Hipnótico “Bolero” que mueve desde las entrañas al Ballet del Teatro Colón
La obra del coreógrafo de Tel Aviv Shahar Binyamini es la gran novedad del “Programa mixto” que integran otras dos piezas de danza pura, “Suite en Blanc” y “Adagietto” y lleva a la compañía por lenguajes bien diferentes
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Programa mixto, integrado por Suite en Blanc (música de Édouard Lalo y coreografía de Serge Lifar); Adagietto (Gustav Mahler y Oscar Araiz); Bolero X (Maurice Ravel y Shahar Binyamini, con asistencia coreográfica de Yotam Baruch). Iluminación: Rubén Conde. Reposición de vestuario: Carlos Pérez. Por el Ballet Estable del Teatro Colón, con dirección de Mario Galizzi, y la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con dirección musical de Mariano Chiacchiarini. Próximas funciones: hoy, a las 20; domingo 1° de septiembre, a las 17; 3, 4 y 5, a las 20. En la sala principal del Teatro Colón.
Nuestra opinión: Muy bueno
El “Programa mixto”, que cada año presenta la temporada del Ballet Estable del Teatro Colón, llega para esta época como una mano de baraja que reparte varias cartas. Son, en esta partida, tres obras de danza pura: Suite en blanc, que Serge Lifar hizo en París en 1943, con música de Édouard Lalo; el dúo Adagietto, del coreógrafo argentino Oscar Araiz, creado en 1971 sobre la célebre música de la Sinfonía N° 5; y Bolero X, que el israelí Shahar Binyamini concibió para los quince minutos más famosos que Ravel le ha dado a la historia de la música, probablemente, por los siglos de los siglos. Este último es el único trabajo con carácter de estreno y, por lo tanto, el que concita la mayor atención y expectativa. Mario Galizzi, al frente de la compañía, eligió así representar una variedad que puede leerse también como una correlación en el tiempo, con tres escalas, en un recorrido de ocho décadas (a un contraste entre dos mundos como el que aquí se manifiesta entre Suite en Blanc y Bolero X había recurrido el director, el invierno pasado, cuando contrapuso este mismo título clásico a una pieza contemporánea y renovadora, de Patrick de Bana, llamada Windgames).
Adagietto es una perla, un dúo en el centro de dos grandes conjuntos. El poema de amor de Araiz y Mahler estuvo en la función de anoche interpretado por Milagros Niveyro y David Juárez, dos jóvenes valores del cuerpo de baile que lentamente vienen adquiriendo roles de mayor visibilidad. A través de ellos, es inevitable traer el recuerdo de tantas parejas que el público local ha visto sumergirse en el azul profundo, en el continuo de una danza que nunca los separa, para no perder el lazo. Los mayores, que lo vieron por primera vez, pensarán en Ana María Stekelman y Mauricio Wainrot; en los ochenta, Silvia Bazilis y Raúl Candal, y en el cambio de siglo, la figura de Maricel De Mitri (con Jorge Amarante, con Maximiliano Guerra). Una excelente comprobación de cómo una obra de arte atraviesa el tiempo.
El principio y el fin
En este programa, lo que no es perfecto es imperfecto. Supongamos la demostración de un mecanismo de relojería. Sobre un paño del negro más negro se despliega un montón de piezas blancas, las más blancas. Brillantes. Todas las partes aparecen en su lugar, presentadas. Impactan. Cuando empieza a funcionar, y alguna de ellas se mueve, las otras quedan quietas: es imposible perderla de vista. Y si el mecanismo demanda un ensamblado, entonces el engranaje rueda y entre varias ejecutan la acción con precisión, equilibrio, ritmo. Es tan elegante y sobria esta maquinaria antigua que admira.
Suite en blanc es, entonces, como un reloj. En el comienzo, la caja negra del escenario –en dos niveles– hace que no perdamos la atención sobre ningún detalle en el movimiento (ni en la quietud) de esos 35 bailarines, por supuesto, del blanco más absoluto. Cada ejecución –giros, saltos, equilibrios, figuras– se aprecian en esta demostración de estilo francés condensada en una sucesión de diez estudios coreográficos (conjuntos, dúos, tríos, quintetos y solos).
En la función de estreno de este viernes, la gran dificultad de la obra, que pareciera contener en sí misma todo el glosario del ballet académico, fue afrontada muy dignamente por el cuerpo de baile, aun cuando no fue perfecta. Prolijas las baterías de los varones y en línea los brazos de ellas, hubo sin embargo distancias desajustadas, giros que no terminaron de cerrar, imprecisiones técnicas que por la rotunda exposición que tienen los intérpretes en este ballet no pueden disimularse. Es merecido destacar al menos tres desempeños, empezando por La Cigarette de Camila Bocca, siempre un paso más allá de la barrera de la corrección; la Mazurka de Juan Pablo Ledo, sólido en su desenvoltura (sin los superlativos que en el mismo rol mereció hace un año el invitado italiano Davide Dato); y la prestancia de Federico Fernández, como habitualmente gran partenaire, en el Adage junto a Beatriz Boos, bella bailarina brasileña que de a poco va ganando terreno en la compañía.
En el final, el estreno de la noche. Un hipnótico Bolero, que antes que nada se distingue por una “X”, Bolero X: cada uno podría pensar lo que quiera de esa letra, que es una incógnita a despejar como en las matemáticas, pero también en el lenguaje sirve para no distinguir los géneros. Un Bolero del que creíamos saber todo, porque de todo se ha hecho (pero no), y que dejó sin aliento a la platea; boquiabiertos, igual que esos cuerpos, que durante quince minutos bailan la arrolladora marcha de Ravel con unos protectores bucales oscuros que hacen que un gesto poderoso, grotesco, uniforme se irradie. Son los rostros de setenta cabezas, que corresponden a una misma criatura, un unísono coreográfico sinuoso que no se quiebra, que avanza y retrocede con fuerza, que gira, late, se contrae y se expande; que se desintegra y vuelve a unirse. En su propia búsqueda, Shahar Binyamini –salido de la Compañía Batsheva de Israel y formado en el lenguaje corporal del Gaga– lleva a los bailarines a moverse directamente desde las entrañas, a colocar la energía y disparar una conexión emocional. Es una masa homogénea, asexuada aunque sensual, de ejemplares de una especie que cuesta reconocer desde el primer minuto, cuando al abrirse el telón apenas hay uno solo pero se percibe ya la presencia de los demás. Ese todo, sin embargo, por momentos se disgrega y deja aparecer individualidades: imposible no reparar en el fenomenal Jiva Velázquez, en Facundo Luqui de a dos con Caterina Stutz, en David Gómez y –otra vez esta noche- David Juárez, punta de lanza de la figura final, que señala a la platea. Ni el ángulo de un solo codo se levanta fuera de tiempo; si no fuera por ese viento de la orquesta que da en la nota de al lado, nada habría de sacar al espectador ni por un instante del estado de trance.
Bolero X también es un reloj, un reloj de este tiempo. Un reloj que el Ballet Estable del Teatro Colón hizo funcionar perfecto.
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