Musa de los más grandes coreógrafos del siglo XX, rompió todos los moldes; su amor por la danza continúa llevándola a teatros de todo el mundo como el Colón, al que la une una historia entrañable; los hombres de su vida, la pasión por Harley-Davison y la fascinación por los gnomos
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Nació en Brasil (Niterói, 1937), pero tiene “sangre argentina”. Orgullosa dice Marcia Haydée, con tono de revelación total a esta altura de la soirée, que su madre era de Buenos Aires y que por eso mismo ella se siente un poco de acá también. Nombre mayúsculo, como no hay dos en la historia danza del siglo XX, la exbailarina, coreógrafa y directora se da el gusto todavía a los 86 años de hacer un debut soñado: trabajar como maestra ensayista con el Ballet Estable del Teatro Colón de cara al próximo estreno de la temporada, el 15 de octubre. Nada menos ella que fue -es- “la” fierecilla domada en persona prepara a los bailarines principales para esta comedia que John Cranko creó en 1969.
El genial coreógrafo sudafricano, mentor del famoso Ballet de Stuttgart cuyas riendas heredó Haydée, es autor de un repertorio absolutamente impar, con títulos que se caracterizan por un arte para narrar que lo volvió único. Inspirado por esta esta mujer, a quien no hay reparos en llamar “una leyenda”, dio vida a la emblemática Julieta de la tragedia de Shakespeare, así como a Tatiana, protagonista de otro drama de antología: Onegin. Haydée además fue musa de Maurice Béjart, un hombre que señaló un antes y un después en la línea de tiempo. En verdad, Marcia Haydée está marcada por una serie de hombres fundamentales, lo que no la hace menos fuerte, sino más bien todo lo contrario. Ella fue irresistible, apasionada, transgresora. ¿Quién más que una estrella extraordinaria podría despedirse de una casa de ópera montada en una moto! Original. Dueña de una trayectoria única y de un presente vigoroso. “La María Callas de la danza”, así la conocen en los cinco continentes.
Su abuelo fue el primero, el que eligió un nombre artístico para Marcia Haydée Salaverry Pereira da Silva pensando que alguna vez sería exitosa y le diseñó la firma que todavía usa en autógrafos y contratos. El Marqués de Cuevas, gran empresario chileno en la París de los años 50 y de reputación internacional, le dio su primera oportunidad profesional en 1957. Y, desde que a comienzos de los 60 llegó a Alemania para trabajar con Cranko, su nombre es sinónimo de Stuttgart, la ciudad adonde vive actualmente después de 17 años al frente del Ballet de Santiago, del otro lado de los Andes.
-¿Audicionaste para ingresar al Ballet del Marqués de Cuevas en el Teatro Colón?
-Sí. Mi mamá era argentina; hija de una italiana, se enamoró de un brasileño que estaba trabajando acá. Así que como tenía familia venía a menudo a Buenos Aires: la primera vez que me trajeron tendría 4 años. A los quince me fui a estudiar a Inglaterra y cuando terminé la escuela en Londres me dijeron: “Mira, Marcia, tú tienes mucho talento, pero no eres el tipo para el Royal Ballet; hay una compañía perfecta para ti, la del Marqués de Cuevas”. El maestro de baile allí era el padre de Svetlana Beriosova, una primera bailarina en Nueva York. Y ese año el Marqués estaba haciendo sus espectáculos en el Teatro Colón. Así que sería septiembre y tenía 17 años cuando me presenté con mi mamá en la entrada de artistas, por la calle Cerrito, una puerta angosta, completamente diferente a la de ahora, y me anuncié: “Quiero hablar con el maestro Nicholas Berizoff”. Le entregué la carta de recomendación y me llevó con el Marqués, que me citó para hacer una clase al día siguiente en ese escenario [hace el mismo gesto con la mano inclinada con el que todos los visitantes se refieren, atemorizados, al piso en declive] ¡Me puse tan nerviosa! Al final me dijo: “Marcia, me gustas mucho. De acá nosotros volvemos a París y, si vienes en enero, puedo darte trabajo”.
-¿Fue cuando engordaste tanto que a la siguiente vez que te vio casi no te reconoció?
