Onegin viene de visita directo desde su casa: de Stuttgart al Teatro Colón, sin escalas
La obra maestra de la danza del siglo XX, que en los años 60 creó el coreógrafo John Cranko en la compañía alemana, regresa esta noche al escenario del primer coliseo, con el Ballet Estable; la tradición y el legado, del libro de Pushkin a nuestros días
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En palabras de Dostoievski, pronunciadas en 1880 antes de la inauguración de un monumento en honor al poeta, “Pushkin es un fenómeno extraordinario, tal vez un fenómeno único del alma rusa”. Y en la opinión de muchos críticos, Eugene Onegin, por más que esté escrita en verso –ocho capítulos, organizados en cantos, estrofas de rigurosa métrica–, es la primera novela rusa. Fuente de inspiración de innumerables artistas, Tchaikovsky encontró en el momento en que Tatiana –protagonista de esta historia– escribe su carta de amor el fuego inicial para componer la partitura de la célebre ópera. En la segunda mitad del siglo siguiente, la obra se convertiría en un ballet narrativo fiel al libro, que sigue invitando a la relectura. Es esta pieza en tres actos, con coreografía de John Cranko, la que vuelve a presentar a partir de esta noche el Ballet Estable del Teatro Colón. Un regreso que viene de las fuentes y que, como siempre, genera gran expectativa.
Alexander Pushkin (Moscú 1799-San Petersburgo 1837) había comenzado a escribir la trama en 1822, durante un destierro al sur del país que se le impuso fruto de su “insolencia”. La tarea le llevaría casi una década. Antes de su boda con Natalia Goncharova, una muchacha más joven, “aristocrática y algo frívola”, con quien tendría cuatro hijos, logra ponerle punto final doscientas páginas después. Muy bien resume la biografía y este contexto de época Luis Gregorich en el prólogo a la edición de Corregidor de Eugenio Onieguin (así lo traduce), la que se consigue más fácilmente hoy. Vale la pena ahondar en la propia historia del autor para entender la burla que le jugaría el destino: igual que Lenski, uno de los personajes centrales de su novela, Pushkin muere a los 37 años en un duelo, a punta de pistola (en este caso no la de Onegin sino la del francés D’Anthès, que insistía en cotejar a su mujer). Dos días agonizó el poeta. “Quedaba el sentimiento de una muerte inexplicable e innecesaria, y el vasto convencimiento de que había interrumpido una carrera creadora que hubiese alcanzado con seguridad dimensiones extraordinarias”.
¿Hace falta ahondar, además de en la obra, en la vida del autor para hablar del ballet que ciento treinta años después transformaría al libro en libreto de una obra maestra de la danza? ¡Por qué no! En principio, se justifica porque allí mismo comienza un juego de espejos entre autor, narrador y personaje. Escribe Pushkin en un pasaje de la novela para desmentir versiones: “¡Flores, amor, vida rústica, ocio, campos! Soy vuestro fiel devoto. Me alegra poder marcar esta diferencia entre Onieguin y yo, para que algún lector burlón o cierto redactor de intrincadas calumnias, comparando nuestros rasgos no repitiera luego, desvergonzadamente, que estas estrofas esbozan mi propio retrato, como hacía Byron, el poeta de la soberbia”.
Decíamos que el libreto fue perfecto para que en 1965 –con una versión definitiva presentada dos temporadas más tarde– el coreógrafo John Cranko concibiera el ballet que hoy se admira en todo el mundo. Cranko, sudafricano de cuna y británico en su inicial trayectoria de bailarín, pronto se dio cuenta de que lo suyo era la creación. El Ballet de Stuttgart fue una inmejorable usina para sus ideas y, en virtud de ello, la compañía se convirtió en una referencia internacional. Contar historias de hombres y mujeres de carne y hueso, atravesados por emociones, fue su fuerte. Muchos aseguran hoy y con razón que en sus ballets “se entiende todo”, tanto que dada su extraordinaria habilidad no es necesario la lectura.
