Esta es la última entrevista de una larga etapa. Seguramente haya otras pero, tal como se lo conoce hasta ahora, Iñaki Urlezaga pronto dejará de ser el mismo. Artista en capas, se quitará la piel del bailarín a fin de año, tras una despedida no tan larga finalmente, que comenzó en el norte del país hace unos meses y lo llevará hasta la plaza principal de su ciudad. Envuelto en el perfume de los tilos, el día de La Plata, 19 de noviembre, será el final. Mañana, sin embargo, pronunciará un importante adiós, en el escenario del Teatro Colón , con la primera de dos funciones especiales de Romeo y Julieta, esa obra maestra de Kenneth MacMillan, que, en compañía de la inglesa Lauren Cuthbertson, lo retirará definitivamente del templo divino que pisó por primera vez a los 8 años.
Si la noche anterior a este encuentro tenía casi cuarenta grados de fiebre y un té de jengibre entre manos, ahora Urlezaga respira hondo, se saca la campera de Estudiantes y, después de hacer casi un stand up humorístico dedicado a las penurias del club rival (Gimnasia), repite una serie de saltos en la Rotonda de Ballet. Lo custodian, en lo alto de la sala, desde un cuadro, Norma Fontenla y José Neglia, dos figuras históricas de esta casa que murieron en el trágico accidente aéreo de 1971.
Iñaki pela una caramelo para aplacar la garganta, deja las pesas (10 kilos que rematan sus piernas durante el ensayo) y sale por un pasillo nuevo, que no reconoce. "Tengo 42 y no sé si el público tomó dimensión, pero en los últimos diez años fui el creador de los espectáculos que bailé. Ahí estaban el bailarín, el coreógrafo, el director. De todos esos el que se despide ahora es uno solo. Si en el futuro tuviera el deseo real de bailar alguna obra, tal vez haría algo más".
–Te dejás esa puerta abierta...
–Porque la vida no es blanco y negro, y yo no me voy del escenario porque alguien me esté echando o porque haya un inconveniente sin remedio. Estoy cumpliendo una hermosísima etapa a la que le dediqué todos los días de mi vida, de la mañana a la noche: a entrenar, a perfeccionar el cuerpo, a ponerme en manos de quien esté dirigiendo o a poner el corazón para crear.
–¿Cómo es el momento del clic?
–Cuando las cosas ya no tienen la sincronicidad que requieren, cuando las lesiones tardan más tiempo en recuperarse o ya no se van del todo, cuando la rutina comienza a hacerse un pesar, empezás a tener todo mucho más cuesta arriba, y a mí no me gusta padecer las cosas. Cuando algo no me gusta o es antinatural, desisto. Resistir algo es ir en contra de, y cuando lo concientizo, con la edad que tengo y el camino recorrido, tiene lógica: ¡me está pasando esto porque bailé toda mi vida! ¿Me voy a quedar para cumplir algún anhelo que todavía no concreté? Es mucho más interesante, por respeto a mí mismo y al público, saber que hasta acá puedo dar lo mejor que conservo. No me siento capacitado para estropear por uno o dos años más todo lo lindo que construí.
–No sos una persona para padecer, pero te tocó un arranque de año difícil. El cierre del Ballet Nacional¿precipitó tu despedida?
–No tener un lugar adonde ir a trabajar todos los días, donde tenía proyectos, posibilidad de crear y pensar para un pueblo, formar un repertorio, darles una idiosincrasia a todos esos bailarines con los cuales también me involucraba dancísticamente, me influyó innegablemente como artista. Pero no al intérprete: mi retiro ya estaba planeado. Pero si tengo que ser honesto, me hubiera encantado despedirme con el Ballet Nacional, más allá de las funciones del Colón, el teatro que me dio la posibilidad de estudiar y mis primeros protagónicos antes de irme a Europa.
–Sugerías antes que hay un anhelo que te puede quedar por cumplir…
–He bailado mucho, pero por ejemplo me hubiera encantado hacer la vida de Nijinsky o Mayerling, y también muchas creaciones propias. La posibilidad de abrir un baúl y sacar cosas nuevas todo el tiempo es muy estimulante.
–¿Cómo está tu cuerpo, qué tiene para "decir" de estos años?
–Gastado, muy gastado. El cuerpo se va manifestando igual que el espíritu. Todos estamos rotos, pero enteros/ un poco más gastados y más sabios/ más viejos y sinceros, dice ese famoso poema de Mario Benedetti. Se empieza a encontrar una cierta fragilidad tanto emocional como física que se traduce también a la hora de bailar. Si uno logra interpretar esa fragilidad a través de la sabiduría, se traduce en una hermosísima potencia.
–¿La fragilidad como un catalizador?
–Exacto. Tenés mucho más contacto con tu interior, sabés desde dónde surge el movimiento. Romeo y Julieta, por ejemplo, es una obra muy sencilla de entender para mí, porque todos los movimientos son altamente poéticos, líricos, orgánicos. Y veo por ahí a los chicos jóvenes que toman la obra de otra manera, lo que está perfecto para esa edad…
–Romeo y Julieta eran jóvenes.
