Oriundo de Santa Fe, se formó en el liceo militar y enseguida ingresó en el Teatro Colón, donde hizo una carrera de casi tres décadas en el Ballet Estable; este viernes será su última función como el villano de El Corsario
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Digámoslo con todas las letras: Birbanto es un traidor, el malo de la película (del ballet, en este caso). Un personaje inescrupuloso, que entregaría a su mejor amigo por un harén. Es lo que se llama un personaje de carácter en El Corsario, el título con perfume de Lord Byron que cierra la temporada 2023 del Teatro Colón. Cuando Edgardo Trabalón encarna a este pirata, así como aquella vez que supo ser el tortuoso archidiácono de la catedral en Notre Dame de París de Roland Petit, el tipo buenazo, tranquilo y afable se transforma, se entrega a una especie de terapia artística que lo lleva de excursión al lado oscuro. Y artísticamente, entonces, sobresale, brilla. Así, con el pañuelo bien ajustado sobre frente y empuñando una rosa con el filo de cuchillo, saldrá este viernes a escena por última vez acompañado por Maricel De Mitri, su compañera de tantos años que estará de vuelta para bailar con él la noche en que la cuenta regresiva se ponga en cero. Es la despedida de los escenarios de un artista que no puede haber pasado inadvertido para el público del Ballet Estable de las últimas tres décadas (desde 1995 forma parte del elenco y como primer bailarín interpretó buena parte del repertorio clásico) y el último eslabón de una generación que debería verse como una referencia cercana y fundamental hacia el futuro de la compañía.
En el camarín de varones que solía compartir con Alejandro Parente, Leonardo Reale y Vagram Ambartsoumian, Edgardo sonríe generosamente. Está contento, dice. Se cambia las zapatillas, estira los pies y con un café que toma de a sorbos, como si no quisiera que se le acabe, sale a recorrer los pasillos de la casa donde terminó de formarse y en la que hizo toda su carrera profesional, inclusive como maestro. Últimamente, cuenta, ve pasar como flashes escenas de su propia historia, cuando era un chico de primaria en Santa Fe y estudiaba danzas con su mamá, María, antes de ingresar pupilo en el liceo militar, donde descubrió que la danza era sinónimo de libertad. Un rato más tarde, sentado en un palco de la magnífica sala principal, completamente iluminada, escucha una audición para cantantes que coincide casualmente con la sesión de fotos para esta entrevista. “Una furtiva lágrima”, señala, y se emociona, cuando oye el aria más célebre de El elixir de amor, la ópera de Donizetti.
-Hace unos años conversábamos sobre la proximidad del retiro y te imaginabas una despedida como Albrecht, en Giselle, o en el rol de Don José, en Carmen.
-Tal cual, fue para la época de la pandemia y, entre tantas cosas que nos cambió en la vida, esto se extendió. Ahora la decisión la tomé junto con Mario [Galizzi, el director del Ballet del Colón]. En principio, este mes iba a ir La Bayadera, pero después, cuando me dijo que se haría El Corsario, me preguntó qué me parecía retirarme del escenario como Birbanto, un rol que me queda bien, con el que me siento comodísimo. Siempre me gustó hacerlo. Tuve que ponerme bien a tono, porque si bien venía bailando no lo hacía regularmente. Tengo las emociones así [dibuja una montaña rusa con la mano en el aire]… fluctuantes, con altibajos: por momentos eufórico, en otros, nostálgico. Pero la decisión está tomadísima, estoy convencido, este es el momento. Lo siente mi cuerpo, mi espíritu y mi cabeza. Soy muy feliz dando clases y estos diez años como maestro en el Instituto Superior de Arte (ISA) del Teatro Colón, como maestro en la compañía y dando seminarios, me llevó a hacer un proceso. No es un corte abrupto, no se termina para mí la danza, sino que toma una transformación.
-¿Qué ves en esos flashbacks que te sorprenden por estos días?