-Es que cuando llegué a París él no tenía un lugar para mí todavía y tuve que esperar. ¡Un año entero esperé! Claro, estaba sola, en un hotel que mi mamá y mi papá me pagaban, pero no era para darme el lujo de ir a comer un steak con ensaladita todos los días. ¡Era baguette y baguette, pizza y baguette! Engordé, sí, y llegó el día en el que el Marqués me llamó para que fuera y yo estaba gorda.
-¿Cuenta la leyenda que te “salvó“ una grande: Rosella Hightower?
-Sí, Rosella me salvó porque cuando él me vio me dijo: “Marcia, tú no eres la misma, no puedo darte lugar en la compañía”. Me puse tan desesperada que me senté en la puerta de la casa, donde vivía el Marqués, en la Rue Voltaire, y me quedé ahí.
-¡Le hiciste un piquete!
-Hasta que vino su secretario, un argentino, Horacio Guerrico: “Yo no me voy a ir de acá”, le avisé. Y me llevó adentro. El Marqués estaba en su cama, con todos sus perros…
-¿Era como dicen, “un nuevo Diaghilev” de la época, un excéntrico?
-¡Muy! Era una maravilla, un hombre impresionante. Amaba la danza y a su compañía. Cuando entré me preguntó que qué estaba haciendo ahí. “¡Ah, no Marqués, no hay derecho, yo esperé un año, usted tiene que darme una chance!”. Y Rosella, a su lado, me dio la razón. “Empiezas mañana”, dijo entonces.
-¡Cuántos hombres importantes hubo en tu vida! Empezando por tu abuelo.
-Me hablaba como si fuera una adulta, me preparaba para el futuro, y siempre me decía: “Un día vas a ser famosa”. Yo tenía tres años. ¿Famosa? Fue el hombre más importante en el principio de mi vida.
-Luego vino Marqués e inmediatamente después llegamos a John Cranko.
-Yo lo amaba al Marqués: me invitaba a todas sus fiestas, era muy divertido. Mi mamá me mandaba mis ropas, yo estaba siempre muy bien vestida, porque era de una familia que tenía posibilidades. Cuando él falleció, en 1961, no quise quedarme en la compañía.
-¿Fue tu pareja de entonces, el cubano Alfonso Cata, que te llevó para Alemania?
-Él ya se había ido antes para Stuttgart. Tuve dudas cuando me dijo, porque Cranko ya había hecho un ballet para el Marqués y no me había elegido en el cast. Ni me miró. Entonces yo pensaba, ¿para qué voy a ir a Stuttgart? Pero Alfonso insistió: “Ven, que hablé con él y tiene lugar en el cuerpo de baile”. Cuando llegué a Stuttgart estaba esperándome en el aeropuerto y al día siguiente hice una audición que no fue muy buena. Lo que sigue es lo que ya se sabe.
-El teatro estaba vacío, apenas dos o tres personas con Cranko en la platea, y vos en el escenario haciendo tus variaciones. Luego, tuviste que esperar dos horas el veredicto sola en un camarín.
-Me dijo que tenía una mala y una buena noticia: la mala era que no tenía un contrato de cuerpo de baile para ofrecerme. Yo quería llorar, eso significaba que tenía que volverme a Brasil. Pero la buena era que firmaría como primera bailarina.
-Se impuso, incluso, a la opinión del director de la ópera, que se preguntaba: “¿quién es esta mujer que nadie conoce?”.
-No sólo eso: “¿Por qué ella si estas otras son más bonitas, con mejor técnica y tienen ya un nombre? Cranko fue categórico: “Si es con ella, me quedo, sino me voy”.
-Digamos que Cranko fue el hombre que marcaría definitivamente tu futuro.
-Lo que soy hoy es porque él creyó en mí y me dio todo durante esos doce años, hasta que falleció, muy joven: iba a cumplir los 46. Me hizo La fierecilla domada, Romeo y Julieta, Onegin, Carmen, todo lo que podía hacer. Creo que él presentía que no iba a vivir mucho. Estaba apurado, era como que no tenía tiempo.
-¿En serio? ¿Pero su muerte fue sorpresiva, un infortunio? [Falleció en 1973 durante un vuelo transatlántico, que hizo una parada de emergencia de Dublín].
