Zoom compartiendo textos sobre el encierro, referencias, materiales. Eso fue un proceso de tres meses hasta que, en octubre, por fin, se volvieron a ver las caras. A los apuros, se presentaron a la convocatoria del FIBA, que tuvieron que armar en poco tiempo porque, de hecho, desde el momento del anuncio de la convocatoria a su cierre hubo nada de tiempo. Pasaron del modo pausa al trajín. Ganaron la convocatoria y mostraron la obra en Planta Inclán durante el llamado festival internacional devenido en festival de verano. Fueron dos funciones como una prueba, un ensayo. Ahí ya se llamó Cucha hasta que, en marzo, otra vez a la cucha.
“Si antes la obra respondía a algo instintivo ligado al cuerpo y al impulso, el material empezó a tener que ver con el espacio, con el lugar, con la idea de cucha”, señala la exquisita coreógrafa cordobesa. “Con todo lo que vivimos el año pasado, las imágenes, la relación con los cuerpos, con el acercamiento cambiaron. Hubo que reconfigurar a las escenas y a las imágenes porque adquirieron otro sentido, todo cambió -suma Castronovo- Por otra parte, se hizo más evidente la precarización de nuestra actividad, el vínculo con los lugares en los cuales nos presentamos y nuestra realidad como trabajadores del arte del movimiento. Todo tiene más peso, más significado, más importancia”. El registro de época es uno de los gestos de Cucha. De eso se hace cargo la misma propuesta. “No es volver a hacer lo que hacíamos, imposible. La pregunta de lo que hacemos, de cómo vamos a recibir al público, de cómo será ese reencuentro son cosas inevitable de pensar en estos momentos”, concuerdan.
Ya cuando hicieron esas esas funciones en el marco del FIBA en Planta Inclán percibieron la emoción del público en salas. Tuvieron varios comentarios de espectadores sobre “la emoción de volver a ver cuerpos vivos en vivo”. “Es que -como apunta Macarena Orueta- algo de la pregunta sobre lo que hacemos y para qué lo hacemos tienen que ver con el intercambio con el público, con el volver a abrir esa relación”. En esta especie de volver a empezar comenzaron a jugar otras variables. “Después de un año y medio de parate se produce una indudable reconfiguración sobre la pregunta de qué se pone en juego a nivel sensible en el encuentro con el otro”, suma su impresión Santiago Piva.
Tan evidente es la situación sanitaria que, durante la propuestas, los intérpretes usan el barbijo en momentos de cercanía entre ellos o con el espectador, como en otras se permiten sacárselo. Cucha rompe la cuarta pared siempre tomando los recaudos necesarios. De hecho, Daniel coquetea con ese acercamiento al espectador en medio de una escena en el que los otros le van marcando aquello, que no, que no se puede, que no debemos hacerlo. Es una forma de repensar ese vínculo. “Mas allá del barbijo, la protección o el uso del alcohol la idea es ver más allá de protocolos, el punto es que las domesticaciones de la sanitización no maten la relación afectiva entre público y artistas. La obra intenta habitar esa pregunta porque no sabemos cómo seguir haciendo obras”, reconoce en modo honestidad brutal Celia Argüello.
Cucha no remite la idea de castigo, de sanción. El espacio cucha apenas está delimitado por dos paredes que ellos van moviendo durante la obra. Ese mínimo espacio tiene algo de hogar, de calidez, de lugar a habitar. “Nos mandaron a la cucha y los que tuvimos la suerte de tener un hogar también allí se reconfiguraron afectividades como la relación entre al adentro y afuera. Eso influye en todo. La cucha de un perro puede ser el lugar de penitencia, pero también de resguardo, de algo orgánico en el cual tu cuerpo puede descansar. Ese mínimo gesto es el que tratamos de rescatar”, reconoce la gestora de esta propuesta coreográfica que se fue despojando de elementos de vestuario y como llevando a su síntesis al diseño sonoro hasta llegar a esta versión que estará todos los sábados en el enorme espacio del Abasto.
“La distancia con lo doméstico trae miedo y esperanza. Perder el rumbo entrena nuevos sentidos. Lo que nos lleva hacia la cucha, lo que nos saca de ella se vuelve territorio de posibilidad”, aseguran ellos.
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