Dos nuevas piezas de cámara para un gran acontecimiento del Ballet del Colón
Auspicioso regreso a los escenarios de la compañía oficial tras un año y media de pandemia, con dos estrenos: el debut coreográfico de Maximiliano Iglesias, toda una promesa, y la experiencia de Alejandro Cervera plasmada en un tango con puntas
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Programa mixto Vendaval: Coreografía: Maximiliano Iglesias. Música: P. I. Tchaikovsky. Piano: Marcelo Balat. Itinerario Piazzolla. Coreografía: Alejandro Cervera. Música: Ástor Piazzolla. Percusión: Arauco Yepes. Video: Federico Lamas. Vestuario e iluminación: Stella López y Rubén Conde. Por el Ballet Estable del Teatro Colón con dirección de Paloma Herrera. Próximas funciones: sábado, a las 20; domingo, a las 17, y desde el martes 7 al sábado 11, a las 20.
Nuestra opinión: Muy bueno
En escena, casi a contraluz, todos se deslizan. O, mejor, todo se desliza, como una seda. Es la envolvente atmósfera que transmiten, en oleadas, los diez cuerpos que bailan Vendaval, transparente pieza del coreógrafo debutante Maximiliano Iglesias con la que se abre la nueva (y muy esperada) propuesta del Ballet del Teatro Colón. A esta novedad sigue otro estreno, pero de un creador veterano: Itinerario Piazzolla es una singular incursión de Alejandro Cervera en el universo tanguero, esta vez concentrado en el repertorio de Ástor, en modo tributo, por el centenario del compositor (1921-1992).
Un programa doble del que, jugando con la semántica, hay que decir que es –también- doblemente auspicioso, tanto por la incorporación de obras nuevas al repertorio del Estable cuanto por la reconquista del espacio escénico: los integrantes de la compañía vuelven a ofrecer al público su trabajo (y su arte), in praesentia, al cabo de más de un año y medio de permanecer “en ausencia”, al menos en grupo.
Es música de Tchaikovsky la que inspira el trazado y los movimientos de Vendaval, mediante un piano que, con sobriedad y precisión, digita Marcelo Balat; si bien ubicado al fondo del escenario, este instrumento acompañante dal vivo y la filiación postromántica de las partituras retrotraen inevitablemente a Other Dances que Jerome Robbins compuso para Makarova y Baryshnikov. El trabajo de Iglesias, en cambio, convoca a diez bailarines cuyos cuerpos trasuntan, con una energía fluida y controlada (tan del gusto de los neoclásicos) la placidez e un paisaje luminoso y sereno.
Luego de un prólogo andante-allegro, Dalmiro Astesiano acomete un solo adagioso, de frases sobrias, muy afín a Tchaikovsky, sin clichés nostalgiosos, en las que pone a prueba su condición de solista. Macarena Giménez, a continuación y con grácil gestualidad, desplegará seducción en un dúo a distancia; es que el protocolo de la pandemia dicta claves compositivas (sic) que resultan restrictivas en tramos como este: a menos que convivan en la vida real, los bailarines no deberían tocarse.
La misma Macarena lucirá sus límpidos déboulés después de un dúo con Federico Fernández, quien, a su vez, sostendrá un vigoroso duelo masculino con David Gómez, ahí sí sin miedo al roce. El contacto se entabla, más decididamente, en el magnífico dúo de Giménez con Iglesias, el pasaje más romántico de una pieza no exenta de portés ni de delicadezas balanchinianas. Este primer asomo de Iglesias al métier de coreografiar luce cauto, medido en su apuesta sencilla, precisa, con perfecta sincronía entre la elegancia del movimiento y la concomitancia pianística. E incluso en lo visual: una indumentaria volátil, se recorta contra un panorama dorado, como una serena puesta de sol.
“Oblivion” inicia la sección Piazzolla (la segunda parte), e irrumpe mediante un solo de bandoneón que, con fondo de un empedrado gigantesco y el sugerente despertar de doce cuerpos alineados en el fondo, produce en el espectador un sigiloso pero casi escalofriante efecto estético: el Buenos Aires de Piazzolla está ahí, como si no se hubiera ausentado nunca, y Alejandro Cervera se dispone a orquestarlo. El coreógrafo incluye las infaltables sillas (también alineadas), que ya estaban en su temprano Tango vitrola (1986), pieza de sus inicios que llegó también al Ballet del Colón, después de su estreno en el San Martín.
El tercer tema de esta suerte de sainete musical de barrio porteño, urdido a través de bailes y encuentros, es el imprescindible “Escualo”: difícil concebir una composición escénica para esta infrecuente cadencia sin parejas que se fundan en abrazos, como los que exigiría un ritmo milongueado. Pero se resuelve con espacios amplios y enlaces sugeridos a través de los brazos. Otro momento de la pieza confronta a una pareja que dirime sus conflictos y sus afectos en y alrededor de una cama: Natalia Pelayo y Marcone Fonseca protagonizan efusivamente el tramo más danza-teatro de la pieza. Por fin “Zum”, con sus acentos heredados de la pulsación pugliesiana, concede al coreógrafo la posibilidad de otros contactos, más afines al abrazo, eso que entre personajes tangueros no podrían faltar.
La propuesta arriesgaba a rozar el costumbrismo, pero Cervera se animó a evitar el chambergo y a ponerle puntas al tango bailado, con lo cual este Itinerario, concebido en tonos del gris al negro (más algún verde pastel) y sin más localismo que un fantasmal fondo de calle Corrientes al final, consuma un espectáculo casi de cámara, con una proyección internacional acorde con las expectativas (y los logros) de un Ballet oficial como este, al que, una vez más, la directora Paloma Herrera –aunada a la Dirección del Teatro- sigue inoculando dosis de antígenos contra las adversidades y, sobre todo, la disciplina y calidad que el Estable sabe asimilar e instrumentar.
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