Tamara Rojo: "Es difícil ser directora y seguir bailando, pero yo estoy en paz"
Quería ser arqueóloga. O estudiar chelo. Siempre le interesaba algo más, pero su deseo de convertirse en bailarina era una constante. "Me gustaría vivir cuatro vidas al mismo tiempo. Tengo curiosidad por otras cosas", dice la española Tamara Rojo, una mujer que pisa fuerte sobre el mapa de la danza hoy, cuando mira a la distancia a aquella niña que fue. Es que al ballet tenés que dedicarte por completo si querés llegar lejos. Y ella lo hizo. Con una trayectoria que, vista desde aquí, es tan excepcional como el perfil que delineó y las inquietudes que la mueven, a los 45 años todavía se para sobre las puntas, aunque como intérprete ya está "en paz". En cambio, al frente del English National Ballet (ENB) vislumbra múltiples desafíos. Desde que asumió como directora, en 2012, revolucionó no solo la histórica compañía, de la que fue primera figura antes de hacer su carrera estelar en el Royal Ballet de Londres, sino que también sacudió la escena británica: creó un nuevo jugador, competitivo, innovador, que el mundo entero mira ahora –si no es con un poco de envidia– con gran admiración.
Inteligente, temperamental, formada. "Enamorarse de ella era inevitable", había confesado a LA NACION el mexicano Isaac Hernández, bailarín principal del ENB y pareja de Rojo, después de que el romance fuera noticia y superaran la incómoda situación que sobrevino. Tamara inclina el torso hacia adelante, los codos apoyados sobre las rodillas; las cejas, arqueadas: es una conversadora atenta. En el camarín del teatro de Guadalajara donde se hace la entrevista, antes de salir a escena en la gala Despertares, celebra por anticipado el inicio de la temporada 70 del ENB, que comenzó hace pocos días con la mudanza a un edificio propio: una inversión millonaria que quedará anotada entre sus logros. "Está en un barrio que solía ser pobre, donde hay más mezcla racial, y es así a propósito, para dar oportunidades", resalta sobre la sede en London City Island, una zona recientemente gentrificada al este de la ciudad.
Se preocupa por que el arte logre reflejar el tiempo que vivimos. "Hay veces que nadie entiende lo que pasa en un ballet". En parte por eso, una de sus principales líneas de trabajo se trata de comisionar creaciones como la magnífica Giselle del coreógrafo Akram Khan. "No estamos destruyendo, estamos construyendo", explicaba a un auditorio poblado de jóvenes mexicanos en busca de "Historias que inspiran". "Uno siempre tiene que saber de dónde viene y también hay que evolucionar".
Si, de alguna manera, tomar riesgos es un aspecto característico de su gestión, la primera decisión en la vida que le implicó algo semejante fue salir de su país. "No habría tenido la carrera que tuve si no hubiera dejado España". Multipremiada (un resumen de su cosecha incluye al Benois de la Danse, los Laurence Olivier, la Orden del Imperio Británico, el Príncipe de Asturias a las Artes), dio el salto a la dirección cuando entendió que había que "salvar" al Ballet Nacional de Inglaterra.
–¿Por qué te propusiste "salvar", como vos decís, al English National Ballet, cuando tu carrera como bailarina no estaba terminada?
–Digo salvarla, sí, porque esa era la situación. Luego de la gran crisis financiera había un recorte muy grande de presupuesto. En Inglaterra tenemos un Consejo de las Artes, que recibe el dinero del gobierno, pero es una organización independiente de la política. Y transparente. Ellos tenían que decidir cómo repartir esa plata, que era menos que antes, entre cuatro compañías clásicas muy grandes: el Royal, el Northern, Birmingham Royal y English National Ballet.
–¿Todas esas compañías tienen financiamiento público?
–Todas, pero ninguna al cien por ciento. Nosotros, por ejemplo, tenemos un tercio de nuestro presupuesto que proviene del Estado, otro tercio es de taquilla y el resto es financiación privada. Y tenemos una obligación de éxito y de encontrar ese aporte privado para mantener tal proporción. Entonces, en esa época el perfil de la compañía no estaba bien.
–¿Por qué? ¿Cómo era?
