Didi Carli: “En mi vida fui así, cayendo de sorpresa en sorpresa”
La exbailarina tuvo sus décadas doradas en los ‘60 y ‘70: hizo cine, viajó a Cannes y dejó el Colón para sumarse a la Ópera de Berlín, donde bailó con Rudolf Nureyev; de vuelta en Argentina, se dedicó a la pintura; un premio reconoce ahora el valor de su trayectoria
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Flaquita, de piernas largas, dientes saltones y un moño más grande que toda ella, cuando ingresó en la Escuela del Teatro Colón, a los siete, nadie hubiera dicho que diez años más tarde estaría codeándose en la alfombra roja del glamoroso Festival de Cannes con Sophia Loren. Ni que la década siguiente la encontraría bailando como primera figura de la Ópera de Berlín, nada menos que con Rudolf Nureyev. Es que la vida de Didi Carli fue así, de sorpresa en sorpresa, tanto que llega hasta hoy sin poder creer que a los 78, y en su país, hayan pensado en premiarla. Por eso la exbailarina recibe con tanta alegría el tributo que, de pronto, abre su historia brillante al conocimiento de nuevas generaciones. El galardón a la trayectoria que entrega la Asociación Arte y Cultura debuta, así, distinguiéndola en una ceremonia celebrada en “el templo” de una de las más grandes estrellas de la danza argentina: Olga Ferri. Por protocolo, en un salón de ese estudio donde se formaron –y se forman- grandes talentos argentinos, como Paloma Herrera o Ludmila Pagliero, un grupo reducido participó del homenaje que podrá verse públicamente a partir de este miércoles, a las 19, en el canal de YouTube.
El acto de entrega del Premio Olga Ferri incluyó entre otros pasajes emotivos el recuerdo de un fragmento de la película en blanco y negro El centroforward murió al amanecer (1961), con libro de Agustín Cuzzani llevado al cine por René Mugica. Muestra a una Didi adolescente en el rol –por supuesto- de una bailarina que conquista a un jugador de fútbol. ¿Cómo? ¡Bailando, claro! De tutú blanco y un par de zapatillas de punta, Griselda –tal su nombre real- no le teme al piso de cemento ni a los charcos de agua esa noche que hace gala de su encanto en los jardines del palacio donde los personajes son prisioneros; ese romance cambiará la historia de ese “demencial film surrealista”, como se atrevió a calificarlo un crítico en Francia. En pocas palabras, el argumento cuenta la historia de “Cacho” Garibaldi (Luis Medina Castro), habilidoso jugador comprado por un millonario que colecciona seres humanos excepcionales: los mejores en su tipo. En esa suerte de cárcel de lujo el futbolista advierte que jamás podrá volver a una cancha así como ella, que no regresará nunca al escenario. “Fue el primer beso en la boca que recibí en mi vida, tenía 15 años en el rodaje”, recuerda Carli en una larga y cálida entrevista con LA NACION. En el amor también la vida le dio sorpresas agridulces. Didi cuenta que enviudó muy joven en Alemania, donde se había casado con un director de orquesta (“el hombre más lindo del mundo, un Alain Delon rubio”), y más tarde volvió a enamorarse otras veces, aunque tuvo su mejor revancha a los cincuenta, ya de vuelta en Buenos Aires y retirada de los teatros. Ahora vive sola con sus mascotas, perros y gatos que a pesar de los mitos se llevan bastante bien y que, muchas veces, posan como modelo de sus cuadros. Es que la pintura es su otra gran pasión.
“Cuando entré a la escuela del Colón no sabía nada de danza, me tomaron por lo que estaba a la vista. Las maestras se dieron cuenta. ‘No sabe nada –decían-, pero mirá las piernitas: las levantás y van’. Como las otras nenas ya tomaban clases, yo salía siempre llorando. Un día el portero del teatro le dijo a mi mamá: ‘¿Por qué no la lleva al estudio de María Ruanova, sobre la calle Tucumán?’ Ella no aceptaba nenas chiquitas, pero me dejó. Hacía clase rodeada de profesionales, como José Neglia, y María marcaba con las manos, así que tenía que descifrar todo ese nuevo lenguaje.
