El lado oscuro de un bosque secular, habitado por cisnes desencantados
Con una visión más realista de la leyenda tradicional, Jorge Amarante intenta un nuevo “aggiornamento” de otro clásico emblemático
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El lago de los cisnes, por la compañía Jorge Amarante. Coreografía, vestuario y puesta en escena: Jorge Amarante. Música: Piotr. I. Tchaikovsky. Iluminación: Martín Rebello. Producción: Karina Battilana. Próximas funciones: martes 30 de noviembre y 7 de diciembre, a las 20.30. Teatro El Nacional, Corrientes 960.
Nuestra opinión: Muy buena
En calidad de espectador uno está habituado a instalarse en el misterioso bosque que aloja al célebre espejo de agua, el del inoxidable Lago de los cisnes, en un espacio con aire y cielo, en el que se ve aletear a no menos de medio centenar de cisnes. Lucen tutús e irradian, deslizándose en puntas, un blanco níveo desbordante de romanticismo.
Nada que ver ese cuadro clásico con la concentrada caja escénica que, en una sala de la calle Corrientes, armó el coreógrafo Jorge Amarante valiéndose de los seculares seres míticos orquestados espacialmente por Petipa-Ivanov: su propuesta, a mitad de camino entre el espectáculo tradicional y la pieza de cámara, es un desafío que, cuanto menos, intriga y estimula el aplauso por su empeño renovador. Como iniciativa, no es nueva; Amarante ya había acometido este género de “transformaciones” con Carmen y más recientemente con una más que aceptable Giselle. Pero concentrar la pieza más emblemática del repertorio clásico en 80 minutos de espectáculo sin convocar más que a una veintena de bailarines, revela un coraje destacable.
La empresa no pinta sencilla, no todo resultará inobjetable y no precisamente por razones de austeridad -cierto descuido en la puesta en escena y deficiencias en el vestuario-, pero la experiencia justifica la apuesta. Y, en buena hora, mueve a la polémica. Porque en la lectura de este coreógrafo (ya no tan joven como en sus felices inicios) se valorizan tópicos implícitos en la trama original que involucran cuestiones de género: el abuso, el secuestro, la trata de personas. Alguien tenía que preguntarse, alguna vez, cómo fue que esas muchachas del lago acabaron en cautiverio, convertidas en cisnes durante una parte del día. Así, la visión del coreógrafo renuncia a la magia seductora tradicional y bucea en “el lado oscuro” de esa luna encantada que es El lago de los cisnes.
La escena del rapto, luego del delicioso solo inicial de Sofía Menteguiaga (que será Odette, “la elegida” entre las cautivas), con su violencia manifiesta, instaura una clave de crueldad y resignifica realísticamente la leyenda. Rothbart, el villano que la somete, no es aquí un mago sino un gangster (es convincente el accionar mafioso de Nahuel Prozzi) que no está solo, y sus sicarios lo acompañarán incluso en el crimen.
No hay cisnes blancos ni plumas. Sólo grises aves desencantadas. Menos una, infaltable, el Cisne Negro con el que Menteguiaga ensaya una energía bien diferenciada, a través de una insinuante composición corporal que contrapone desarticulación con concentración y logra trasuntar un aire siniestro. Muy otra había sido, al comienzo, la gestualidad de Iara Fassi en el rol de La Madre: una sola escena, en la que remite al ideal refinamiento de “reina”, aunque –hay que reconocerlo- tan joven y bella que induce a imaginarla, más bien, en un sofisticado local nocturno de Manhattan.
El célebre dúo del segundo acto, el momento más teñido de romanticismo de la pieza, deja apreciar a Lisandro Casco en el ingrato rol de Sigfrido, asumido en firme partenaire de la deslumbrante Sofía Menteguiaga en los desmayos de la sufriente Odette.
El obstáculo más arduo con el que se topa Jorge Amarante en su arriesgada propuesta es su decisión de atenerse a la cronología narrativa de la leyenda y, también, al orden de las secuencias de Tchaikovsky (otras versiones actualizadas, como por ejemplo la de Alexander Ekman o, volviendo al caso de Giselle, la de Akram Khan, entablan una decidida ruptura anecdótica y apelan a otras músicas).
El desempeño de Menteguiaga sostiene, en parte, la coherencia estética del intento renovador del coreógrafo al prodigarse asombrosamente en una dinámica entre refinada y geométrica (muy en la línea de los diseños de Amarante), un lenguaje entre expresionista y neoclásico que la confirma no sólo como notable bailarina sino, además, como una intérprete de gran personalidad. La estimulante vocación disruptiva de Amarante, en ese sentido, la respalda.
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