–Estaba anticuada, sin calidad, sin identidad propia; se había quedado estancada en el pasado. Por su repertorio y el estilo en el que se presentaba ese repertorio, incluso por la imagen de la compañía: hasta las fotos eran en blanco y negro. Entonces se dijo que la iban a cerrar y yo sabía lo importante que era una compañía que lleva el ballet a ciudades adonde no hay; que hace trabajo social, con niños, con ancianos. Sabía qué se podía hacer.
–También sabías lo que hacía la competencia, porque fuiste primera figura en el Royal Ballet. Un repertorio similar al de Covent Garden no tenía mucho sentido.
–Claro. Había un espacio artístico en el mercado para una compañía mucho más rompedora, que tomara riesgos, más creativa.
–Y te nominaste.
–En Inglaterra todos los cargos de compañías que tienen subvención pública tienen que salir a concurso. Es un proceso transparente, en el que uno presenta un proyecto para cinco años, lo cual es bueno para el que va a dirigir porque realmente te hace pensar sobre cómo vas a hacer lo que querés hacer y para quién.
–¿Y cuál fue ese concepto "rompedor" por el que te eligieron?
–Cuando fue el concurso, todavía quedaba financiación para dos años, así que la transformación debía ser muy rápida. Lo primero fue comisionar obras a quienes estaban haciendo los grandes espectáculos de danza en mundo: Russell Maliphant, Akram Khan (que hizo Dust) y traje un clásico que nadie más estaba haciendo en Reino Unido, El corsario de Anne Marie Holmes, pero lo cambiamos con ella para que fuera más moderno; parecía más una obra de teatro que un ballet. Empecé a cambiar la dinámica.
–Y la idea de dónde poner el dinero, porque comisionar nuevas obras es una inversión.
–Era un riesgo con conciencia, estaba apostando por grandes artistas y por grandes obras. Hice mi primer programa de coreografías femeninas: yo había bailado 20 años en el Reino Unido y nunca había hecho un ballet de una mujer. En ese proyecto estuvieron Annabelle López Ochoa con su obra sobre Frida Kahlo, la coreógrafa china Wang Yabin [con She Said] y la canadiense Aszure Barton, que Baryshnikov eligió para su instituto de ballet.
–Decís "tiene que haber bailarines con cultura amplia". Hablemos sobre tu formación.
–En 2014 presenté mi tesis sobre "La psicología del bailarín de elite". Hice la carrera de Artes en la Universidad Rey Juan Carlos y seis años después, el doctorado. Mi primera intención era entender por qué había gente con talento que no llegaba al éxito, digamos, y otros que sí. Usé unos tests psicológicos que habían desarrollado para los equipos olímpicos. Pero la parte que más disfruté fue la investigación histórica sobre cuando la danza se volvió una profesión. Eso me encantó porque en Francia, por ejemplo, sucede en un momento, y en Rusia, en otro, en ambos casos por una revolución. Y sobre cómo se desarrolla una profesionalización digna.
–¿Sentís que esa formación te preparó como directora?
–No es eso nada más, pero sí me dio un conocimiento más amplio, porque muchas veces tenemos que enfocarnos tanto en el lo físico y lo técnico que no tenemos el tiempo para educarnos. Hice un programa para aspirantes a directores artísticos, en Ipswich, donde te enseñan management, marketing, traen speakers de fútbol. Como es un grupo de gente que quiere ser director se dan unas conversaciones muy interesantes sobre qué es el ballet hoy, cuál es el lugar que ocupa en la sociedad, qué diferencias hay cuando manejás un financiamiento cien por ciento público, mixto y cuando no lo hay, y cuál es el impacto en la creatividad. Aparte, el programa me eligió para hacer de sombra de Karen Kain, la directora del Ballet de Canadá, entonces durante unos meses estuve allí también aprendiendo. Al final, Canadá siempre está [Rojo nació en Montreal, en 1974].
–Formás parte de una generación de estrellas que en los últimos años pegó el salto a la dirección. Por citar algunos ejemplos que van de Aurélie Dupont en la Ópera de París y ahora Joaquín de Luz en la Compañía Nacional de Danza de España a Igor Yebra en el Sodre de Uruguay o Paloma Herrera en el Colón argentino.
