“La fierecilla domada” en el Teatro Colón: una fiesta escénica que perdurará en la memoria
Confluyen un intérprete fuera de norma, sin convenciones, una imbatible pieza de comedia y una histórica musa inspiradora
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La fierecilla domada, ballet en dos actos. Coreografía: John Cranko. Música: Kurt-Heinz Stolze sobre temas de Domenico Scarlatti. Por el Ballet del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzi. Reposición: Pablo Aharonian. Diseño escenográfico: Elizabeth Dalton. Luces: Steen Bjarke. Supervisión general: Marcia Haydée. Orquesta Estable del Teatro Colón. Dirección: Javier Logioia Orbe. Teatro Colón. Próximas funciones: de martes a sábado, a las 20.
Nuestra opinión: Excelente
Bastarían los puntapiés, los cabezazos, volteretas y revolcones que, con minuciosa técnica, se intercambian el cubano Osiel Gouneo y Camila Bocca en sus primeros enfrentamientos de La fierecilla domada para entrever la inocultable vocación teatral del coreógrafo John Cranko (1927-1973), incluso en manifestaciones acrobáticas del género, como en este caso –a todas luces- las de La Commedia dell’Arte. Y, sobre todo, por Shakespeare, a quien había apelado muy temprano, en 1958, con su versión de Romeo y Julieta, reelaborada en 1962 para Marcia Haydée y Richard Cragun.
Sobre la misma pareja emblemática del Stuttgart Ballet, Cranko modeló, después, las criaturas que ahora reviven con frescura y asombrosa eficacia en el Ballet Estable del Colón que, con autoridad, dirige Mario Galizzi. Esta pieza, posterior (1969), proviene de la otra dimensión dramatúrgica de Shakespeare, la de la comedia, género difícil de abordar en el código del ballet académico y que mueve a un desafío de otro orden. Se advierte en composiciones, histriónicamente resueltas, de caracteres secundarios, como las dos prostitutas de la taberna (las traviesamente desatadas Luciana Barrirero y Cecilia Lucero), o Bautista (corporizado por Lucas Garcilaso), el padre ricachón que necesita casar a su hija rebelde y, sobre todo, en los pretendientes de Blanca, la hermana menor de la “fierecilla”; estos son los personajes más hilarantes de la comedia, jugados graciosamente por Federico Fernández (Lucencio), Vinicius Vasconcellos (Gremio) y Emanuel Abruzzo (Hortensio, rol que, en el estreno, bailó otro predestinado: John Neumeier).
De Blanca hay que decir que ha encontrado en Ayelén Sánchez una intérprete sensible y sutil que, sin embargo, acierta a concederle al personaje también los chispazos rebeldes que le brotan; alcanzó su mejor momento en el pas de deux de los tramos finales con su prometido Lucencio, cuyo intérprete en esa escena ya no fue el mismo del primer acto (Federico Fernández, lesionado, debió ser reemplazado, con elegante porte, por Gerardo Wyss, previsto en ese rol para el segundo elenco).
Lo que propone la pieza original (basada en un cuento medieval del Infante Don Juan Manuel) apunta a un conflicto afín a la batalla de los sexos que, a 54 años de su estreno y en pleno siglo XXI, podría suscitar polémica a propósito del machismo, la sumisión de la mujer y otras cuestiones hoy urticantes. Habrá que verlo en perspectiva histórica y aceptar convenciones clásicas de la comedia, con un happy ending en el que la otrora indómita Catalina no solo se rinde a la ruda “domesticación” del astuto Petruchio sino que, a su vez, transmite las normas de la obediencia matrimonial a su hermana Blanca.
El cuerpo de baile del Estable también es consecuente con esas exigencias teatrales tan caras a Cranko, en escenas grupales del sofisticado entorno, en especial en el carnaval del segundo acto, con su complejo trazado geométrico y, además, con el refinadísimo y deslumbrante vestuario de Elisabeth Dalton. En ese tramo sonoramente más contemporáneo de la formidable partitura de Stolze –aunque no solo en ese– descuella una vez más la experimentada batuta del maestro Javier Logioia Orbe en la conducción de la Orquesta Estable del Colón.
Pero lo que concentra la atención (y el deleite) de los balletómanos recala en la explosiva pareja central, dos personajes casi arquetípicos enfrentados en una secular oposición. La complementariedad de Gouneo con Bocca es fluida, dinámica; evoca, en algún punto, la coherencia que en 1993 lograban en esas mismas lides Julio Bocca y Alessandra Ferri. Camila (histriónicamente caprichosa, áspera, graciosa) transita del desenfado casi masculino de la Catalina inicial a las delicadezas femeninas de la esposa “domada”. Y sus diseños aéreos en los portés del último pas de deux son impecables.
Gouneo, 32 años, ex Ballet de Cuba y primer bailarín del Bayerisches Staatsballett de Munich, no casualmente también actor, es un intérprete aldilà de toda convención que le habría encantado a Cranko; su técnica, su velocidad para pasar de una figura coreográfica a otra con su avasallante Petruchio, así como su impronta virtuosa para resolver dancísticamente la brusquedad de los choques domésticos, apabullan. No le basta bailar: necesita “salirse de cajas”, movilizar el cuerpo más allá de los cánones académicos.
Si bien en algunos tramos la estructura de la pieza delata el paso del tiempo (la sujeción a la construcción shakespeareana “estira” la peripecia secundaria de Blanca, en perjuicio de la central), La fierecilla… de Cranko sigue sorprendiendo por su despliegue de proezas técnicas. Y, en cuanto a ejecución, esta performance de la compañía oficial (con la proverbial supervisión de Marcia Haydée, una intérprete copartícipe de la creación original capaz de insuflar a esta reposición un espíritu privilegiado), quedará como una fiesta escénica de esas que perduran en la memoria.
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