Mauricio Wainrot: "No soy dueño de la razón, pero soy dueño de lo que a mí me gusta"
Sobre el escenario se alinean tres turbinas gigantes, con las aspas quietas. Por ahora. Frente a ellas, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, Mauricio Wainrot se mueve como pez en el agua. Poco se parece al hombre que homenajearon allí mismo el mes pasado, que con bastón y voz quebrada agradecía los honores, mientras comenzaba a dejar atrás, lentamente, la larga recuperación de una cirugía de cadera con complicaciones. Ahora, el bastón se queda en un costado, bromea con el fotógrafo y también le cuenta en tiempo récord, con su característica y aguda sensibilidad, las cosas más terribles. "Pasaron diez años desde que enviudé. ¿Sabés lo que fue recuperarse?" Deja flotando la respuesta en el aire. Parece mentira: se cumple una década ya desde que murió Carlos Gallardo, un 21 de diciembre, en la ruta a Córdoba. La tempestad, obra que el coreógrafo remonta con el Ballet Contemporáneo, tiene escenografía y vestuario originales del artista plástico. Está basada en Shakespeare, claro, y se trata de una lucha que no tiene nada que ver con estos otros vendavales más personales que lo movilizan hoy. Aquí y ahora, el tema es Próspero, la envidia, la búsqueda de poder llevada al extremo: un hermano tira al otro al mar, con su pequeña hija, para que mueran. Pero se salvan. Lo que importa, también, es la magia. Y, sobre todo, las ganas de Wainrot de rearmar la vida artística que un poco le arrebató la política.
"Me gusta la idea de trabajar más en la Argentina, porque fuera del San Martín y del Colón con la única compañía que trabajé fue con el Ballet de Salta", cuenta sobre los planes en el corto plazo. En 2019 tiene confirmado un mix bill con piezas de su repertorio en el Teatro Bicentenario de San Juan y el estreno para el Sodre, en Montevideo, de su célebre Carmina Burana. "¿Sabés con qué se retiró Igor Yebra de la Ópera de Burdeos? Con El Mesías", se enorgullece. El primer bailarín español, que desde este año dirige la compañía oficial de Uruguay –donde Wainrot ya puso Un tranvía llamado deseo, a pedido de Julio Bocca –, conoce bien las creaciones del argentino: también interpretó Chopin N° 1. Entusiasmado, el propio Yebra confirma que Carmina será en marzo y que, por primera vez en mucho tiempo, el coro, la orquesta y el ballet volverán a estar juntos, del otro lado del río.
"¿Por qué Próspero es así en esa escena? Estuve pensando y escribiendo sobre el tema de las adaptaciones de las obras que ya están escritas, que tienen un argumento –reflexiona Wainrot–. En la danza, cuando decimos Romeo y Julieta queremos decir que hay una versión libre de las motivaciones de la obra de Shakespeare".
–¿Pero las intenciones son narrativas?
–Totalmente. Ahora, ¿cómo contás los conflictos de Próspero con su hermano, que es una lucha de poder, una cosa de todos los días, acá y en el mundo. En La tempestad, que es como el testamento de Shakespeare, el personaje principal, el duque de Milán, puede ser cualquier presidente de cualquier país; yo lo asocio con Checoslovaquia, que tuvo al escritor [Václav] Havel como presidente; un intelectual como presidente marca la diferencia con otros presidentes o presidentas. En la obra, su hermano no puede creer que ame los libros, la astrología, que eduque a su hija mirando las estrellas; todo eso me dio muchas ideas para desarrollar los contrastes que tiene el poder.
–¿Y cómo es la traslación de todo ese sentido al movimiento?
–La obra original tiene nueve hombres y una mujer. Yo inventé roles y también puse otros de los que se habla en el texto, pero que no aparecen, como Sycorax, la madre de Calibán, una bruja que pelea con Próspero (que también es un mago). Son esas libertades que uno se toma. Es muy difícil decir que esta es la obra de Shakespeare: está basada en, después uno vuela.
–Es una casualidad que hagas La tempestad en un año de tormentas personales.