-Sí, pero hay cosas que están marcadas. Ese fue el destino. Cranko era una persona que no creía en Dios ni en nada. Tenía una cosa adentro de él que era diferente. Siempre me decía: “Un día vas a ser muy buena directora”. ¡Pero yo quería bailar! Entendí que en esos años juntos él me había preparado para ser directora. Yo era su brazo derecho, más que su bailarina.
-¿De qué forma creaba una obra?
-Era muy especial. Cuando llegaba al estudio tenía la música y lo que quería contar. “Marcía -me decía-, tú sales de allá y él viene corriendo y hace una levantada…” Creaba con los bailarines, no traía los pasos en la cabeza. Nunca. Sabía lo que quería: la historia. Por eso los ballets de Cranko se entienden en todas partes del mundo. Tenía una manera de contar para todos, quería que hasta un niño entendiese sin leer el argumento.
-Y cuando vos tomás la posta…
-La compañía tiene que ser muy especial para que yo quiera pasar lo que Cranko me dio. Muchas compañías que están haciendo obras de Cranko no son las correctas, él nunca hubiese aceptado.
-¿Y cómo es el caso con el Ballet del Colón?
-El Colón es el teatro que admiré siempre. Yo conocía a la compañía de los bailarines que fallecieron: eran fantásticos. José Neglia entraba en el teatro y era una personalidad... Todos los principales. Los vi aquí y me fascinaban. Esto es Buenos Aires, es Sudamérica, aquí tienen lo que es necesario para un ballet de Cranko.
-¿Qué es necesario?
-[Se toca el pecho] El corazón, bailar con el corazón. Cranko odiaba cuando hacían las cosas técnicas. “No siento nada”, decía. Con él aprendí que se bailás con sentimiento, funciona y todo es más claro. Con sus ballets el público lloraba o se reía, hacía el mismo viaje que el bailarín en el escenario: hay que llevarlos con uno, no se trata solamente de girar y saltar. Principalmente hoy, que la técnica es una cosa increíble y ya nacen con un físico diferente: las piernas más largas, saltan más, hacen más piruetas… Hay que entender que Cranko es interpretación. Una vez había tres chicas para una audición en Stuttgart: todas altas, dos con buenísima técnica, y John eligió a la tercera, que no tenía tanta técnica, pero cuando él pasó caminando a su lado ella se sonrojó.
-Se acaban de cumplir 50 años de la muerte de Cranko: ¡y mirá todo lo que te faltaba por hacer!
-Fue horrible. Cuando me enteré, no quería bailar más, pensaba volver a Brasil. La compañía me pedía que yo fuera la directora, porque me veían como a él, ¡y yo no podía!. Traje para eso a Glen Tetley, gran amigo de John, un coreógrafo fantástico. Recuerdo que me quedé una noche entera en su cocina hasta que firmó el contrato. Pero no funcionó porque era muy diferente y muy rápido quiso poner sus cosas: el público y los bailarines no lo aceptaron. En medio de la temporada, se fue y tuve que tomar la dirección. Fueron veinte años, hasta 1996.
-Al mismo tiempo eras bailarina, directora y musa de otros coreógrafos: John Neumeier, Kenneth MacMillan, Maurice Béjart, Hans Van Manen. ¡Mucho más de lo que imaginabas!
-Todos ellos: los hombres de mi vida. Cuando Cranko falleció el primero que me tomó fue John Neumeier. Iba a Estados Unidos para hacer Hamlet y me dijo: “Quiero que vengas conmigo”. Ahí ya empecé a respirar otra vez. De vuelta en Stuttgart, lo llamé y le pedí un ballet completo. “Hacemos Cleopatra”, me propuso. Una noche estábamos comiendo en un restaurante y yo estaba tan cansada, volcada sobre la mesa, con el pelo todo desecho. De pronto me mira y me dice: no vamos a hacer Cleopatra, vamos a hacer La dama de las camelias, y te quiero así en el final del ballet, cuando ella muere: sin maquillaje, sin nada, como estás ahora.
-Tan cotidiana la escena y uno cree que la inspiración para una obra llega como un designio divino.
