“La bella durmiente del bosque”, un eficaz desfile de hazañas escénicas
Volvió a escena en el Teatro Colón el clásico cuento danzado en versión del director de la compañía Mario Galizzi
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La bella durmiente del bosque, ballet en un prólogo y tres actos, sobre el cuento de Charles Perrault. Música: P. I. Tchaikovsky. Coreografía: Mario Galizzi (sobre la original de Marius Petipa). Por el Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzi. Escenografía: Christian Prego. Vestuario: Aníbal Lápiz. Iluminación: Rubén Conde. Orquesta Estable. Dirección: Carlos Calleja. En el Teatro Colón. Funciones hasta el 25 de junio.
Nuestra opinión: Muy bueno
La princesa Aurora irrumpe en escena para la celebración de su décimo sexto cumpleaños con un delicioso despliegue de pasos y giros, toda una exaltación de su figura adolescente: leve y grácil, Ayelén Sánchez, quien en la temporada 2017 había corporizado al Hada de las Lilas (y volverá a hacerlo, en algunas de las próximas funciones) ahora asume el rol protagónico de La bella durmiente del bosque, según la revisión que acometió Mario Galizzi en 1990 por el centenario de la coreografía original de Marius Petipa. El esplendor de la cumpleañera será interrumpido por la llegada de la resentida bruja Carabosse (Rocío Agüero), cuya ofrenda floral esconde, artero, el somnífero vengador que paralizará a la heroína adolescente y, después, a todo el entorno del bosque.
Pero nos estamos anticipando. Antes de esa escena crucial hay un prólogo que expone “El bautismo” de la princesa, dieciséis años atrás, en el que comparece un séquito de hadas, convocadas al acontecimiento. Es en esa circunstancia cuando se presenta la siniestra Carabosse, desairada, porque Catalabutte, el maestro de ceremonias, se olvidó de invitarla. Gran error. Y horror: la venganza de la bruja llegará, algún día. Pero, por el momento y como para disipar la mala onda, este primer tramo se cierra con la música bailable que ejecuta la Orquesta Estable del Colón, dirigida en esta oportunidad por Carlos Calleja. Es la contundente partitura compuesta por Tchaikovsky de acuerdo con las precisas indicaciones de Petipa, según requerimientos de su concepción, y que dieron lugar a este extenso desfile de hazañas escénicas, una obra compleja que se ha convertido –al decir de Rudolf Nureyev- en “el ballet de todos los ballets” .
Compositor y coreógrafo elaboraron la pieza en 1890, sobre un cuento de Charles Perrault de casi dos siglos antes. Asombra que bajo el caparazón feérico y juvenil de las celebraciones esconda una veta oscura, la sangre que brota del pinchazo maligno (que en esta reposición Sánchez dramatizará con convicción), así como la parálisis que sobreviene y que dura cien años. Como ocurre con los mitos clásicos, en esos claroscuros las interpretaciones contemporáneas encuentran señales arquetípicas: el letargo en el que cae la princesa, por ejemplo, es una alegoría –según Bruno Bettelheim- de su retraso de crecimiento, el tardío despertar sexual con ese príncipe que será su amante.
El primer acto, el del cumpleaños (titulado “El hechizo”), arranca con un vals –uno de los “pedidos” ad hoc de Petipa al compositor–, en el que surgen las siluetas del sector femenino del Cuerpo Estable del Colón (más las niñas del Instituto Superior de Arte), como una suerte de ola humana, grácil y ondulante. Comparece la princesa: alternando con sus cuatro pretendientes y luego, en el solo de la variación final, Ayelén Sánchez ejercita allí su fluida ductilidad para los déboulés y los penchés.
A la maldad de Carabosse, con su pinchazo sanguinario y el consiguiente desvanecimiento de Aurora, sigue la controversia de la bruja con el Hada de las Lilas, que intenta paliar el efecto del daño; es una suerte de duelo, en el que Camila Bocca impone calidades sutiles a su accionar de hada, mientras que Rocío Agüero desata una feroz velocidad, amén del nervio que su carácter requiere.
Hay que hablar del príncipe y de su (tardía) llegada al bosque encantado, cien años después: Juan Pablo Ledo vuelve a asumir ese rol con la misma eficiencia y ese plus de aplomo que le otorga la experiencia, en un punto cénit –tal vez- de su trayectoria. El solo que precede a “La visión” es impecable, y el dúo con la imaginaria princesa depara deleites que se retomarán en el acto siguiente, en la boda misma. La escena, en rigor, es un recurso dramático para demorar el beso prodigioso con el que la adolescente y su entorno volverán a la vida.
El capítulo final, las “Bodas de Aurora” y su indisimulable condición de “apéndice” (tanto, que a veces se ofrece como pieza autónoma), reserva los bocados gourmet que todo balletómano espera volver a ver. No hay magia en este cierre, pero sí pirotecnia y divertimento a discreción, que Galizzi, adaptador y director de la compañía, se esmeró en orquestar. Ahí están la Amatista de Caterina Stutz y el Diamante de Candela Rodríguez Echenique, así como las esperadas variaciones de los varones, a saber, el Pulgarcito de Luciano García y las espectacularidades del paraguayo Jiva Velázquez (el Oro), con su proverbial y atlética figura, y la no menos versátil disponibilidad del venezolano Yosmer Carreño, con su aplaudido Pájaro Azul. Un repertorio de figuras, leyendas y virtuosismos, en fin, que adultos y adolescentes disfrutan una y otra vez.
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