–¿Tormentas mías o del país? Son casualidades. Este año hubo una tempestad en teatro también, como en 2006, cuando estrené la obra, que Alfredo Alcón la hizo en el San Martín.
–Te referías a las tempestades del país y del poder. ¿Qué te dejó la gestión política?
–Me encantó. Yo soy un tipo muy ayudador: lo aprendí de mi papá y de mi mamá, que vienen del partido socialista judío de Varsovia. En mi casa hubo siempre una cosa de mucha generosidad. No tengo ninguna vergüenza, al revés: me siento orgulloso de haber nacido en un conventillo con cuatro piezas y cuatro familias, ocho adultos y ocho niños con un baño. La cocina era a leña. Y había una vaca enfrente que se ordeñaba.
–¿Dónde quedaba el conventillo?
–En Villa Crespo, a la vuelta del Conventillo de la Paloma, de Vaccarezza. Mis viejos no tenían plata, pero nos llevaban a la Facultad de Derecho a escuchar conciertos, o al Parque Centenario a ver ballet, o a eventos que había en esa época. Volviendo a la gestión, yo, que he trabajado con 50 compañías de todo el mundo y montado más de 200 espectáculos, he conocido a tantos embajadores y agregados culturales que cuando entré en la Cancillería todo el tiempo me decían: "¿Te acordás de mí?". Lamentablemente había mucho menos dinero que en la gestión anterior.
–Pero la Dirección de Cultura en la Cancillería fue un cargo netamente político.
–Conocí a Macri hace doce años, antes de que asumiera como jefe de gobierno de Buenos Aires, en casa de un amigo en común. Ahí nos encontrábamos gente de la cultura; a mí me interesaba poder conseguir cosas para nuestro colectivo, el de la danza. Iba y participaba. Era ese momento con el Teatro Colón cerrado, y había tantos conflictos. Un día me llama Mauricio, que le había gustado mucho algo que había dicho, y me manifiesta que quería que estuviera cerca. A mí me pareció bien, porque si le interesa la cultura era un punto de partida importante, porque nuestro país es un semillero. Después, cuando ganó las elecciones, tuvimos unas charlas con Horacio Rodríguez Larreta y luego con él: me querían como ministro de Cultura de la ciudad. Yo les dije que iba a ayudar, pero quería quedarme en el San Martín como coreógrafo.
–¿Y no te tentaron en estos últimos años de cambios de ministros de Cultura en la ciudad?
–Estuvieron tentándome, pero yo ya estaba en la Cancillería, y no era bueno irme, ni para mí, ni para Mauricio, ni para Horacio.
–Hace 12 años, cuando conociste a Macri, te pareció que le interesaba la cultura. ¿Y ahora qué te parece?
–Macri es una persona curiosa, que quiere aprender. Tengo toda la certeza de eso. No puedo decir de ninguna manera que no le interesa la cultura. Esta gestión renovó todo el Teatro Colón, hizo el 25 de Mayo, la Usina del Arte, el Teatro Rivadavia... En la ciudad han hecho cosas y otras no, como el Teatro Alvear, que lamento en el alma. Pero [la semana pasada] Enrique Avogadro anunció que empieza la obra.
–Entonces no saliste decepcionado de la política.
–No. Se acabaron los cargos políticos, nos sacaron a todos. Al poquito tiempo Mauricio me ofreció irme como agregado cultural a Bélgica, pero yo estaba recién operado.
–Si no, ¿te hubieras ido?
–Sí, adoro Bélgica, un país donde viví tantos años: durante once fui coreógrafo oficial del Ballet Real. Bélgica es como un amor mío, muy fuerte. Adoro Bruselas. Trabajé con Maurice Béjart, con el Ballet Real de Valonia... Tengo casi la misma cantidad de obras montadas allá que acá.
–¿Así que la propuesta está en stand-by?
–Presenté un certificado médico y en este momento estoy muy abocado a rearmar mi vida artística. No voy a decir que soy un desocupado; soy free lance, como lo fui durante 15 años cuando viví entre Bélgica y Canadá, y eso representaba que todas los años hacía una obra nueva.
–¿A los 72 años tenés ganas de ser free lance, de rearmar la vida en la creación?