-Luego recibí el primer telegrama de Béjart: “Marcia estoy acá para ti. Te doy lo que quieras”, ponía. Al día siguiente nos fuimos con Ricky [Richard Cragun] y Egon [Madsen] para Bruselas, entré en la cantina y Béjart me miró soprendido: “Maurice, me dijiste que me dabas lo que quisiera, y yo quiero ahora ese pas de deux que creaste para Nureyev y Bortoluzzi, que lo hagan Ricky y Egon. Entramos en el estudio, nos quedamos cuatro días, y les enseñó todo. Así empezó mi relación con Béjart. Hizo todo para mí.
-Ahora aparecen esos otros hombres de tu vida romántica: con Ricky fueron pareja 16 años y, artísticamente, el doble. ¿Se sentían como Rudolf Nureyev y Margot Fonteyn?
-Fue un fuego. Cuando Ricky entró en el Ballet de Stuttgart, un año después que yo, Cranko me dijo: “Es un regalo para ti”. Era ocho años más joven que yo. Al principio lo vi como a un arrogante y en unos meses ya estábamos juntos. Y cuando Ricky quiso separarse, me dijo que se sentía homosexual, que se había enamorado de otra persona, y que yo había sido la única mujer en su vida. No habíamos hablado nunca de ese tema. Estábamos en Nueva York y al día siguiente apareció en todos los diarios que estábamos separados: ¡No te puedes imaginar las filas para nuestros espectáculos! ¡Era increíble! ¡Todos querían ver qué iba a pasar ahora en el escenario!
-Si bailaban La fierecilla domada por lo menos podías pisarlo, empujarlo, pegarle un poco.
-Pero lo primero que hicimos separados fue Romeo y Julieta; luego vinieron Onegin y La fierecilla.
-Debe haber sido un momento duro, ¿lo entendiste?
-Lo fue, para él y para mí. No queríamos separarnos: bailamos 32 años juntos. Lo entendí, claro, pero no lo acepté inmediatamente. Yo lo amaba, hasta el día de hoy. Después de todo lo que pasamos fuimos muy amigos. Es una parte mía.
-Tuviste otra pareja, también bailarín, antes de conocer a Günther Schöberl, tu actual marido.
-Jean Christophe [Blavier] fue mi pareja durante diez años, en Stuttgart. Fue complicado porque la compañía estaba muy celosa. Después encontré a Günter, que no tiene ninguna relación con la danza y tiene todo que ver con la meditación, las artes marciales, el yoga.
-¿Practicabas yoga desde antes de conocerlo?
-Quien me enseñó yoga fue Rosella Hightower. Ella bailaba diferente de todas las demás, no tenía músculo, podía hacer cualquier cosa y nunca se cansaba. A mí eso me fascinaba, porque no se veía esfuerzo. Un día le dije que quería bailar así y me enseñó yoga. “Baila con la respiración, no con la musculatura”, fue su lección.
-Ahora suena muy lógico, pero entonces no era difundido.
-Cuando encontré a mi marido fue otra cosa, porque hatha yoga son los ejercicios, pero el yoga es una manera de vivir. Cuando nos encontramos, en 1995, todos decían: “No van a durar ni dos meses” y estamos en casi 29 años. Somos totalmente diferentes.
-También es más joven.
-Sí, casi 20 años.
-Es el hombre que entró con una moto en el escenario de la ópera a llevarte el día de tu despedida de Stuttgart.
-Él sabía que desde pequeñita amo Harley-Davison. “Si pudiera un día quiero ser motoquera”, pensaba. Mi abuelo amaba Harley. Y yo quería una, pero en esa época una bailarina no podía hacer esas cosas, figuraba en el contrato, no como ahora que los bailarines llegan al teatro en monopatín. Cuando conocí a Günther y supe que tenía una Harley yo estaba fascinada. El día que anunciaron que me iba de la compañía todos llorábamos; los bailarines, la gente en el teatro. Entonces él organizó con los técnicos para ingresar desde la calle hasta el escenario con la Harley. Hizo que todos parásemos de llorar. Me subí a la moto y el público empezó a aplaudir y a reírse y a gritar. Es la única Harley que estuvo en el escenario del mundo en la historia del ballet [se ríe].
-Otro hito de Marcia Haydée, ¿te considerás una mujer transgresora?