–Pero era otra época, la gente se moría a los 40. La madre de Julieta tiene 28. No podemos pensar que los 14 de hoy son los de entonces. Ahí está muchas veces el problema de los bailarines, que no se retrotraen, no se alimentan, no entienden que lo cultural forma parte de un contexto. La investigación es todo, la curiosidad de realmente entender cómo vivía un chico en Verona en esa época, qué implicaba en esa sociedad. Se necesita formación para poder comprender a Shakespeare.
–¿La Fundación MacMillan pone alguna restricción sobre la edad de los personajes?
–Muertos los coreógrafos, todo se desvirtúa. Es un presagio comprobado. No quiero entrar en polémicas, pero sé, porque vengo de ese teatro en el que se sabe todo [se refiere a la Royal Opera House, en cuyo ballet pasó una década], que Margot Fonteyn fue Julieta por primera vez con más de 40 años. Hoy, en muchos sentidos de la vida, hay una premura porque todo sea gente joven, gente flaca, gente linda. Y punto. Para mí, en el arte eso no alcanza. Como público y como coreógrafo creo que lo lindo es ver sobre el escenario a una persona con historia. ¿Cómo le explicás a una persona cómo es el amor si nunca amó todavía? Balanchine decía que cuando sos joven solamente podés hacer pasos; tenés que ser verdaderamente grande para poder bailar.
–¿La vida pública te hizo sentir cómodo?
–Nunca. A mí me gusta más ser el observador que el observado. Es muy incómodo que todo el día te estén mirando. Y aunque no te estén mirando, mucho peor es creer que te están mirando. Los bailarines no somos rockstars, pero hay algo de exposición que te genera ciertas restricciones, por ejemplo, de ir al cine mal vestido o sin afeitarse. Soy una persona muy introvertida.
–¿Manejaste bien tu ego?
–Sí, porque me fui a Europa, que no es Estados Unidos. Allá podés tener mucho reconocimiento y ser anónimo. Tienen otra mirada, otra idiosincrasia, otro ascenso: no sos una estrella de la noche a la mañana. No está esa cosa tan mediática, que por ahí sí en el cine o con los futbolistas es diferente.
–Tu relación con el Colón no fue precisamente un cuento de hadas, pero tiene final feliz. Hace doce años que no bailás acá.
–El Colón, desgraciadamente, padece los políticos de turno, y eso lo tuve claro desde muy chiquitito. Me refiero históricamente, no precisamente ahora. Cuando tuve 17 o 18 años, veía que era muy difícil hacer una carrera en serio. Eran comienzos de los 90. Y por eso yo decido irme. Ya creía entonces que el Colón es demasiado grande para ser manejado con tanta frivolidad. Luego volví como invitado, y cuando fue la reforma [edilicia] fui el último artista que bailó antes de que lo cerraran, en 2006. Y otra vez cambian las autoridades y otra vez la frivolidad descontextualiza todo. Cuando confirmé que ni el respeto al artista quedaba, decidí no volver a bailar. La vida me llevó por otro lado y a la hora de empezar a pensar en el retiro los directivos actuales del teatro me propusieron estas funciones. No vengo a reparar doce años de distancia ni a buscar lo que perdí en ese momento; vengo a cerrar un ciclo. Me une una historia de muchos años con el teatro y me corresponde decir gracias a todo lo que esta institución me dio.
–¿Fuiste compañero de Paloma Herrera en el Instituto? ¿Cómo fue el reencuentro?
–Ella está en quinientos lugares a la vez y la he visto demasiado poco para poder decir mucho. Primero, nunca creí que yo pudiera estar bailando y a la vez ella ser la directora, porque fuimos compañeros de escuela. Segundo, creo que está tratando de acomodar una estructura que estaba desvirtuada. Es muy difícil; estructurar un ballet de nuevo va a llevar mucho tiempo. Lo que pude ver es que Paloma está acá las 24 horas, todo el tiempo. Ojalá eso se traduzca en resultados y a los porteños les dé la alegría de tener un elenco potente, y a los bailarines, la dignidad de que el Colón tenga sus funciones, su repertorio, que no se ahorre en calidad. Luego está su mirada: así como yo viví en Inglaterra y me costaría pensar como un francés, ella debe tener una mirada proclive a Estados Unidos, y hay que ver eso cómo se plasma en una compañía que siempre miró a Occidente.
–Veinticinco años después, si tu carrera comenzara ahora, ¿qué sería diferente?
–Volvería a elegir Europa, porque hay algo que me une a esa forma de entender el mundo. Fui dos años a Estados Unidos y me quedé por el maestro Stanley Williams (que era danés), y no me gustó el lugar para vivir, no lo pude metabolizar. Haría todo igual, valió la pena: ir a Londres me permitió formarme. Abrir Ballet Concierto me permitió tener una compañía joven, muy dinámica, donde podía experimentar como artista. Y con el Ballet Nacional quise darle algo al pueblo, devolverle a la Argentina como ciudadano, algo de relevancia, público y gratuito.
