Crítica: Romeo y Julieta, una historia de amor universal, plena de emoción y despliegue escénico
El Ballet Estable del Teatro Colón continuará presentando el clásico del siglo XX hasta el próximo sábado
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Romeo y Julieta, con coreografía de Kenneth MacMillan y música de Sergei Prokofiev, por el Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzi. Con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Dirección: Carlos Prazeres. Reposición: Susan Jones y Robert Tewsley. Escenografía y vestuario: Nicholas Georgiadis. Iluminación: Rubén Conde. Bailarines invitados: Herman Cornejo e Isabella Boylston (American Ballet Theatre). Próximas funciones: martes 8, miércoles 9, jueves 10 (Juan Pablo Ledo y Camila Bocca) y sábado 12 (Jiva Velázquez y Natalia Pelayo), a las 20, en el Teatro Colón, Libertad 621. Nuestra opinión: muy buena
Una frase popular dice que las comparaciones son odiosas. También pueden servir como parámetro de la subjetividad que se ciñe dentro de cualquier adjetivo calificativo. Por ejemplo, “originales”, “inigualables” e “históricos” fueron Rudolf Nureyev y Margot Fonteyn en Romeo y Julieta, la mítica noche del 9 de febrero de 1965 cuando se estrenó la coreografía del británico Kenneth MacMillan en Covent Garden y la pareja tuvo que salir más de cuarenta veces a saludar (en ese lapso casi que podrían haber bailado todo un cuarto acto). Desde entonces, esta versión de la historia de amor más universal, reeditada y reinventada en infinidad de oportunidades durante los cuatro siglos que nos separan de la pluma de Shakespeare, ha tenido protagonistas “inolvidables” (Tamara Rojo y Carlos Acosta, por ejemplo). Para Nueva York tanto como para Buenos Aires o Milán, Julio Bocca y Alessandra Ferri fueron una dupla “perfecta” y su actuación, “sublime”, probablemente “impar”.
El Teatro Colón vuelve esta temporada a poner en escena la tragedia de Verona con su Ballet Estable: lo que se dice un gran espectáculo. Para la función de estreno, el domingo a la tarde, contó con dos figuras invitadas: el argentino Herman Cornejo, con más de veinte años de trayectoria en Nueva York, y su compañera en el ABT, Isabella Boylston, primera bailarina conocida ya por el público local -protagonizó Sylvia, en esta misma sala, en 2017, año en el que también participó de la Gala Internacional de Ballet -. Por diferentes razones, la felicidad con la que ambos regresan ahora a Buenos Aires se subió también al escenario ayer.
Decir sólo que esta célebre versión de Romeo y Julieta es un desafío actoral sería obviar el reto físico y las dificultades técnicas de una pieza exigente; asegurar lo contrario, en cambio, implicaría restarle importancia a la interpretación artística, de la que este título no puede prescindir. En los roles principales, Cornejo y Boylston transitan el arco dramático con compromiso, incorporando con naturalidad el vocabulario clásico. Él, como siempre muy efectivo en giros de velocidad y saltos elásticos, tiene -además de una resistencia envidiable- un don que merece apreciarse: sabe invisibilizar muy bien el trabajo del partenaire. Cornejo lleva, acompaña, apuntala y levanta a la bailarina haciendo un uso expresivo de ese lenguaje, es decir, sin que el espectador lo perciba como un sostén o un elevador. En creaciones como esta, constituye un gran punto a favor para la credibilidad de la actuación. Basta para apreciarlo el romántico pas de deux del balcón en el Acto 1 o el fatal cuadro final, cuando baila inconsolable con el peso muerto del cuerpo de su amada en los brazos. Boylston -una pluma, grácil- aporta desde el inicio agilidad, armonía y frescura, lo que permite que la danza tome el curso del lirismo. Sintoniza más finamente con la inocencia de Julieta -una adolescente de 14 años que apenas si acaba de dejar de jugar con las muñecas- que con la joven que llora sobre su propia tumba la muerte de Romeo, entre pócimas, dagas y venenos. Aunque tras la presentación que sus padres le hacen de un pretendiente, Paris (Alejo Cano Maldonado), la nodriza le haya advertido que la infancia se estaba acabando, conserva un dejo aniñado, acentuado por su physique du rol. Hay química y ensamble entre los dos –esta es la primera vez que hacen juntos este título– y una gama de matices que son puro territorio a explorar como pareja.
Desde que se abre el telón y el mercado se va poblando con la primera escena, pasa de todo: en la muchedumbre, las harlots (Camila Bocca, Iara Fassi y Ayelén Sánchez) coquetean con los amigos del bando Montesco, que no pierden ocasión de enfrentarse al clan de los Capuleto. Romeo y Julieta se ven por primera vez –antifaz de por medio– en la escena del baile, tras las robustas puertas de hierro del castillo de la familia de ella. Y el romance queda sellado con un beso en la emblemática escena del balcón hasta que él, exhausto de amor –sin dejar traslucir el cansancio real del bailarín a esta altura de los acontecimientos– extiende la mano en alto y cae el telón con el cierre de la escena VI. Musicalmente, han quedado entonces sentados los leitmotiv que, con el peso inequívoco de su significación, ahondarán el drama en los dos actos siguientes.
Al cabo de tres horas de función (con dos intervalos) es justo celebrar roles solistas como el Mercucio de Emanuel Abruzzo, personaje que le cabe como un guante al artista histriónico y versátil en el que se ha convertido este talentoso bailarín. El trío de amigos que compone con Romeo y Benvolio (Gerardo Wyss) funciona en un registro muy productivo para el fluir de la narración, tanto en la complicidad que se genera entre ellos como en la rivalidad con los Capuleto, representada principalmente en la figura de Teobaldo (la frialdad del enemigo encarnada en Nahuel Prozzi). A propósito de los desempeños masculinos, es un espectáculo en sí mismo el manejo de las espadas en cada duelo, tarea de precisión y destreza para el cuerpo de baile.
El Ballet Estable, con dirección de Mario Galizzi, asume así esta temporada otro gran desafío interpretativo, inmediatamente después de presentar Onegin, de John Cranko. Son obras maestras del repertorio del siglo XX cuyo trabajo eleva la vara dramática de la compañía y alimenta de la mejor manera la noción de excelencia artística.
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