-Sí, siempre. Cuando por ejemplo me preguntan: ¿tuviste dificultad de trabajar con todos estos hombres? ¿Por qué voy a tener dificultad? En el ballet, fueron los hombres los que tuvieron que encontrar el camino, en un lugar de mujeres. Nureyev cambió eso. Los políticos, por ejemplo, me adoraban; yo entraba en cualquier lugar y decía: preciso dinero para llevar a mi compañía a tal lado. Siempre me sentí bien. Nunca tuve que luchar. Ahora las mujeres y los hombres están parejos, incluso el ballet es más de ellos.
-Contame sobre tu relación con Rudolf.
-Una vez estaba en Stuttgart y suena el teléfono: “Marcia, I want to dance with you Swan Lake in Zurich”. Ay, quién me está haciendo esta broma, pensé y corté. Y llama de nuevo: “Marcia, soy Rudi, y quiero que vengas a bailar conmigo en tres días”. Cranko dijo que fuera, que con él iba a aprender cosas que no podía darme darme. Y fui.
-¿Era generosos Cranko?
-Sabía que yo quería hacer los clásicos. Y que estaba bien que los hiciera, para que pudiera continuar luego con lo demás. Todo fue creado para mí: ¿quién tuvo este tipo de carrera? ¡Nadie! Recuerdo que me pregunté: ¿por qué Nureyev me llama a mí cuando él tiene las mejores bailarinas a su disposición para hacer ese ballet? Y me dije: él quiere trabajar con Cranko.
-Vos eras el puente.
-Un puente, exacto. Nureyev trabajaba mucho. El primer día de ensayo puso el pas de deux, las variaciones y luego dijo: “Vamos a almorzar”. Yo tenía los pies que no aguantaban más, pero le dije: “No, trabajemos”. Me dio una lección de danza clásica impresionante. A la noche sí fuimos a comer. De ahí en adelante me llamo para Giselle, Lago, todo.
-¿Fueron amigos?
-Muy. Y al final se lo pregunté: ¿por qué quisiste bailar conmigo? “Primero -me dijo-, porque tengo admiración por Cranko y si Cranko está trabajando contigo es porque eres especial. Quería ver qué tienes tú que conseguiste que todos esos coreógrafos crearan para vos. Ahora lo sé. Eres abierta a todo y con una fuerza muy grande”. Una cosa que casi nadie sabe es que Cranko preparó Onegin para Nureyev: quería hacer Onegin para Rudolf en el Royal Ballet; Fonteyn iba a ser Tatiana, Antoniette Sibley iba a ser Olga y Anthony Dowell, Lensky. Cuando fue a Londres y se lo propuso al board le respondieron que no, que ya tenían ese título en la ópera y era un suceso. Años después, cuando Rudi quiso que yo hiciera el estreno de Raymonda con él, también en un restaurante le conté lo de Onegin. Tendrías que haber visto sus ojos: “¿¡Cómo?!” Al día siguiente se subió a un avión, fue a Londres furioso y no sé todo lo que les dijo.
-¡Esa es la verdadera historia de Onegin! Y con Baryshnikov ¿cómo fue tu relación?
-Diferente. Con Nureyev mucho más interesante, pero con Baryshnikov fue muy lindo. Bailé con él Hamlet y otras cosas en Estados Unidos. Yo amaba su técnica. Tenía esa variación solamente con el sonido de su corazón.
-Sí, Heartbeat, lo hizo en 1998 en el Colón.
-¡Aquí lo vi! Hasta el día de hoy tenemos una linda relación. Pero la relación más fuerte que tuve con un bailarín, después de Ricky y de Rudolf, fue con Jorge Donn. Cuando lo conocí a Jorge, estábamos con Ricky en Londres bailando en una gala y Béjart presentaba en el Coliseum Nijinsky clown de Dios. Yo ya había visto Bolero, con las mujeres, y Sinfonía para un hombre solo. Después de la función, fuimos a los camarines. Donn se estaba sacando el maquillaje frente al espejo, cuando Béjart me ve entrar: “Ah, la bailarina de Cranko”. Fuimos a comer a un restaurante griego. No podía dejar de mirar a Jorge, ese pelo que tenía, siempre con el cigarro y su boquilla, tan elegante. Nos quedamos hasta las cinco de la mañana. Cuando Béjart me mandó el telegrama aquel en el que me decía que podía tener lo que quisiera, justo me habían llamado de Guanajuato y me preguntaron si había un partner con el que quisiera bailar y dije: sí, Jorge Donn. Maurice nos puso Leda y el Cisne, el ballet que había hecho para Maya Plisetskaya.