–Es cierto y esto no era así en la década anterior, pero antes sí era normal que alguien como Nureyev pasara de ser una gran figura a la dirección. Por qué dejó de suceder es más interesante que por qué ocurre otra vez. Hubo una época en la que las compañías de ballet estuvieron en manos de aquellos que tenían el tiempo para seguir los pasos para llegar hasta ahí y generalmente los bailarines de elite no lo tenemos.
–Tu caso es más excepcional, porque dirigís sin haberte retirado de los escenarios.
–Sí, es más raro, y es difícil, uno tiene que ser honesto con uno mismo, tiene que ser generoso, tiene que estar en paz con la carrera que hizo como bailarín y no tener aún aspiraciones.
–¿No tenés aspiraciones como bailarina?
–No, como bailarina cada actuación es un regalo que disfruto. Todavía soy una persona perfeccionista y con dignidad, pero ya no tengo ese hambre. Me preocupa más cómo me miro al espejo todos los días. Y estoy en paz. Retomando, entonces, tiene que haber una preparación para que el salto del bailarín a la dirección no sea un salto al vacío: hay bailarines que dependen de vos y no solo del repertorio, sino de cómo administrás y la forma en que los juzgás. Yo sigo estudiando: ahora tengo una mentora, Dana Caspersen, la mujer de William Forsythe, que me aconseja y me enseña a manejar situaciones que no son fáciles.
–¿Tomaste esa decisión a raíz de la crisis del año pasado en la compañía [cuando sobrevinieron críticas a raíz de su relación sentimental con un bailarín de la compañía]?
–No, siempre me interesa seguir mejorando. Entonces sucedió lo que tenía que suceder, porque yo había llegado y cambiado la compañía muy rápido, fue radical: pasaron de bailar cuatro ballets a hacer seis producciones (de las cuales dos son triple bills), con 140 actuaciones al año, y a trabajar con coreógrafos contemporáneos. Y pasamos a una estructura donde la jerarquía es casi plan: si aquí viene Akram Khan a hacer una pieza da igual que seas primera bailarina o cuerpo de baile, él elige y todos audicionamos, incluida yo. Para alguna gente fue imposible y cuando vieron que en vez de revertirse esto iba tomando velocidad, un grupo de personas utilizó las armas de hoy: las redes sociales, el anonimato…
–¿Llegó a un plano legal?
–No, pero llegó al Consejo de las Artes. Y fue muy bueno que pasara porque enseguida ellos pudieron decir públicamente cómo se estaban haciendo las cosas. Y se fueron 15 personas.
–Los problemas de la época se metieron en la compañía: fake news, el lugar de la mujer, el #MeToo.
–A mí eso me parece bien. Lo primero que exijo a mis bailarines es que tengan voz propia, una opinión, que en un estudio de ballet no sean pasivos receptores de instrucciones, que haya diálogo; fui la primera que quiso representar la sociedad adentro de la compañía y creo que es bueno. Lo que sucede es que a veces eso se puede usar para intereses propios y uno tiene que estar preparado para que eso suceda.
–Reflejar el tiempo que vivimos es hacer esta Giselle, de Akram Khan. ¿Hasta dónde se estira un clásico sin que se rompa?
–Depende de la calidad del clásico. Lo que hace al clásico es la sustancia, que el asunto que trata sea relevante en cualquier época de la humanidad. Si verdaderamente es así, como Giselle (que tiene que ver con la justicia social, la diferencia de clases, la traición, el amor, el perdón, la vida y la muerte) podés hacer con eso lo que te dé la gana, siempre que respetes esos fundamentos. Para hacer la obra pasamos semanas simplemente hablando de cuáles eran esas sustancias. Desenterramos todo, sacamos las flores y llegamos al centro.
–Deconstruir y reconstruir.
–Exacto. Y eso puede ser siempre y cuando el corazón de la pieza tenga esa fortaleza.
–¿Giselle fue la mejor apuesta que hiciste en estos años?
–Depende de lo que consideremos importante. Dust es muy importante. Hicimos Nora, basada en Ibsen. Pero desde el punto de vista del impacto, sí, Giselle es el que más logró.
