El Contemporáneo, en admirable tour de force
Novena sinfonía
Música: Beethoven/ coreografía: Mauricio Wainrot/ reposicion: Elizabeth Rodríguez y Diego Poblete/ vestuario: Graciela Galán/ iluminación: Eli Sirlin (reposición: Alberto Lemme) Ballet Contemporáneo del San Martín/ dirección: Andrea Chinetti/ codirección: Miguel Ángel Elías/ Teatro San Martín/ funciones: martes, a las 20; jueves, a las 14; de viernes a domingo, a las 16/ Nuestra opinión: muy buena
En el primer movimiento hay predominancia femenina: un bloque de una decena de bailarinas en rojo ejecuta decantados unísonos, con secuencias en planos simultáneos, en distintas profundidades. Así arranca la danza de esta Novena sinfonía, montada sobre su homónima musical, la de Beethoven, ahora invocada en su totalidad para una obra coreográfica de velada completa. Hace dos años, su autor, Mauricio Wainrot, había anticipado una pieza basada en un solo movimiento, el coral, el de la "Oda a la alegría" (An die Freude), con versos de Friedrich von Schiller. Ahora el coreógrafo va por más. O, mejor, va por todo.
Un aserto atribuido a Isadora Duncan afirmaba: "Yo podría bailar ese sillón". La desafiante frase aludía a la condición potencial de que todo podía ser traducido al lenguaje de la danza. En las apelaciones musicales, la discusión enfrentaba a ortodoxos que no admitían que se bailaran partituras no compuestas para tal fin, con liberales que bailaban sonidos de, por ejemplo, guijarros y agua en una obra de Iannis Xenakis. Con la polémica ya superada, habría que preguntarse si las grandes estructuras sinfónicas (Brückner, Brahms o el mismo Beethoven) no conforman una arquitectura sonora demasiado monumental para la ligereza de la danza.
No es que Wainrot afronte como desafío la plasmación de una obra de una hora y cuarto para una treintena de intérpretes; esos "monumentos" están en la base de sus inclinaciones, de sus gustos, de su ambición: podría sospecharse de que son el sustento de cierta megalomanía que se atreve a confrontar, más que con un sillón, con la catedral de Westminster. Pero son las elecciones de un artista y hay que aceptarlas; después se verá si resultan placenteras o abrumadoras.
Lo cierto es que, sea como sea, la obra de Wainrot/Beethoven avanza y atraviesa los cuatro densos movimientos de la partitura con un lenguaje que alterna el neoclásico con el contemporáneo y hasta algunas medialunas acrobáticas. También, componiendo oposiciones de grupos y solistas (11 mujeres con un varón) o dos parejas que, en pleno pasaje lento (el adagio del tercer movimiento) se deslizan con dinámica de vals.
La obra de Beethoven propone cambios de tempi, de intensidades y de carácter; Wainrot, que coreografía hasta los silencios, a veces los interpreta con acierto; otras, no. El vestuario de Graciela Galán, atractivo y sobrio, confiere uniformidad visual, y la compañía otrora dirigida por el propio coreógrafo da lo mejor de sí en un tour de force admirable, lo más estimulante de la experiencia. Sobresalen las parejas de Rubén Rodríguez/Eva Prediger y la de Sol Rourich/Lautaro Dolz. Y, en un soberbio desempeño individual, muy celebrado en el aplauso final, Alexis Mirenda.
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