–En tantas conversaciones a lo largo de los años, más de una vez me dijiste que si llegaba el momento de la despedida y tenías diez noches memorables te dabas por hecho. ¿Ya revisaste cuáles serían?
–La primera Manon que hice en Inglaterra, con una bailarina excepcional: Sarah Wildor. Ella era mayor y yo un debutante, muy chico. Me acuerdo de esa mujer, una gran artista, era un duende en el escenario. Fue un antes y un después.
Ya lo había bailado muchas veces, pero cuando Tamara Rojo vino a Covent Garden hicimos juntos Giselle y un Romeo y Julieta muy lindo. Recuerdo cruzarla en la escena del balcón y realmente sentir la excitación de dos chicos de 14 años. Ella me hizo revivir esa edad y me quedó latente para siempre. En tercer lugar, hay un ballet que pasa sin pena ni gloria, Juegos (Jeux, en francés), de Vaslav Nijisnky, que transcurre en Londres. Son dos jugadoras de tenis, como cine mudo en danza, una genialidad. Pocos pasos, pero el hilo teatral y la forma dancística de manejar esos bailarines es mágica. Personas así están tocadas por una chispa divina.
Y también puedo decirte que fui a bailar a Estados Unidos Voices of spring, para una celebración de Ashton. Todo el mundo me decía: el Met es un lugar maravilloso para bailar, con el mejor público del mundo. Cinco minutos de ese vals elegante, inglés, brillante, que hacíamos con Leanne Benjamin, y fueron tantos los aplausos que nunca escuchamos la orquesta. Esa noche tampoco me la voy a olvidar, fue una adrenalina como nunca en la vida volví a sentir. Muchas más que esas veladas memorables no creo haber tenido. Descreo de la persona que tenga 500 noches, es como el que se enamora mil veces.
–¿Tampoco te enamoraste muchas veces?
–No. Fuertemente, dos. No puedo tener varios amores, varias noches excitantes. La gente hoy se pelea y mañana está con otra persona. A mí así no me interesa.
–Hay personas que fueron clave en tu carrera y que en este momento querés decirles gracias.
–Para ser cronológico y no errar: a mis papás, que me dieron la vida; a mi tía, que me ayudó en los primeros pasos de mi carrera. A María Luisa Lemos, vicedirectora y encargada de danza del ISA, que hacía mucho más que lo que le pedía su cargo. El maestro Stanley Williams fue un antes y un después y también Anthony Dowell, un gran director que me formó tantos años en el Royal Ballet de Londres. A todas las bailarinas hermosas que me han acompañado y guiado para descubrir los roles. Y mucho le debo a mi hermana, que ha sabido comprender un camino artístico. No es fácil manejar a un bailarín que quiere lo artístico a la manera de lo ético: no transo por una función, por un rol, por un cargo. A lo largo de los años ella logró muchas cosas que no tengo forma de agradecérselo.
–Los bailarines con una carrera larga y exitosa se despiden durante todo un año, en diferentes estaciones. Me imagino que el 19 de noviembre en La Plata va a ser un día especial.
–Una fiesta multitudinaria, porque vivo la despedida como una celebración. Voy a bailar un poco de todo lo que hice hasta aquí, no quiero quedarme en Romeo. Va a haber rock, pop, contemporáneo, un programa bien ecléctico, y el lugar lo amerita. Van a hacer un escenario 360°, montado como un gran espectáculo masivo, en la plaza principal, con una orquesta sinfónica en el medio.
–Pensando en despedidas, me viene a la cabeza la foto de la última función de Paloma, que fue tapa de LA NACION: en Mendoza, llorando, mientras se sacaba las zapatillas de punta sentada en el piso del escenario. ¿Cómo te imaginás tu última foto?
–Creo que va a ser una imagen de alivio, de felicidad, y podré llorar, pero de alegría. Eso no quiere decir que no vaya a extrañar, pero me acostumbraré a la nueva vida mientras vaya sucediendo. Me voy en lo mejor, como la gente me conoció. Mi carrera no fue perfecta, conocí el éxito y el fracaso; conocí el error, conocí el dolor; todo lo viví. Es el mejor momento para despedirme.
- PARA AGENDAR. Mañana, a las 20, y el domingo, a las 17, Iñaki Urlezaga hará Romeo y Julieta con la bailarina invitada Lauren Cuthbertson (Royal Ballet de Londres) y el Ballet Estable del Teatro Colón. Sin embargo, el estreno será esta noche (Macarena Giménez y Juan Pablo Ledo) y habrá más funciones y repartos: el 20 y el 22 bailarán Emilia Peredo y Maximiliano Iglesias, y el 21, Camila Bocca con Ledo.
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