Lo nuevo de Ana María Stekelman mezcla la clásica fascinación por los muñecos con lo siniestro de los robots
Desde las ventanas y galerías de un viejo caserón el público se asoma a esta inusual y mágica experiencia de danza contemporánea
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¿En qué reside el embrujo o, al menos, la seducción de los muñecos? Si hay una creadora sabia en esa materia en este medio es Ana María Stekelman. Cuando hacia 1980 la experimentada coreógrafa dirigía el Grupo de Danza Contemporánea del Teatro San Martín (luego Ballet Contemporáneo) puso una Coppelia “desobediente” con la colaboración de Alejandro Cervera, versión que los memoriosos añoran. La inquietante intérprete del rol epónimo era Mónica Fracchia y el perverso Coppelius fue asumido por Mauricio Wainrot, dos bailarines que revistaban en la sólida formación oficial y que más tarde se convirtieron también en solventes coreógrafos.
Cuarenta años después asistimos al despliegue intimista de Muñecos, una experiencia de Stekelman que vuelve a convocar a la emblemática bambola fantástica que plasmó E. T. A. Hoffmann en el célebre relato de inicios del s. XIX, del que Freud se sirvió para su hipótesis acerca de Lo siniestro. Pero la nueva propuesta coppeliana celebrada el último fin de semana en un ámbito excepcional, la Casa Bolívar, inviste un carácter más lúdico, fulgurante, que alivia el clima tortuoso del cuento original y, al mismo tiempo, evita la ingenuidad juvenil de la versión danzada tradicional.
“Los muñecos ejercen en mí una fascinación irresistible, no sólo los de la literatura y de la danza sino también, y en especial, los del cine”, declara Stekelman al final de una de esas singulares “representaciones” en la casona de San Telmo, que generaron un misterio distinto del que puede experimentarse en un teatro. “Pienso –retoma la coreógrafa- en Inteligencia artificial, de Spielberg, y en la emblemática Blade Runner, de Ridley Scott, donde el atractivo de los muñecos mecánicos está asociado con la condición de los replicantes”.
Intrusos y espías en un patio
¿Qué ocurre (o qué ocurrió, en rigor) en la acogedora Casa Bolívar, una de esas construcciones telmeñas de inicios del novecientos, con patio central y una galería que comunica con las habitaciones en serie? Desde el patio se puede observar lo que pasa en el interior, donde se juega, baila o representa algo; el público (no más de veinticinco personas) se ubica en el centro de la construcción que alguna vez fue vivienda familiar y observa a través del vidrio, desplazándose de un ventanal a otro, a fin de seguir las alternativas de un trabajo de danza con ciertos visos de magia. Un sofá rojo, una iluminación espléndida (Omar Possematto), una larga mesa en otra habitación y tres bailarines impecables: Nora Robles (de virtuosa técnica neoclásica), Pedro Calveyra (el rudo tanguero de Tangokinesis) y una revelación, Marina Cachán, minuciosamente expresiva en la composición de una notable Coppelia descalza.
“Confié mucho en el carácter que les daría el vestuario a los intérpretes”, dice la coreógrafa. Y, en verdad, no pasa inadvertido; es parte del que diseñó Jorge Ferrari para Tetro, el film de Francis Ford Coppola para el que ella hizo una coreografía. Rojos y negros enfundan, en contrastes rutilantes, los juegos dramático-coreográficos de los bailarines. La música, por su parte, no podía dejar de incluir los clásicos acordes de Delibes (el vals que la pareja Robles-Calveyra baila prodigiosamente en el inicio predispone a lo que vendrá). “Parece atrevido conciliar a Delibes con temas de Michael Jackson”, observa Stekelman, que tiene ideas parcialmente originadas en una frase: Puedo morir tranquilo; ya tengo un sucesor: Michael Jackson. Firmado: Fred Astaire. Así lo asume: “Creo que fuera del ámbito académico, Jackson ha de ser el mejor bailarín de una nueva era, en la que se movía como un muñeco electrónico. Por esa vía, irónicamente hay una conexión entre el Rey del Pop y la muñeca Coppelia”. Hay un rasgo revelador en el hipotético carácter “electrónico” de Michael Jackson: Nora Robles (cuya velocidad y técnica le han valido el mote de “El rayo”) no se atreve a aquellos pasos; tomó movimientos del cuerpo de baile que acompañaba al astro, porque a él –dijo la bailarina- es imposible seguirlo y, menos aún, imitarlo.
En tanto espectáculo infrecuente, Muñecos tiene algo de misterio y mucho de encantamiento en la circunstancia de ver escenas compartimentadas, como si los espectadores de esas noches casi mágicas hubiéramos sido curiosos o espías de lo que ocurre en la intimidad. Para la pregunta del intruso, dónde encontrar ahora una fábrica, una vieja escuela o un lugar que permita que esta media hora de sorpresas pueda ser contempladas por un público más numeroso, por ahora Ana María Stekelman no tiene respuesta.
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