El esplendor y el encanto de un ballet emblemático
La bayadera / Coreografía: Natalia Makárova / Música: Ludwig Minkus / Reposición: Laura Martin, Susan Jaffe, Agnetta Valcu, Ballet del Teatro Colón / Dirección: Maximiliano Guerra / Orquesta Filarmónica de Buenos Aires / Dirección: Emmanuel Siffert / Figuras invitadas: Ludmila Pagliero, Herman Cornejo, Anna Ol (segundo reparto) / Próximas funciones: hoy, mañana, jueves y viernes, a las 20, en el Teatro Colón / Nuestra opinión: muy buena.
Volvió al escenario del Colón la celebrada versión de La bayadera. Incorporada al repertorio del Ballet Estable en 1992 y montada por la propia autora de esta concepción, Natalia Makarova (legendaria ex étoile del Kirov y del ABT), quien esta vez regresó para supervisar su reposición -con la invalorable asistencia de Agnetta Valcu-, y con Ludmila Pagliero y Herman Cornejo como invitados. Todo un acontecimiento, al que no le afectó cierta incomodidad por la convocatoria, por expresa sugerencia de Makarova, de Anna Ol, del Het Nationale Ballet de Holanda, para encarnar a la protagonista en el segundo elenco. Esta decisión anuló a las solistas locales del Cuerpo Estable la posibilidad de optar por ese rol.
Más allá de cuestiones internas (y reconociendo que la intérprete holandesa podrá ser un aporte valioso a esta reposición), el público está disfrutando de este ambicioso espectáculo, en términos generales más que ajustado, que revive el esplendor y el encanto de una de las piezas capitales del repertorio académico-romántico.
Firmada por Marius Petipa y el compositor Léon Minkus, La bayadera fue estrenada en el Bolshoi Kamenny de San Petersburgo en 1877. El origen del libreto, ambientado en una India mítica, sigue siendo una incógnita. Habría que centrar la atención, sin embargo, en Petipa mismo. Es significativo que el propio coreógrafo, dos años antes, haya montado en el Mariinsky la coreografía de Aída, la ópera de Verdi, en cuya trama, con asombrosa semejanza, la esclava Aída disputa con Amneris (hija del rey de Egipto) el amor de Radamés, capitán de la guardia egipcia; de la misma manera, Nikiya (la bayadera), en inferioridad de rango, pelea con Gamzati (hija del poderoso Rajah) por el amor del guerrero Solor.
El enfrentamiento de ambas estalla en el primer acto: Ludmila Pagliero y Makarena Giménez disputan ácidamente en una afiatadísima escena de pantomima, propia del código coreográfico romántico, en la que Pagliero moviliza su vibrante expresividad frente a una muy segura Giménez. Fervor que alcanzará su punto más candente en la escena final del acto, en la que Nikiya sucumbe ingenuamente al maleficio del Rajah y Gamzati: en el manejo del torso y de sus port des bras, así como en los giros con la cesta de flores en alto y en los traspiés de su agonía, la étoile argentina de la Ópera de París pone a prueba lo intrínseco de un arte exquisito.
El Reino de las Sombras -segundo acto, el "blanco"-, si bien enmarcado en una atmósfera de lograda magia, dejó traslucir alguna esporádica inseguridad entre las veinticuatro figuras femeninas (algunas, muy jóvenes) que recorren el magnético y espinoso zigzag, con los célebres arabesques que resumen uno de los grandes momentos del ballet universal.
Es también la ocasión de lucimiento de las figuras centrales. Herman Cornejo despliega su proverbial velocidad y virtuosismo, si bien en el final del pas de deux se cuela cierto esfuerzo por sostener, en los portés, la etérea figura de Pagliero. Más allá de la excelencia individual de uno y otra, la versatilidad masculina no siempre armoniza, estéticamente, con las sutilezas de la escuela francesa de Ludmila, proclive al refinamiento y la interioridad.
Muy aplaudida la performance del Ídolo dorado de William Malpezzi, sin olvidar la corrección de Macarena Giménez (Gamzati). También, el inobjetable acompañamiento de la Filarmónica, bajo la batuta de Emmanuel Siffert, así como los impecables solos del chelista Diego Faingersch.