Las alas de Marianela Núñez, profeta en su tierra
Sublime, la bailarina argentina conquistó anoche al Teatro Colón, en la primera de las tres funciones de “El lago de los cisnes” que presentará con el Ballet Estable hasta el martes; ¿por qué genera tanta fascinación?
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Suele decirse que la amígdala tiene forma de lágrima, allá en lo profundo de los lóbulos temporales, y que es el centro de operaciones de las emociones. Desde allí se evalúan y perciben los estímulos y se desencadena una serie de reacciones tan cotidianas como imprescindibles para la vida humana: el miedo, la atracción, la tristeza, la euforia, todas parten de ahí. De allá arriba se envía al resto del cuerpo la señal de aumentar el pulso, de llorar y de aplaudir, por ejemplo. Nadie más que los que estuvieron presentes anoche en el Colón podrían imaginar cuán arduo fue el trabajo del comandante de esa botonera de los sentimientos, si existiera acaso, como en las películas, tal ilusorio hombrecito en nuestros cerebros.
Y si El lago de los cisnes se presta para la fiesta popular y también para el desconsuelo íntimo, si su cuento enamora tanto como entretiene y conmueve, la actuación de Marianela Núñez logró una suerte de encantamiento sobre esta larga misa de ballet que el público celebra hace doce días con la compañía estable del teatro, y la llevó a otro nivel. No solamente por su técnica superlativa -con todas las dificultades que conlleva este rol, su inalcanzable “Everest”- sino por lo que irradia. Un giro puede ser más o menos perfecto, pero pocas veces, además, es tan despreocupado: lento o vertiginoso, lo regula a la velocidad que desea; pone suspenso a los equilibrios, juega con la música, retarda en el aire la caída de un salto, grande o pequeño. Por esos matices, cuando Odette conoce al príncipe en el lago y está esperanzada, sus alas se mueven por deseo con euforia, livianos, veloces; en cambio en el final, desahuciada -sin ceder a la flexibilidad del torso en los cambrés-, los brazos amagan con rendirse: la traición significa, para el cisne blanco, una condena. En el revés de la trama, la rivalidad, Núñez presenta en su Odile a un cisne negro soberbio: cuando mira a Sigfrido vale más esa risa sobradora, que lo tienta y que lo evade, que el encantamiento que enciende el fragor de la sala con los 32 fouettés (quien los haya contado, sabrá que de yapa entregó alguno más). Ver a una bailarina libre en el escenario es, también, sentirla feliz y audaz.
Hay que destacar que anoche, en la mano del bailarín coreano Kimin Kim, la argentina del Royal Ballet de Londres -que por primera vez hacía este título en el máximo escenario de su país-, encontró a un gran partenaire. A él, figura del Mariinsky de San Petersburgo, la coreografía le dio momentos para demostrar por qué su fama da la vuelta al mundo, con saltos de alturas insospechadas y giros de precisión. En otras escenas, atribulado porque la reina acababa de decirle que ya es grande y tiene que casarse, o luego, en el bosque, cuando busca con su nueva ballesta en el medio de la nada unos cisnes para cazar, expande el personaje en el espacio demostrando otras cualidades en su interpretación.
El Ballet Estable, que viene hace dos semanas con esta alegoría del bien y el mal ofreciendo un espectáculo que al decir de los más chicos “es mágico” y para los grandes “un bálsamo”, potenció su desempeño con la llegada de los invitados internacionales. Si el ajuste del conjunto que dirige Mario Galizzi es -tanto en el palacio como en el bosque- la clave para que la maquinaria genere la fantasía, no se pueden dejar de señalar algunos desempeños particulares.
Un bufón con carácter propio, además de virtuosismo, como el de Jiva Velázquez -que ya había hecho el rol en la función de estreno- trajo anoche una efervescencia al escenario que confirma el estado en que estaba la compañía en general. Muy celebrados los cuatro pequeños cisnes (Luisina Rodríguez, Stephanie Kessel, Luciana Barrirero y Natalia Pelayo, en el célebre pas de quatre) y los tres más grandes, entre los que no puede dejar de mencionarse a Paula Cassano, de inconfundible prestancia.
Una, dos y tres veces salieron a saludar; en la platea, además de los padres, hermanos, sobrinos, su pareja y la familia, amigos y público, Marianela Núñez tenía una hinchada de fans que aumentaba su clamor cuanto más alto se trepaba la vista por los palcos hasta el paraíso. Las emociones del principio, que se fabrican allá arriba, como en la amígdala, ya no estaban enfocadas en su genial técnica ni en su expresiva interpretación, sino en la inspiración. Con devoción, decenas y decenas de estudiantes la esperaron más de una hora en la salida de artistas del Teatro Colón, sobre la calle Cerrito, con los celulares en alto, y los programas de mano, zapatillas de punta y papelitos listos para conseguir un autógrafo. Se llevaron, finalmente, la sonrisa grande en un saludo para compartir entre todos, tres rosas lanzadas al viento entre besos y carcajadas, y la promesa de recibir a cada fan que se acercara hoy, domingo, al término de la función de la tarde. Era medianoche y todavía Núñez no podía salir. “Nela, Nela, Nela”, le cantaban. Como el profeta en su tierra.
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