–Luego están las producciones más espectaculares, como una Cenicienta en redondo, que está más cerca del gran show. ¿Pensás un mix entre las dos cuestiones?
–Es un poco como en un museo. Yo soy el curador. Y tengo que ver no solo un año (porque preparo de a tres años). Primero, lo que es el alimento para los artistas, para conseguir que sigan desarrollándose. Cenicienta in the round no es solo un espectáculo para los demás, es trabajar con Christopher Wheeldon.
–¿Son obras exclusivas para el ENB?
–Sí, es parte de lo que cambié. En el ambiente del ballet las compañías son productoras de una obra que tres años después el coreógrafo vende al mundo entero. Y después se preguntan ¿por qué las compañías no tienen identidad? Porque el producto no es exclusivo. Estas obras son exclusivas para nosotros por diez años, un tiempo que nos permite crear identidad y recuperar la inversión. Podemos alquilarlas si consideramos que es un negocio apropiado.
–Como un bien.
–Exacto. La hemos pagado. Y si tomás un riesgo y a los tres años todo el mundo se beneficia con ese éxito, pero cuando es un fracaso nadie comparte la responsabilidad, no puedes seguir invirtiendo en coreógrafos. Esto se tiene que retroalimentar. Un éxito de Akram Khan me permite a mí darle oportunidad a un coreógrafo nuevo.
–¿Cómo te hace sentir que la pequeña revolución que estás haciendo no sea en tu país?
–Me da lástima por mi país que no haya la estructura pública ni legal ni transparencia para que las artes en general puedan convertirse en la indus-tria que son en el Reino Unido. España es excepcional, con artistas excepcionales, pero son todos Quijotes de la Mancha luchando contra los molinos de viento que son las instituciones. Cada vez que cambia un gobierno, cambia un ministro de Cultura y lo que quieren hacer; cada cargo público se nombra a dedo. Eso no puede ser.
–Muchos países tenemos ese problema entonces.
–La cultura no florece así. Hay una razón por la cual las industrias creativas en el Reino Unido producen billones de libras al año y millones de puestos de trabajo. En un país como España, que tiene tanta creatividad, tantas tradiciones maravillosas, tanta danza, tanta música, tanta poesía, tanta literatura, tanto teatro, ¡tanto! Si algún gobierno tuviera la claridad de juicio de entender que lo peor que pueden hacer es intentar controlarlo, que lo que tienen que crear son instituciones libres y apoyarlas, que sean transparentes, con leyes que ayuden al patrocinio privado, a las compañías para que tengan responsabilidad de ser innovadoras, de cumplir sus objetivos; si alguien tuviera algún día ese valor, España sería para mí una de las potencias del mundo. Como México. Como Argentina.
CON FRANKENSTEIN REGRESA AKRAM KHAN
Referente ineludible de la danza contemporánea desde comienzos de este siglo, Akram Hossain Khan es un bailarín y coreógrafo inglés. En una relación que cada vez se estrecha más con el English National Ballet, para el año que viene ya prepara su próximo estreno. Basado en Frankenstein y Pigmalión, la pieza involucra una reflexión sobre otro tema actual. "Estamos en un momento en el que es posible crear vida y formas de inteligencia que potencialmente serían superior a la humana –razona Tamara Rojo, la directora de la compañía que volverá a confiar en el creador de ascendencia bangladesí–. Esa misma potencialidad se creía cuando se escribió Frankenstein. Entonces, se estaban haciendo las preguntas filosóficas necesarias para eso; la ciencia se desarrollaba y la sociedad cuestionaba: ¿esto se debe hacer? ¿Es éticamente correcto? ¿Y si esta nueva creación sucediera, qué sería, nuestro esclavo, nuestro igual o un superior? Estas mismas preguntas se debería estar haciendo ahora mismo la sociedad cuando se puede hacer casi un ser humano a partir de un tejido y se desarrolla inteligencia artificial. Elon Musk anunció que van a empezar a implantar chips en los cerebros de las personas para bajar los pensamiento a dispositivos como un teléfono. ¿Es eso correcto, no deberíamos hablarlo como sociedad y preguntarnos por la ética de esa posibilidad? Vamos a cuestionarnos esto desde el escenario". Se estrena en abril.
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