Legado de una maestra de la danza
La bailarina y coreógrafa chilena, a causa de una depresión, se quitó la vida
El sábado 16 de septiembre de 1989 a las 11, Ana Itelman partió de la casa de sus familiares con el pretexto de visitar a su terapeuta. Padecía una crisis depresiva. Todavía no lo sabíamos, pero unos días antes había intentado suicidarse y por eso su familia la mantenía bajo control. Se zafó de la vigilancia, volvió a su departamento, un octavo piso de la calle Billinghurst y, desde allí, se arrojó al patio interno. Pocos días después de haber cumplido sesenta y tres años, la que había sido coreógrafa y antes bailarina ejecutó un salto imposible, como son imposibles los regresos de cualquier abismo. Todavía no lo advertíamos, pero a poco de enterrarla sus alumnos y sus amigos despertamos a la evidencia: con su decisión implacable, la más importante maestra de la danza contemporánea local había provocado un hueco esencial, difícil de llenar.
De origen chileno y argentina por adopción, esta figura fundante de la danza teatro de este país integró como bailarina, a principios de los años cuarenta, el legendario grupo de Myriam Winslow, la primera compañía de danza moderna de la Argentina. Sobre el final de la Segunda Guerra viajó a los Estados Unidos y se perfeccionó con Martha Graham, Hanya Holm y José Limón, entre otros. Dos años más tarde, regresó a Buenos Aires y, en 1952, creó una escuela de danza moderna. Poco después presentó su propia compañía, con la que ofreció sus primeras obras grupales. De 1955 data "Esta ciudad de Buenos Aires", intento pionero de integrar la dinámica del tango al lenguaje coreográfico académico.
Entre 1957 y 1968, se radicó en los Estados Unidos, donde llegó a dirigir el Departamento de Danza del Bard College; en esa época no sólo estrenó obras importantes ("Casa de puertas", sobre "La casa de Bernarda Alba", de García Lorca", o "Un caballo muerto en la bañadera y otras cosas inquietantes"), sino que además se metió en el Actor´s Studio a ejercitarse en actuación con Lee Strasberg. Muchos años después sorprendió con revelaciones de ese período: "¿No sabían que trabajé con la Thulin?" Con Ingrid Thulin, sí, una de las favoritas de Bergman, y también con Burgess Meredith, en una de las producciones de Broadway que la marcaron en lo teatral. Así que, cuando volvió a Buenos Aires en los 60, sus coreografías en el Teatro Colón ("Agón", "Jeux", "Le peri") ostentaban un estilo infrecuente. Lo teatral en la danza existía (Kurt Jooss y el expresionismo alemán afirmaban esa línea), pero el sesgo que le imprimía Itelman en la Argentina respiraba una humanidad más cercana a lo cotidiano, a lo dramático.
Una fusión de actores con bailarines propondría, algo más tarde, su recordada "Alicia en el país de las maravillas" (sobre Carroll, 1971), una insólita triplicación de Alicias en el recién inaugurado Café Estudio de la Galería San Nicolás, donde también se desarrollaban los cursos de su escuela. Ese espacio luego fue donado por ella al Teatro San Martín y es hoy la sede del Taller-Escuela de Danza de ese teatro oficial.
Oscar Araiz, que a principios de los 60 había bailado con ella en Río de Janeiro, la invitó a coreografiar para el Ballet del San Martín que él dirigió entre 1968 y 1970. Allí repuso, renovada, su vieja obra tanguera, ahora retitulada "Ciudad Nuestra Buenos Aires", donde el propio Araiz bailaba un solo de reconcentrado tango y también su "Fedra", concebida como el rodaje de un film, con Doris Petroni en el rol epónimo. En otra etapa del San Martín y para el Grupo de Danza Contemporánea que a fines de los 70 dirigía allí Ana María Stekelman, montó "Las casas de Colomba", su formidable versión danzada de "Un tranvía llamado deseo", de Tennessee Williams: otra vez el teatro. Y, ya en los años finales, entre varios títulos recordables, hubo otra creación "teatral", pero basada en un relato: "El capote", sobre Gogol, con un increíble Akaki Akakievich tallado en el cuerpo de una mujer, la bailarina Norma Binaghi.
Estrategias de composición
Para entonces -mediados de los 80- no había aspirante a coreógrafo que no invirtiera parte de su vida en aprender lo que Itelman había inventado como estrategias de composición. En medio de un reconocimiento unánime, nadie sospechaba que en su intimidad bullían fantasmas de destrucción: vaya a saber qué escenas la asediaron, qué no llegó a trasladar al espacio del baile y qué se llevó en su silencio.
Una escritora amiga, Mónica Sifrim, reparó en que grandes creadoras, todas mujeres, habían cumplido con un rito destructivo en un mismo tramo del ciclo de las estaciones, y apeló al título de una comedia de Alejandro Casona, "Prohibido suicidarse en primavera", para titular su opúsculo. Porque otras, antes que Ana Itelman pero siempre en primavera, decidieron interrumpir sus depresiones, su soledad, su fastidio por los desacuerdos con la vida: Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Arminda Aberastury, Marta Lynch. Hay quien dice que Ana Itelman no interrumpió sus enseñanzas. Que, por el contrario, cada vez que alguno de los coreógrafos que pasaron por sus aulas se pone a componer, desde el cuaderno de apuntes, la maestra le desliza alguna indicación. Nadie la ha olvidado, su modelo sigue vigente, pero igual: cuánto tenía aún para dar, cuánto se siente su ausencia.
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