Juego del tiempo, de Margarita Bali: una artista, una trayectoria, una energía sin edad
Margarita Bali vuelve con este espectáculo a la danza, a sus 81 años; la consagrada bailarina de inconfundible figura presenta un unipersonal que se vuelve un festival de movimientos e imágenes, en el Teatro Cervantes
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Juego del tiempo. Coreografía, interpretación y realización de videos: Margarita Bali. Puesta en escena y dirección: Bali y Gerardo Litvak. Música y diseño sonoro: Gabriel Gendin. Diseño escenográfico: Graciela Galán. Vestuario: Mónica Toschi. Iluminación: Eli Sirlin. Asistencia audiovisual: Agustina Piñeiro. Asistencia coreográfica: Carla Rímola. Sala: Teatro Cervantes (Sala Luisa Vehil). Funciones: de jueves a domingo, hasta el 22 de septiembre. Nuestra opinión: excelente.
“La paradoja del bailarín reside en que, cuando llega a los 40 años y se siente seguro sobre sus pies, llega también el momento de retirarse.” Por contraste, es difícil no acordarse de esa sentencia de Pina Bausch cuando, en el concentrado ámbito de la Sala Luisa Vehil del Teatro Cervantes, se ilumina la despojada tarima y, desde un lateral se insinúa, descalza y atravesando el proscenio, la inconfundible figura de Margarita Bali. La consagrada bailarina, coreógrafa y videasta concibe un unipersonal que comienza con trazos austeros (una sucesión de fotogramas pequeños en blanco y negro, en una “tira” proyectada que va pasando, con escenas de sus obras) y evoluciona hasta exhibir, en un festival de danzas e imágenes, fenómenos del universo: magias que se verifican en el espacio sideral o en lo profundo del mar. Una dimensión que conoce en términos de ciencia: Bali es, también, bióloga. Lo sorprendente es que esta retrospectiva de su casi medio siglo de producción es expuesta, durante algo más de una hora, como celebración de los 81 años de la bailarina, con lo cual la contundente observación de Pina debe hacerle lugar a esta asombrosa, exultante excepción.
Semejante prueba de la elocuente vitalidad de esta emblemática artífice de la danza argentina no es más que un aspecto (uno más) de ese resumen de una vida, a saber, la serie de incontables piezas coreográficas, casi todas plasmadas con la legendaria compañía que ella encabezó. Pero, además, hay una exploración esencial del cuerpo, de sus posibilidades expresivas (sea en movimiento o en la quietud) y su proyección hacia el cosmos. Es lo que depara Juego del tiempo, el espectáculo orquestado por la propia Bali y Gerardo Litvak, que se podrá ver en el teatro oficial hasta el 22 de septiembre.
Hay fluidez en las figuras con que sus brazos y sus piernas se elevan, se contraen, se agitan; en la proverbial sencillez de sus diseños coreográficos Bali parece fundar, más que un métier, las claves de una existencia, el núcleo vital de una afirmación y un desempeño sin edad, sin los cuales la vida carecería de sentido. En el despliegue de la propuesta confluyen algunos de los colaboradores y colaboradoras que la rodearon en el repertorio de Nucleodanza, el grupo independiente de danza contemporánea que ella misma creó a fines de los 70, comenzando por la escenógrafa Graciela Galán, quien aquí aporta una suerte de “grado cero del espacio escénico”, dos paneles y un fondo, todo en tonalidad tiza, donde se multiplicarán las proyecciones. O el vestuario en blanc (un trajecito, una enagua) de la infaltable Mónica Toschi, tan en consonancia con la sobriedad de quien los viste. Y están las luces de Eli Sirlin, capaz de infundir misterio al despojado ámbito.
Los temas musicales y el diseño sonoro de Gabriel Gendin (presentes desde que la intérprete asoma en escena) proponen un clima especialmente extrañante en el encuentro de Margarita con la luna, en su lado visible, y con la fascinación del firmamento; también, con el mar, el ir y venir de una leve espuma y la irrupción de olas, las mismas de su pieza Marea alta, las que -proyectadas- inundan todo, incluido el piso, mientras la bailarina se detiene, de espaldas, en la contemplación de ese espectáculo inasible y permanente. En otro alarde de su manejo de los recursos multimedia, Bali evoca Escaleras sin fin (otra de sus creaciones, concebida en 2019 en Seattle como confrontación de la danza con la arquitectura), en la que los bailarines ascienden y descienden por escaleras enfrentadas, como si se tratara de un cuadro de Escher en movimiento, proyectado en los paneles, y que producen un inefable vértigo.
La veta de humor despunta como un reconocimiento de Bali a dos de sus más estrechas colaboradoras en Nucleodanza, las bailarinas y coreógrafas Susana Tambutti y Ana Deutsch quienes, filmadas en blanco y negro y con máscaras, miman a dos viejitas en un valsecito del D’Arienzo de los años 30. En la misma clave, se suma la propia Margarita (ahora de negro y con la máscara de un grotesco Gardel), milongueando la clásica Puñalada y el Re-Fa-Si que grabó Osvaldo Fresedo. Y, en otra descarga audiovisual, comparecen los recortes periodísticos de diversos países, con las reseñas del paso de la compañía en gira. No es, sin embargo, una escapada nostálgica sino, como en el final de la saga de Proust, el rescate de un tiempo retrouvé, que supo sumar hallazgos e innovaciones.
Con la ayuda rockera de “East West”, de la Paul Butterfield Blues Band, Margarita Bali cierra esta definitiva performance, soltando a full su admirable energía y reafirmando, con su solitaria presencia física, un alucinante espacio de danza poblado de fantasmas.
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