Que para llegar a ser un artista se tarda toda la vida es una idea que Iñaki Urlezaga expresó una y mil veces en más de veinte de años de carrera. Y es inevitable recordarlo ahora, cuando una etapa importante acaba de cerrarse. Cuesta creer –por su inquietud natural– que este haya sido el final de su relación con la danza, sencillamente porque a lo largo del camino ha mostrado mucho más que su talento para la interpretación: se animó a la creación de obras coreográficas, se atrevió a la gestión con una compañía privada y también corrió con los riesgos y las responsabilidades de la función pública. De todos esos "Iñakis" el que se despidió este año es uno solo: el bailarín.
Escribí, en parte, este texto, como nota del programa de mano de la gira del adiós que lo llevó del norte al sur de nuestro país (y un poco más allá de los límites argentinos, también). Mientras lo hacía, recordaba la conocida historia de sus primeros pasos, cuando tenía menos años que los dedos de una mano y andaba ya improvisando en el fondo de la casa de su abuela, durante las siestas, en La Plata. Desde entonces, su familia fue fundamental para el despegue, el vuelo y los aterrizajes de una ruta trasatlántica. Su formación se la debe al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, donde fue un alumno ejemplar. La experiencia que se adquiere escalón tras escalón la ganó en los escenarios del mundo: pasó una larga década en el Royal Ballet de Londres, más algunos años como figura invitada en Holanda, sin contar sus presentaciones en los teatros más emblemáticos para el ballet. Pero el cambio de milenio lo trajo de vuelta a su país y, desde entonces, para todos, Iñaki Urlezaga es más que ese reconocido bailarín, dúctil e instintivo, expresivo y tenaz, que una vez estuvo en jaque por una caída que le dolió física y mentalmente. Libre de los prejuicios que supone estar atento a la mirada de los otros, se hizo notable en el terreno donde el arte se encuentra con la popularidad. "Estudiás diez años, para bailar veinte. Es mucha la paciencia y la humildad que hay que tener cuando es tan efímero lo que sucede. Uno vive siempre esta vida a destiempo", decía hace no tanto.
Llegado, justamente, el tiempo de reconocer los límites del cuerpo, que pierde fuerza como los árboles las hojas, Urlezaga planificó este 2018 con mirada federal. Fue de Jujuy a San Juan, con una última estación entre el perfume de los tilos que caracterizan su ciudad, donde el mes pasado colgó las zapatillas.
Pero entre todo esto, lo que no se podía saber –a decir verdad, ni siquiera imaginar–era cómo iba a resultar su regreso al Teatro Colón tras 12 años de distancia con bemoles. El carácter emotivo de la función era, por supuesto, preanunciado, pero lo extraordinario de esa cita con la danza se salió de libreto. Urlezaga dejó en ese Romeo toda su sabiduría y su pasión. Bailó con una exquisita bailarina invitada, la británica Lauren Cuthbertson, y a sus 42 demostró el valor de la experiencia. Le pidió a su físico un último esfuerzo para hacer la obra de Kenneth MacMillan con la que muchos soñarían el retiro. Y desplegó ese rol que en escena lo posee sin soltarlo ni un momento. Si el cansancio amenazaba con hacerse notar y el aire empezaba a escasear, allí el conocimiento ganaba terreno y el vuelo de la interpretación se imponía al virtuosismo conmoviendo a propios y ajenos. Varios se enjugaban las lágrimas cuando se iluminó la sala en el remate de la tragedia de Shakespeare.
Bajo una lluvia de pétalos, aliviado y feliz, Urlezaga recibió los aplausos que bajaron en catarata desde la cazuela de pie hasta el escenario. Y recibió también uno, tres, cinco ramos antes de volver a besar a su Julieta y al público, que alargó el saludo conciente del final. Si, como él siempre creyó, para saldar una carrera bastaba con tener diez noches memorables, aquella fue su última noche mágica.
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