Natalia Osipova y la libertad de ser una Giselle fuera de serie
Da la sensación que la bailarina rusa no “interpreta” a la clásica aldeana que muere de amor y se transforma en un alma en pena sino que ella “es” Giselle; una personalísima actuación, con ovación adentro y afuera del Teatro Colón
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Podría pensarse como una metáfora: Natalia Osipova no sale a escena aquí con el vestido azul celeste de la jovencita inocente que usaban Margot, la Fracci, las dos Ferri (Olga y Alessandra) ni todas las bailarinas que se vieron en estos días sobre el mismo escenario del Teatro Colón. Tampoco usa el mismo traje impoluto con el que las almas en pena de mujeres muertas por una traición parecen flotar en el segundo acto del ballet romántico por antonomasia: el suyo no tiene ese blanco perfecto; ni muchísimo menos sus zapatillas, que prepara con una trincheta, entre el vendaval de su camarín y la coulisse del escenario. En definitiva, si se pone el vestuario de la aldeana en tonos beige o un tutú romántico con un ruedo en picos sería lo de menos, pero lo que salta a la vista desde el minuto uno es que Natalia Osipova viste su propia piel para ser Giselle; sin ataduras, con la libertad de ser una estrella de hoy.
Desde la apariencia hasta su modo de bailar, en Giselle según Osipova la rusa se aleja de las convenciones, lo que justamente la convierte en una fuera de serie. Varias veces toma un camino diferente del prototípico guion gestual y la pantomima de la obra (su Giselle se seca el sudor o la boca de las copas que ofrece a la corte con la tela de su falda, habla mientras repasa los hechos que desencadenan la escena de la locura, no porta el velo al borde de su tumba, lanza flores a Mirtha), acciones que hasta pueden desconcertar in situ al cuerpo de baile, mientras que se apoya en el dominio absoluto de su técnica a favor de la construcción de un personaje distintivo. Incluso en este último aspecto, hasta los pequeños saltos los hace grandes y rápidos, como si le quemara el suelo, leves inclinaciones las convierte en pronunciados cambrés, la velocidad avasalla la música y su manejo de las puntas queda a merced de la intención que ella quiere otorgarle a la actuación. Si en el primer acto es menos modosita y más pizpireta que la media, en el segundo, su espíritu poseído de mujer goza de una profundidad sustancial. ¿Cómo no pensar que la interpretación de su ballet clásico favorito seguirá cambiando al ritmo de esa libertad que la mueve?
La invitada estelar, primera figura del Royal Ballet de Londres, se presentó por primera vez en el Teatro Colón anoche junto al bailarín brasileño Daniel Camargo, que enalteció bastante más que con su physique du rôle al duque Albrecht, sobre todo en el segundo acto, cuando hizo gala de unos veloces y limpios entrechats bien recompensados por el público (los aleteos que producen los entrecruzamientos de las piernas en el aire suelen ejercer fascinación).
Como en las funciones anteriores de la temporada que comenzó hace diez días con este título, el Ballet Estable se luce en cada tramo de la obra, no solo en los divertissement como interpretaciones de los solistas (el pas de Paysan de Maximiliano Iglesias y Camila Bocca), sino especialmente en las escenas de conjunto. Específicamente en el terreno sombrío de las Willis, el ajustado conjunto de espectrales figuras que avanza, tan bello, en filas milimetradas de arabesques, tuvo en este reparto una reina para destacar: la actuación de Paula Cassano como Mirtha, un rol definitivamente protagónico en esta historia (y emblemático para la historia del ballet), con todos sus desafíos bien cumplidos.
En una súbita Nataliamanía, la función del jueves a la noche terminó en la sala con reiterados saludos y prolongados aplausos que bajaron en cascada del paraíso a la platea para ovacionar a los artistas en el final de la función. Pero las manifestaciones de admiración no terminaron ahí, continuaron puertas afuera. Alguien ingenioso preguntaba bromeando si tal cantidad de fervorosas chicas no estarían esperando a Justin Bieber: en la salida, sobre la calle Cerrito, decenas y decenas de fans aguardaban que Osipova estampara su firma en el programa de mano, las entradas de la función o en las puntas de un zapatillas de baile. Entre selfies y besos lanzados al aire, la rusa hizo una lenta y sonriente travesía para subirse al auto que la llevara de vuelta al hotel.
Este domingo, a las 17, habrá una segunda y última función de Natalia Osipova como Giselle con la compañía que dirige Mario Galizzi. Se transmitirá a todo el mundo por streaming en la página web y las redes sociales del Teatro Colón. No hay por qué para perdérsela. Los más puristas quedan prevenidos.
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