Sin embargo, y volviendo al libro que es el germen de la alquimia, como una enciclopedia de su tiempo, comidas, juegos, viajes, vestidos y ritos de la vida social rusa componen el marco para el retrato de Onegin: un hombre de San Petersburgo que, aburrido del estilo de vida de la alta sociedad y hastiado de los placeres, se relaciona con el joven poeta Lenski. “Se conocieron la ola y la roca, la poesía y la prosa; la llama y el hielo (…) Empezaron a encontrarse durante sus diarias cabalgatas y pronto se hicieron amigos inseparables”. Es junto a él que el protagonista, soberbio en sus formas, comprueba que en el campo reina el mismo tedio que en la ciudad cuando acepta acompañarlo a casa de los Larin, donde viven dos hermanas campesinas. Lenski está enamorado de la menor, Olga. Respecto de la mayor, Tatiana se enamora de Onegin a primera vista. En rechazos sucesivos y a través de cartas que hieren como puñales se va tejiendo entre ellos la historia de un amor dos veces no correspondido.
Denominación de origen
Al igual que un auténtico scotch que solo se puede embotellar en Escocia o el coñac cuya producción se limita a cierta región de Francia, esta obra también tiene “denominación de origen”. De Stuttgart, podríamos decir lisa y llanamente directo desde “su casa”, llega este Onegin que se verá a partir de hoy, por nueve funciones y en cuatro repartos. Personalmente el director de la compañía alemana viajó para ajustar cada detalle del montaje. Tamas Detrich aprendió la obra desde los 17 años en el mismo cuerpo de baile que continuará liderando por otro nuevo periodo de cinco años, hasta 2028. Muy joven –cuenta a LA NACION en un alto de los ensayos– asumió el papel de Lenski, codo con codo con la gran musa de Cranko, Marcia Haydée, y Richard Cragun en los roles protagónicos.
Evocando a ese bailarín que fue, Detrich se acuerda cuán emocionado estaba en su debut en el Colón –y también “asustado” por esa inclinación que tiene el escenario hacia la platea, característica que en primera instancia lo hace temible para cualquier forastero–. “Lo que más recuerdo de bailar en este increíble teatro, que es sobrecogedor en su tamaño y su belleza, fue después de la actuación, cuando ya sin el maquillaje y listo para salir, uno tenía que atravesar el escenario y estaba todo completamente desnudo. Solo una luz en el centro. La magia del momento se había ido, pero habían sido tres horas llenas de adrenalina y emoción, tan agotadoras y a la vez tan hermosas. La realidad de lo que fue y lo que es. Qué agradecido estoy de ser artista. ¡Poder transmitir todo el conocimiento a una nueva generación es realmente un regalo!”, se explaya.
Como coach, por su puesto, su visita lo pone en otro lugar de jerarquía a la hora de este regreso. “Diría que tengo la responsabilidad de ser honesto y fiel a la coreografía de Cranko y de darle al artista cierta libertad de interpretación. Mi objetivo nunca es hacer una copia carbónica de cómo lo bailó Marcia; quiero ver que las personas comprenden los roles y que los están bailando haciéndolos suyos”. Y luego compara: “Es como un cuadro que está enmarcado, uno se atreve a ir más allá de los bordes de ese marco, pero solo un poco”, explica, reafirmando esa noción de rigurosidad a la coreografía combinada con la misión de mantener al ballet fresco y vivo. “Hay una diferencia entre hacer solo pasos o bailar, hablar a través del lenguaje de la danza. Esto es lo que aprendí a lo largo de mi increíble carrera con el Ballet de Stuttgart”. Ante la pregunta final sobre una posible vuelta a Buenos Aires para, después del drama, montar la comedia de Cranko, admite Detrich: “Sí, hay una idea de que la compañía baile La fierecilla domada. Sería un desafío maravilloso”.
Dos españoles en Stuttgart
Una pareja de invitados se alternará con los bailarines del Colón en los roles principales durante las funciones. Españoles ambos, ya tuvieron por separado un encuentro previo con el público de la ciudad: la valenciana Elisa Badenes (de 30 años) actuó en el mismo Teatro Colón durante la gestión de Maximiliano Guerra (a quien conocía de cuando el argentino había montado su Quijote en Stuttgart). El catalán Martí Fernández Paixá (27), en cambio, participó de una Gala Internacional de Ballet en el Coliseo, a dúo con otro talento local de exportación, Daiana Ruiz (como el paranaense Ciro Mansilla, solista en la compañía alemana que aquí nos ocupa). Vienen ahora con el impulso de unas reparadoras las vacaciones –todavía en Europa sigue el receso de verano– y durante esta conversación con LA NACION advierten sorpresivamente que sí, que es la primera vez que protagonizarán un ballet completo juntos. “Es verdad. Ahora que lo pienso, ¡sí qué es raro! “, exclama Badenes.
