Poderosa versión de cámara de una Giselle siglo XXI
Giselle. Ballet en dos actos. Música: Adolphe Adam. Coreografía: Jorge Amarante. Por la Compañía Jorge Amarante, con Sofía Menteguiaga, Facundo Luqui, Tomás Carrillo, Analía Sosa Guerrero, Iara Fassi y Ludmila Galaverna en los roles principales; María Eugenia Pommorsky, Lorena Sabena, Marcone Fonseca, Nicolás Scianca, Federico Nahuel Cáceres Iglesias, Gastón Bongiovanni, Sofía Sciaratta, Ingrid Molea, Agostina Sturla, Guadalupe Ojeda Chaparro. Diseño de luces: Martín Rebello. Realización de vestuario: Stella Maris López. Producción general: Karina Battilana. Duración: 80 minutos. En el teatro El Nacional, Corrientes 940. Próxima función: 14 de abril.
Nuestra opinión: Muy bueno
¿Cómo se reinterpreta un clásico en el siglo XXI? ¿Cuándo una nueva versión de una historia universal logra adquirir un peso autoral? ¿Qué nos quiere decir Giselle a pocas horas del Día de la Mujer, en una Argentina que lamenta femicidios casi a diario?
El sábado se estrenó en la avenida Corrientes Giselle, de Jorge Amarante, dos años después de que el coreógrafo argentino se metiera con similares intenciones a rescatar a otra figura femenina emblemática del ballet, Carmen. Y más allá de la palpable emoción que significa volver a las salas atravesando la pandemia y también de ese sentido de “re-unión” que flotaba en el aire del Teatro El Nacional, el estreno de esta obra con visión y lenguaje contemporáneos fue per se una muy buena razón para poblar la platea.
Cuando se abre el telón no está la típica casita ni la populosa aldea vecina del Rin; tampoco vendrá luego el despliegue de un cuerpo de baile de largas filas ni máquinas de humo para viajar al más allá. Nada de eso. Apenas unas flores, vestiditos de colores vivos, solo tres parejas y un deliberado tono infantil hacen a la austeridad del primer acto. Y cuando la puesta es despojada, se sabe, los cuerpos y el movimiento potencian su protagonismo.
Con un vocabulario más bien lúdico, muy “amarante” –cuando un nombre propio puede emplearse como adjetivo es que ha construido una identidad–, la obra deja en manos de la música la responsabilidad de narrar. Es que esta Giselle emplea la misma famosa partitura de Adam del ballet original, estrenado en París en 1841. Todo tiene su lugar en esa partitura: el encuentro, el juego, la traición, la muerte y después. Y no hay spoiler: excepto por algunas novedades –una madre hiper religiosa (Sosa Guerrero, puro carácter), un embarazo (el de Bathilde, Galaverna), la ausencia explícita de la nobleza, aunque no de la diferencia de clases–, no hay recreación argumental. El relato refiere siempre a aquella jovencita enamorada que descubre el engaño de su amado y deja la vida para redimirlo, más tarde, en un mundo espectral. Sin embargo, al tratarse de una versión fuera de época y lugar determinado, además de actualidad la versión adquiere otro cariz y dinamismo.
En el comienzo Facundo Luqui es un Albrecht en bermudas, aniñado, más tierno que astuto; de segundas posiciones generosas, hombros alados y torso serpenteante. Ensambla muy bien con las líneas largas de Sofía Menteguiaga, bailarina experimentada en cambiar de registro, que está de regreso (primero al país y ahora a los escenarios), razón para celebrar. Todos adoptan la plasticidad como lenguaje primario. Amarante trabaja sobre los atributos de muy buenos bailarines de formación clásica –los roles principales están a cargo de integrantes del Ballet Estable del Teatro Colón–, estilizados, técnicos, a los que de algún modo les cambia el libreto, los hace hablar en otra lengua, los baja de las puntas y los incita a la actuación. No hacen falta grandes saltos y piruetas imparables para que un ballet impacte.
Nada de aquella aparente inocencia del primer acto queda en la impactante segunda parte, que trabaja más cerca de los elementos del género de terror que del cuento de hadas. Tampoco está aquí la lápida, apenas un arco de cenizas como gesto inequívoco trazado sobre el piso negro. Aunque conserven esa apariencia etérea que es cita ineludible del romántico, la intención de estas Willis es mucho más visceral. Son todo lo vaporosas que la organza blanca de sus vestuarios transmite, pero reptan, se abren de piernas, exhiben el puño cerrado; amenazan con estrangularte o degollarte. Impolutas, se cruzan con los vivos –en contraposición, siempre vestidos de negro– que pretendan llorar a estas mujeres que fueron maltratadas. Iara Fassi, como la inefable Mirtha, está al frente de un séquito de apenas seis Willis de actitudes monstruosas. No menos implacable que la original, su actuación es para destacar.
Luqui y Menteguiaga tienen en el segundo acto dos bellísimos dúos: en el primero, cuando se reencuentran en esa fantasmagórica frontera entre los vivos y los muertos, son dos seres que apenas se puede tocar. En el segundo, un beso sobre la mano que tapa la boca lo dice todo.
Versión de cámara para 16 intérpretes, al revés de los grandes clásicos que con el paso del tiempo se “recortan”, esta Giselle está hecha para crecer (en cantidad de bailarines, en funciones, incluso en puesta en escena). Es, de alguna forma, otro ejemplo de que en buenas manos las obras maestras pueden cambiar, estirarse sin romperse, ir más allá y seguir resistiendo, 180 años después.
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