-Hay al menos dos documentales sobre tu historia, ¿tenés un libro?
-Hay, pero no los escribí yo, no son biografías. Siempre me preguntan por qué no lo hago. ¡Por Dios, tengo 86 años, no voy a ponerme a pensar desde el principio y pasar por todo eso otra vez! Para escribir tendría que encontrar a alguien que de verdad me entienda, no solamente como bailarina, sino la otra parte espiritual, como mujer, que es muy importante. Tiene que ser alguien que entienda, sino van a pensar que estoy loca.
-¿Por qué?
-Porque tengo fascinación con los gnomos, con las hadas. Ese plano que existe, que yo veo y siento y otros no ven. Es muy delicado. Me gustaría más que me filmen y que todo quede en unos DVDs: yo hablando con el público. Este ya no es más el tiempo del libro, todo ahora es la imagen. Vamos a ver lo que Dios me da.
-Además de gnomos y hadas, ¿en qué crees?
-En los ángeles. Los seres de luz. La reencarnación, que este es un pasaje y después viene otra vida. Todo eso me da una manera de vivir que es diferente.
-¿En esa otra vida crees que tendrás hijos?
-Sí, lo pensé, pero después dije que iba a continuar siendo bailarina. Amo la vida y la vivo en dos planos: ahora mismo siento que hay seres acá conmigo, que nos oyen. Es algo muy delicado. A mí me da mucha fuerza y por eso con mi edad aún tengo ganas de hacer las cosas que hago, como venir de Alemania a trabajar con estos bailarines. El Colón para mí siempre fue… ¡Siento orgullo de decir que llevo sangre argentina, que no soy solamente brasileña! Cuando bailé acá Onegin, el público argentino fue fantástico. Y dos o tres veces tuve la invitación para ser la directora de esta compañía. Nunca lo tomé. Siempre la reputación de que el Colón es tan difícil, pero no es así. Todo tiene un por qué. Me hubiera gustado estado estar acá trabajando con el ballet de más joven, pero llegó ahora y vamos a hacerlo. Lo mejor siempre está por venir.
Premiada con emoción
En un acto íntimo y muy emotivo celebrado entre importantes personalidades de la danza, el domingo, en Ballet Estudio, el “templo” que erigió Olga Ferri sobre la calle Marcelo T. de Alvear, se entregó el premio Arte y Cultura, creado en homenaje a la mítica artista y maestra argentina, que murió hace ya una década. Destinado a distinguir la trayectoria de una figura, este año se reconoció la labor de Julieta Paul, primera bailarina del Teatro Argentino de La Plata. Dada la visita en el país de Marcia Haydée en esta edición se otorgó además un galardón honorario para ella.
Visiblemente feliz (”¡Un premio en Argentina es como ganar el Oscar!”), Haydée se emocionó al evocar la figura de Olga Ferri, divirtió a la audiencia haciendo un paralelismo entre la danza y el fútbol, ese otro arte de Pelé, Messi y Maradona, y halagó a Julieta Paul, quien admitió haber vivido en su carrera “cosas que ni siquiera se había atrevido a soñar”. A ella le dijo Haydée, sin escatimar bondades: “El día que naciste, Dios estaba de buen humor. Te dio todo”.
De regalo, además, la gran figura de la danza recibió de parte de Juan Lavanga, presidente de la Asociación Arte y Cultura, un programa de mano de lujo de la última visita al país del Ballet del Marqués de Cuevas, en el que una joven y prometedora Marcia Haydée aparecía como solista. En Buenos Aires, hizo de todo: bailó en el Colón con el Ballet de Stuttgart, en el Teatro Ópera con Jorge Donn, en el Luna Park protagonizó una de las últimas creaciones de Maurice Béjart: Madre Teresa y los niños del mundo. “Amo esta ciudad”.
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