-Situaciones preparándome para un concurso como el de Brasil, con mi madre, hace ya muchos años; momentos en el Instituto; otros con mi maestro Haichi Akamine, que murió hace casi un año, siempre guiándome. Me hubiese encantado que él estuviera acá, estaría feliz, siempre me quiso como un hijo, lo decía.
-Tener una continuidad en la docencia después del retiro es uno de los caminos más frecuentes para un bailarín, lo que no es tan usual es ser maestro de tus propios compañeros, profesionales, en la compañía. ¿Cómo se dio esa relación?
-Cuando Mario me lo propuso, me sentí preparado, pero cuando estás ahí no es fácil darles clases a tus compañeros, exigirles, corregirlos. Estoy sorprendido por cómo fui recibido en este lugar, se portaron muy bien conmigo, siento mucho respeto, hay profesionalismo. Era un desafío grandísimo. Si pasás eso, estás listo para todo. Las primeras veces me temblaba la voz. Tener que darle clases a Marianela Núñez, a María Khoreva, a Davide Dato, a Kimin Kim... Es una experiencia hermosa, me apasiona. Va a ser mi vida, mi futuro.
-Es verdad que Birbanto te queda bien: un personaje de carácter, ¡con carácter! No me imaginaba una despedida tuya como un príncipe.
-Albrecht, por ejemplo, me marcó la carrera: ingresé al ballet haciendo la variación del segundo acto, lo reemplacé a Iñaki Urlezaga del día a la noche cuando se desgarró con Giselle, obtuve reconocimientos con sus variaciones. Ahora me siento mucho más cómodo con roles de carácter. Soy una persona de carácter. Si bien todos me consideran una buena persona, alguien tranquilo, tengo un temperamento fuerte que es también lo que me permitió llegar a los 47 años en la forma en la que estoy, puedo hacer double saut de basque, cabrioles, doble tours, que requieren de una disciplina. Descubrí esto cuando hice Frollo, en Notre Dame de París, de Roland Petit, un personaje bastante morboso de la novela de Victor Hugo.
-Físicamente son personajes demandantes, pero psicológicamente mucho más.
-Iba hacia ese punto: siento que hago catarsis, una especie de terapia escénica; me resulta cómodo transcurrir por la psiquis de esos personajes. Frollo, el cambio que le ocurre a Don José, Hilarión también…. Bribanto me fascina porque tiene una trama de traición, estrategia y muerte. Me gustan los dramas. Cuando voy a elegir una película, cuando leo un libro, también. Me gustan los ballets dramáticos. Creo que soy un dramático por naturaleza, no soy un romántico. Y sé que me queda bien también por mi cara, mis rasgos, mi tipo de físico.
-¿Te gusta verte en videos, en fotos?
-No, no, me cuesta un montón. Soy muy cruel. La mente del bailarín clásico es muy exigente. Y yo soy virginiano, así que ultradetallista, perfeccionista.
-Hablabas de cómo llegaste acá y de una disciplina que me recuerda tu primera formación: el liceo militar.
-Empecé a bailar de muy chico porque mi mamá es profesora de danzas. La primera vez que pisé el escenario fue a los 5 años, en el teatro 1° de Mayo de Santa Fe, mi ciudad. A esa edad no sabés si te gusta; yo lo tomaba como una diversión con otros chicos. Mi papá era policía y mi abuelo militar, creo que de ahí viene el hecho de querer cumplir con algún mandato. Así que entré en el Liceo militar a los once, en la localidad de Recreo, un campo cerca de la capital de San Fe. Íbamos de domingo a viernes, pupilos. Cuando ingresé, esa primera semana, enseguida sentí que no tenía libertad; había que cumplir órdenes, no podía matar un mosquito o tomar agua cuando yo quería. Y cuando volvía a casa por el fin de semana y hacía mis clases, la danza me conectaba con la libertad; podía sentir un montón de cosas que me privaba la escuela militar. Estando en el Liceo es que decido que voy a ser bailarín, pero antes lo iba a terminar.
