La viuda alegre: la alegría de bailar como en las noches parisinas
La viuda alegre / Coreografía: Ronald Hynd / Música: Franz Lehár, adaptada por John Lanchberry / Escenografía y vestuario: Desmond Heeley / Por el Ballet Estable del Teatro Colón / Dirección: Paloma Herrera / Orquesta Estable del Teatro Colón / Dirección: Manuel Coves / Próximas funciones: hoy, el martes 7 y el miércoles 8, a las 20; mañana, a las 17 / En el Teatro Colón / Nuestra opinión: muy bueno.
Desde el inicio, esta pieza es puro movimiento: frases cortas, bailes grupales y vertiginosidad. La protagonista, la bella Hanna Glawari, no aparecerá hasta después del extenso prólogo, pero su esplendor se presiente ya en el título de esta célebre opereta, que ahora llega en formato ballet. ¿Por qué la joven, a pesar de su reciente viudez, se muestra exultante en los bailes sociales y es la mujer más codiciada de París?
Corporizada con irresistible gracia por Macarena Giménez, se trata de un personaje surgido de una comedia de Henri Meilhac de 1861, y que Franz Lehár transformó astutamente en una figura icónica de la cultura de la Belle Époque. Era el año 1905 y su opereta se convirtió en paradigma del género: La viuda alegre se estrenó en Viena, pero transcurre en París. Setenta años más tarde, el director del Australian Ballet, Robert Helpmann (los memoriosos lo ubicarán por su intervención en el mítico film británico Las zapatillas rojas, de 1948), armó un libreto al que Ronald Hynd le dio aliento de ballet: el chispeante clima de esta invención ahora se incorpora, felizmente, al repertorio del Teatro Colón.
En lo intrínseco de este espectáculo, con una puesta rica en danzas y color de época -deslumbrante vestuario y toques art nouveau en el entorno-, palpitan los oficios del repositor Steven John Woodgate, la invalorable presencia en Buenos Aires del veterano coreógrafo Hynd y la exquisita modulación de estilo gestual que imprimió la directora del Ballet Estable, Paloma Herrera.
Como en una fábula, Hanna acaba de recibir una millonaria herencia, con la que, según el embajador de Pontevedro, podría salvar a su país, que está al borde del default, y como en ese 1905 aún no existía el FMI, la solución consistirá en casarla con el conde Danilo, que en el estreno fue asumido con admirable firmeza de partenaire por Juan Pablo Ledo. De esa manera, el "paquete hereditario" no se evadirá de Pontevedro y la economía podrá reflotar. Los conflictos de Pontevedro se viven, en la acción, desde la embajada de ese (imaginario) ducado en París. Y también en el jardín de la viuda, donde se bailan las danzas "pontevedrinas" (en realidad, el coreógrafo inserta aquí bailes folclóricos kolo, oriundos de Serbia).
Hay otras: polcas, galop, el resonante cancán del final (¡entre los mozos del Maxim's!) y, en especial, valses. Como el delicadísimo vals lento que bailan Ledo y Giménez al final del primer acto, que va intensificando su tempo en un crescendo perfecto. Y otro, en el segundo acto: el de la pareja de Valencienne -esposa del embajador- y Camille (Camila Bocca y Maximiliano Iglesias), de encomiable fluidez en los lentos y arduos portés.
Son los dominios del développé brillante donde se imponen la ligereza y la gracia, con enredos de parejas cruzadas, engaños y sorpresas, como en un vaudeville de Labiche. Pero atención: en el universo Lehár también flota eso que los vieneses denominan Gemütlichkeit, intraducible mezcla de edulcoramiento, nostalgia y abulia, tan del decadente imperio austro-húngaro en la primera preguerra. Lograr esa atmósfera es uno de los aciertos de esta versión, en la que hay que celebrar, también, la homogeneidad de conjunto y el crecimiento técnico de esta nueva generación de bailarines (suele escasear, no obstante, una pizca de carácter en la composición de personajes), que está reconquistando la energía y la alegría de bailar hasta el amanecer. Como en las noches parisinas de La viuda alegre.
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