–Sí, no tengo ganas de irme más lejos que Europa, pero sí unas ganas absolutas de hacer obras, y si hubiera posibilidad, de un cargo que me interese. En este momento más que nada quiero recuperar mi veta creativa. La última obra la hice hace tres años: La novena sinfonía. Me apasioné con esa música. Yo soy muy apasionado, debo de haber sido italiano en otra vida.
–Ana Frank, Un tranvía llamado deseo, Medea, Carmina Burana, La tempestad... Cuando enumerás tu repertorio, se trasluce un conjunto melancólico.
–Está mi vida ahí. La fibra que late es la que mamé en mi casa, con la tristeza de mis padres, a los que les mataron toda la familia en la guerra. Por el lado de mi papá eran seis varones y el único que quedó vivo fue él, porque, lúcido, se fue un mes y medio antes de la invasión nazi. Y a mi mamá: cinco hermanas, el padre y dos hermanos le mataron. Crecí sin tíos, ni tías, ni abuelas, ni abuelos, nada. O sea que tanto yo como mi hermana tenemos un tono melancólico que vive ahí. Nuestro trabajo es nosotros fuera de nosotros; en una obra, soy yo fuera de mí. Hay temas que se repiten aunque use a Piazzolla, Stravinski o Philip Glass. Cada artista tiene su leitmotiv.
–Vos tenés tu vocabulario, hay movimientos que son muy Wainrot.
–Sí, la velocidad; soy muy barroco también y adoro el movimiento. Cuando vine a esta compañía la escuela tenía 80 alumnos, de los cuales solo dos eran varones. Cuando me fui había 40 y 40. Eso señala un trabajo que hice sobre todo con los hombres; se desarrollaron tanto, que los varones han querido estudiar danza. No me lo quiero atribuir, pero marco la diferencia.
–Volvés al San Martín a tres años de dejar la dirección del Ballet Contemporáneo; ¿sentís que hay una continuidad?
–No. Veo las obras y los coreógrafos que se eligen y me parece bien que Andrea [Chinetti] busque un camino diferente. Bajo mi dirección trabajaron 29 coreógrafos argentinos, con más y con menos talento, todos los que yo consideraba que podían aportarle algo a la compañía dentro de lo que yo busco: el movimiento. Las obras sin movimiento no me las banco, me aburro y creo que todo el mundo se aburre. No quiere decir que yo sea dueño de la razón, pero soy dueño de lo que a mí me gusta.
–Pero sigue habiendo obras tuyas en las temporadas anuales.
–Hubo dos reposiciones: el año pasado se estrenó La novena sinfonía, y ahora esta obra, que es de hace doce años. Eso tiene que ver con que es una compañía que tiene un repertorio, con obras de Ana Itelman, de Oscar Araiz, de tantos. No empezamos hoy. Yo tengo una imagen: todos formamos una inmensa cadena de eslabones diferentes, uno grande y otro chico. En esa cadena infinita, cada uno va poniendo lo que puede, lo que sabe.
–¿En la vida o en la danza?
–En todo. La danza siempre ha sido una especie de cenicienta de las artes, es todo muy mágico para nosotros, los bailarines. No tenemos esa cosa más organizada que tienen los músicos. Fuimos hace muchos años a que Argentores nos tomara como afiliados: Doris Petroni era la socia N° 1 y yo, el N° 2. Pero hoy todavía no tenemos una ley de danza. Es una vergüenza.
–¿Cómo es esa cadena entonces?
–Se ve que algunos eslabones son de plástico, o de goma, porque se estiran. Esto hay que hacerlo hablando con los diputados, con los senadores, con un laburo más intelectual. No vas conseguir las cosas bailando en la calle.
PARA AGENDAR
La tempestad, de Mauricio Wainrot, por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín.
Desde hoy, miércoles y jueves, a las 20 ($70) ; sábados y domingos, a las 16 ($105 y 140).
En el Teatro San Martín, Corrientes 1530. Estrenada en 2006 allí mismo, la obra se repuso en 2012 (Ballet du Capitole de la Ópera de Toulouse) y en 2016 (Ballet de la Ópera de Bordeaux).
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