-Hubo una obra, Danza de los Estados, que sacaba a relucir esta faceta biográfica. Ahí aparecías limpiando un arma y contando una anécdota: la noche que te “pescaron” haciendo una pirueta.
-Se llama imaginaria, cuando hacés la guardia nocturna. Yo estaba de 2 a 4 de la madrugada. Creo que era en cuarto año, tendría 15: mi cabeza ya se preparaba para ingresar en el ISA del Teatro Colón. El caso es que estaba de guardia con el arma, un fusil automático liviano, y pensé: “no hay nadie”. Entonces dejé el FAL a un costado y me puse a girar, a practicar piruetas. Cuando viene el oficial a cargo y me ve, no sabía si me había vuelto loco. Me hizo hacer cuerpo a tierra, correr, me pegó un baile terrible. Pensé que me iban a sancionar, ¡justo que estaba peleando por la bandera entre los mejores promedios! La cuestión fue muy cómica, porque cuando se enteró de mis notas, de que era uno de los mejores cadetes, interpretó que podía ser que estuviera desbordado por tanto estudio. Entonces me dieron un descanso de las guardias.
-No tuviste más que formación militar.
-Soy subteniente de reserva del arma de caballería. Si había algún acontecimiento bélico y me llamaban, tenía que ir, porque juré la bandera. Soy jefe de sección de tanques: cinco tanques a mi cargo. Pero ya está, ya pasó. Cuando la gran mayoría de mis compañeros se enteraron de que era bailarín del Colón estuvieron orgullosos de mí.
-¿Van a venir a verte en la despedida?
-¡Sí, son un montón, no lo pueden creer! Vienen de diferentes partes del país. Tenemos un chat en el que nos comunicamos todos los días. Somos como hermanos, con una unión increíble.
-En perspectiva, ¿qué valorás hoy de esa formación?
-Quería hablar de eso: creo que la preparación física, psicológica y espiritual que me dio el liceo me hizo llegar hasta esta edad así como estoy. En lo físico no tuve lesiones de rodilla y se lo atribuyo a la cantidad de saltos rana, a una preparación física de piernas tremenda. Y la fortaleza psicológica y espiritual no solo me sirvió para la danza, sino para la vida, las roturas de corazón, para sobreponerte, la resiliencia. Agradezco esa preparación. Además, siempre fueron muy respetuosos conmigo: los militares nunca me cargaron por ser bailarín. Al contrario, tengo un audio de mi oficial instructor que me mandó orgulloso un mensaje desde Italia porque no va a poder estar en mi despedida. Imaginate: un militar que llega a primer bailarín es una cosa rarísima. Pero la disciplina es parecida.
-¿Qué te queda pendiente con la danza?
-Nada. El ballet me dio mucho más de lo que yo esperaba. Cuando vine de Santa Fe mi intención era ingresar al Instituto, con eso hacía un golazo. Entré en quinto año, tuve maestros maravillosos y después fue todo muy rápido. A mitad de sexto ingresé en el Ballet Estable. Tuve la oportunidad de participar y ver a uno de los más grandes bailarines, Vladimir Vasiliev en Sorba el griego, hacer el Don Quijote que Julio Bocca llevó con la compañía al Luna Park; de repente estaba trabajando con mis ídolos y me parecía increíble. Y ahora que hice la mayoría de los roles de primer bailarín de los clásicos estoy recontra agradecido. No me queda nada. Estoy feliz. La danza me dio amistades, me hizo viajar, representar al Colón, a la Argentina y a Sudamérica en galas. Fue un sueño hermoso.
-Sos el último de una generación…
-La generación de Alejandro Parente, Karina Olmedo, Maricel De Mitri, Silvina Perillo, Leo Reale, Gabriela Alberti, Miriam Coehlo, Vagram Ambartsoumian.