En la conversación aparecen todas las palabras claves de Onegin y su galería de personajes. Sobre el linaje, la responsabilidad y el respeto de mantener vigente el legado de Cranko, no hay nada más elocuente que cuando aseguran “respirar la atmósfera” de los ‘60. En la sala donde trabajan a diario cuelgan las fotografías de entonces; los artistas que les enseñan a depurar la interpretación de un rol como una gema lo hace de primera mano: estuvieron allí. “¡Son los mismos estudios donde se creó y se baila cada año –se admira él–. Allí se va pasando la información. Empiezas haciendo los papeles de figurante, de cuerpo de baile, y luego vas por todos los roles hasta llegar al principal”.
En la última década, Badenes y Fernández Paixà transcurren por la misma senda que mencionaba su director: es decir, antes que Tatiana y Onegin, fueron Olga y Lenski. Parece ley de la naturaleza que cuanto más jóvenes, más empatía causan los papeles de la chica romántica y el poeta soñador. Cierta madurez, en consecuencia, resulta intrínseca al momento de dar el salto y abordar los principales. “Por mucho tiempo hice Olga y me identifiqué muchísimo, por mi carácter, cómo la gente me veía; era entonces muy fácil para mi bailarlo. Pero cuando cambiás al papel de Tatiana, ya mayor, con más experiencia, es difícil volver atrás, a esa inocencia. Psicológicamente lo veo complicado”, reflexiona Badenes, y su compañero encuentra también que esa transformación interior, que corre en paralelo del paso del tiempo cronológico plasmado en la caracterización, es un gran desafío al que responder en escena. “Creo que es enriquecedor cómo en diferentes momentos de la vida podemos hacer distintas Tatianas –retoma ella–. Cranko tiene esa cualidad: te deja margen para representar cómo eres, y creó este ballet en el que tienes que ser persona en vez de bailarín”.
Es como si te dijera “deja de bailar y vívelo”, recoge el guante un entusiasmado Fernández Paixà, quien recién en la temporada 2021 ascendió a la categoría de principal y se estrenó como Onegin. “Llevaba tantos años esperando –revela–. Cuando de chico la profesora de mi pueblo [Montroig, en Tarragona] me mostró un video, con Marcia Haydée y Tamas como Lenski, me sorprendí porque era diferente de la idea que se tenía de un ballet, ya sabes, decenas de bailarinas de tutú. Era algo que no había visto nunca, como una obra de teatro bailada, y por eso para mí fue tan esperado. Espero poder representarlo muchas veces más.”
PARA AGENDAR
Onegin en el Teatro Colón, Libertad 621. Por el Ballet Estable, con dirección de Mario Galizzi, y la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con la batuta invitada de Tara Simoncic. Funciones hasta el 11 de septiembre. Entradas desde $ 600. Domingo 4, a las 17, la función se transmitirá por streaming en la página web del teatro y cuentas de sus redes sociales oficiales.
- Repartos memorables
Tras el estreno en 1979, Onegin se incorporó al repertorio del Ballet del Colón en 1994, memorable ocasión con Raúl Candal y Silvia Bazilis: fue la despedida de una pareja extraordinaria. Luego vinieron Maximiliano Guerra y Alessandra Ferri (1996), Alicia Amatriain y Jason Reilly (2011), Marianela Núñez y Alejandro Parente (2016) y varias parejas de la casa que hasta hoy lo siguen interpretando: Federico Fernández y Camila Bocca (esta noche, 3 y 6 de septiembre); Juan Pablo Ledo y Natalia Pelayo (9 y 11); Gerardo Wyss y Ayelén Sánchez (2, 8), y los invitados Elisa Badenes y Martí Fernández Paixà (4 y 7).
- Breve identikit, para empezar, según Pushkin
Onegin. Erudito y pedante. No, no era feliz. Pronto se hartó del alboroto mundano. Fue apoderándose de él un mal, algo parecido al spleen inglés, la clásica jandra rusa (un estado de hipocondría).
Tatiana. Huraña, melancólica, callada. Desde temprana edad tuvo afición a las novelas. Pasaba el día sola.
Lenski. Joven poeta, ingenuo, romántico, simpático. Guapísimo, en la flor de la juventud. Traía ideas liberales. De espíritu fogoso, rico y buen mozo. Un novio en potencia.
Olga. Discreta y obediente, alegre, ingenua, “grata como un beso de amor”.
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