Una ceremonia de solos que expone el genio y las influencias de un coreógrafo impar
Vertical de Oscar Araiz. Coreografías: Renate Schottelius, Dore Hoyer, O. Araiz. Música: Gustav Mahler, Mauricio Kagel, Padre Rafael Anglés, Dimitri Wiatowitsch, Claude Debussy. Vestuario: Renata Schussheim. Iluminación: Roberto Traferri. Video: Matías Otálora. Textos: Sara Sedler. Intérpretes: Antonella Zanutto, Yamil Ostrovsky. Producción: Karina Battilana. Dirección general: Oscar Araiz. Teatro El Nacional. Próxima función: 2 de noviembre.
Nuestra opinión: Excelente
En 1967, a los 56 años y en el entonces Berlín Oeste, la gran bailarina y maestra Dore Hoyer ponía fin a su vida; uno de sus más devotos discípulos, el argentino Oscar Araiz, cifró en la desgarradora partitura de Mahler “Tengo un cuchillo al rojo vivo” el desahogo de su propio dolor en una coreografía tan breve como inolvidable. Hoy esa preciada gema de su vasta producción resurge para integrarse en el armado de Vertical, un espectáculo en el que el coreógrafo, respaldado por su permanente colaborador Yamil Ostrovsky, condensa prodigiosamente la estética de los afluentes fundamentales de la danza moderna y contemporánea en la energía y el refinamiento de una intérprete esencial: Antonella Zanutto.
Después de la exhibición introductoria a rojo pleno con que Ostrovsky ensaya un atípico tango (la base sonora es un implacable Kagel, áspero, provocador) en la “estampa” de un anticompadrito, el espectáculo cambia de luz y de tonalidad; a partir de ahí la figura sutil y envolvente de Antonella Zanutto adquirirá un carácter excluyente: todos los ojos del mundo confluirán en cada uno de las líneas, los giros y los impulsos que Araiz trazó en un cuerpo de mujer que, desde la escena, se retrotrae a los diseños más amados de una danza que ya casi no se ve.
Hay coreógrafos –se sabe- que a medida que suman producciones y ganan “cartel” apelan a partituras cada vez más altisonantes, y a compañías numerosas destinadas a vastos espacios. Otros, en cambio, van concentrando sus concepciones en gestos y despliegues mínimos, para alcanzar una esencialidad poética que se resuelve en dúos y en solos. Fue así con Dore Hoyer, la insoslayable maestra alemana que dejó huella a su paso por la Argentina de los años 1950 y 1960. También, con su compatriota Renate Schottelius, pionera de la danza moderna en este país, cuyo legado formativo hay que asociarlo al de su contemporánea Ana Itelman. De ahí al advenimiento de Oscar Araiz y Noemí Lapzeson (ambos, nacidos en 1940) hay un paso, en el que también deslizan sus influencias otras gigantes, como Martha Graham y Mary Wigman. Todos, maestros y continuadores, respiran un Zeitgeist común, confluyen de distintas maneras en este Vertical, suerte de tributo ceremonial en el que Araiz alcanza una instancia definitiva en una producción sostenida, el más importante aporte coreográfico individual a la danza de América Latina.
En el devenir escénico se suceden cuatro secciones o bloques. Todos, en formato de solo. A “Malandra” (el irónico cuadro tanguero en el que Ostrovsky “persigue” y abraza los sonidos de Kagel) sigue “Anonimamatum”, un extraño poema de Sara Beatriz Sedler leído por ella misma, y que deja espacio a “Reminiscencias”, el tramo más complejo de la obra, que incluye otros cuatro subcapítulos, el primero de los cuales (“Aria”) rescata una página de Schottelius, a la que sigue la mencionada elegía de Araiz por la muerte de su maestra (sobre la canción Ich hab’ein glühend Messer de Mahler, retitulado “Dolor” por el coreógrafo). Las dos restantes resurgen del ciclo Afectos humanos, de Hoyer; las variaciones sobre una mesa que ejecuta Zanutto, magnificadas en una proyección “replicante” en blanco y negro rezuman la impecable fluidez de una intérprete excepcional.
El encuadre de proyecciones de Otárola, como esa hilera de finos gránulos que desciende desde la parrilla (todo en esta obra es “vertical”), adquiere una incidencia insoslayable; ese “hilo” óptico reproduce la arena que, desde una bolsa, caía sobre el cuerpo desnudo de Noemí Lapzeson en su pieza But There Is Another Shore, You Know?, y que roza virtualmente el refinado despliegue de Zanutto.
La bailarina, adoptando la misma pose con que Nijinsky iniciaba su emblemático Preludio a la siesta de un fauno, inicia el último solo de la obra, cuyo título también remite a Lapzeson (su compañía “Vertical Dance” se basaba en la “poesía vertical” de Roberto Juarroz); con “Tanagra” (así rebautizó Araiz el preludio de Debussy) se cierra una velada de mágicos descubrimientos y circunvoluciones de una figura que, en su vuelo estético, reencuentra una danza que ha dejado de verse y que reclama renacimientos más frecuentes. Eso sí: un cuerpo y un talento como el de Antonella Zanutto generan o “pronuncian” el lenguaje de Araiz en una simbiosis raramente repetible.
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