-¿Qué se termina para vos con esa generación?
-Éramos muy unidos, hablábamos todos el mismo idioma; cuando se fueron yendo, era como si se desprendiera algo de mí con cada uno. Somos de otra generación que quizá no teníamos el gimnasio ni la kinesiología que hay ahora, no podíamos ver todos los ballets que queríamos en YouTube. Tengo recuerdos muy lindos, por ejemplo, con Alejandro, de trabajar juntos, de corregirnos entre nosotros. Es lo que le digo a los chicos cuando doy clases: ayúdense entre ustedes. Creo que esa es la característica más fuerte de ese grupo. Hoy hay muchas cosas, avances, pero creo que se está poniendo mucho énfasis en la técnica y se está olvidando la poesía de la danza, el sentimiento, y nosotros estamos acá para emocionar al público. Lo más importante es lo artístico.
-¿Cuál crees que fue tu gran oportunidad, la que te permitió pegar el salto?
-Creo que hubo dos o tres. Primero el concurso de Brasil donde gano una beca para estudiar en Moscú, con maestros del Bolshoi: estuve unos tres meses allá, justo cuando había terminado el liceo. Conocí otra Rusia, no la de ahora, y me cambió la cabeza. Otro trampolín fue el ingreso al Instituto, un puntapié importantísimo. Y creo que donde hago el despegue como bailarín es con el rol de Frollo, empiezo ahí a entender por dónde va la interpretación y cómo elaborar los personajes. Luigi Bonino en ese momento me ayudó muchísimo, me guio de una forma fantástica. Siento que entonces me empecé a adueñar del escenario, a pisar fuerte: podríamos decir que antes de me movía el piso.
-El domingo del estreno estabas nervioso.
-Sí. A partir de ahora todo es “el último” algo. Sentí una ansiedad como no tenía desde los 18 años. Te confieso algo: nunca me gustó bailar los domingos y, mirá vos, mi último estreno fue un domingo. Me pasaba que cuando venía para acá en el colectivo veía a la gente en los parques, tranquilos con su familia, y pensaba: ¿quién va a venir al teatro a las cinco de la tarde? Amo bailar, pero los domingos siempre me costó. Después todo es hermoso y no quiero que termine la función.
-Hablamos de la continuidad en la danza como maestro, ¿qué más ves con tu cambio de vida a partir de mañana?
-Siempre quise construir, colaborar. Creo que tiene que ver con mi signo, Virgo, que es hospitalario por naturaleza. Siento que tengo que pasar un legado a los más jóvenes, así como me pasó con compañeros mayores en la compañía, y como me enseñaron mis maestros y mis padres. Lo que viene ahora es dar, dar, dar. Y seguir aprendiendo; hasta el día que nos vayamos de esta vida, hay que ayudar.
-¿Tenés fe?
-Sí, creo en Dios, sobre todo después de la pandemia. Estaba un poco enemistado con Dios, pero soy muy creyente.
-¿Qué dice tu mamá, tu primera maestra, en estos días?
-¡Imaginate! No podemos ni hablar de la emoción. Está feliz, agradecida, muy orgullosa por todo lo logrado. Va a venir de Santa Fe, claro.
La hora de Carla Vincelli
Cuando termina la obra y sobreviene la lluvia de pétalos, los abrazos de los seres queridos, el aplauso largo del público, las despedidas de las bailarinas constituyen en esa suerte de bis emotivo un espectáculo en sí mismo que es, a la vez, la hora del homenaje. Tal será el caso de Carla Vincelli, quien también se retira con El Corsario, en el rol protagónico de Medora. Alumna de Marisa Ferri y Wasil Tupin, formada en el ISA del Teatro Colón -del que egresó con medalla de oro-, ya con experiencia profesional ingresó al Ballet Estable del Teatro Colón en 2004, donde desempeñó los roles más importantes del repertorio. Se despide de la compañía este sábado, a las 20.
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