-¿En ese momento sabías quién era María Ruanova?
-¡No sabía quién era nadie! Ahora te diría que Ruanova fue una maestra fabulosa y una gran bailarina, con gran temperamento y, para mí, además, una madre artística: ella me enseñó todo. En Europa tuve que aprender muchísimas cosas, como el torso, pero la técnica que yo traía era bárbara. Lo que me faltaba lo fui puliendo viendo a Lynn Seymour, que vino con [Kenneth] MacMillan para Alemania, y con Margot Fonteyn.
-¿Así que tu casa de chica quedaba acá mismo, en este bar, donde estamos charlando?
-No, al principio viajábamos bien temprano desde Ramos Mejía a la clase de María Ruanova; después mamá me ponía un tapadito y cruzábamos la calle para ir con Gema Castillo en el Teatro. Comíamos algo y tomábamos rápido el tren de vuelta, porque en Ramos hacía la primaria. Mi papá estaba preocupado porque el Colón no daba título de maestra, así que me anotó además en la Escuela Nacional de Danzas, para que me asegurara un trabajo a futuro. Rendía libre: sacaba 10 en Danza, 9 en Piano, y era muy mala en solfeo. Ya se notaba que cantar no iba a cantar.
-¿Y seguiste estudiando después o tuviste que dejar el colegio?
-Sí, hasta los 15 años, que ingresé al Ballet Estable y ya no me daban los horarios. Un poco antes de eso ya le habían dicho a mi mamá que era muy buena, que seguro entraba, y entonces sí nos habíamos mudado acá [literalmente, su casa familiar ocupaba un lote a mitad de cuadra en la avenida Pueyrredón y French, donde se hace esta entrevista]. Acá estaba el patio, ahí la cocina; y luego compramos el departamento de acá arriba, donde vivo.
-¿Te da nostalgia?
-Todo un poco me da nostalgia. Si viajo a Alemania y nos sacamos fotos con las chicas de aquella época en la Ópera de Berlín, donde estuve 17 años ahí, también. Pero aprendí a no ser tan nostálgica, opté por no quedarme en el recuerdo.
-En ese sentido, ¿cómo tomás un homenaje a esta altura?
-Como algo totalmente inesperado y lo agradezco profundamente porque fue muy lindo, lástima que por la pandemia no pudo ir tanta gente.
-¿Cómo llegaste a la película El centroforward murió al amanecer?
-En verdad, la película llegó a mí. Estaba en un ensayo de Giselle en el Colón y René Mugica, director del film, me vino a ver. El libro se había hecho en el teatro, pero ahí la bailarina era una actriz y para el caso del cine pensaron que fuera al revés. No importaba si no sabía actuar. Querían una bailarina joven. Y me eligieron a mí.
-Tenías 15 años y te propusieron de la noche a la mañana hacer una película, ¿qué pensaste?
-Toda mi vida fui así, cayendo de sorpresa en sorpresa.
-Y en ese parque llovido, entre charcos de agua, tenías que salir a bailar. ¡Hoy la ART no te lo permitiría!
-Yo te bailaba en todos lados [risas]. Esa variación con giros y saltos es sobre cemento, el suelo me comía las zapatillas. Por suerte, ahí estaba Ruanova, que había hecho la coreografía. Filmamos de día, ponían un filtro para que pareciera de noche, pero eran las 11 de la mañana: yo, de tutú, me empecé a quemar con el sol, y los camarógrafos se manguereaban. Una vez, y va de nuevo, y otra toma más, hasta que me empezaba a fallar la técnica y María dijo: “Basta”. Fue suficiente, no hubo que repetir más la escena.
-¿Qué más te acordás del rodaje?
-En otro momento yo estaba con una malla blanca enteriza y cuando era la hora de almorzar íbamos con Mugica, Medina Castro, la señora… y yo comía como si nada, no tenía problemas. Después sí, pero fue cuando dejé el país y estaba sola, no conocía el idioma… Por eso también empecé a fumar.
-¿En esa época era un tema la alimentación para los bailarines?
-No, nos cuidábamos “de oído”; el problema es cuando no estás en actividad. Lo que me pasó en Alemania es que yo no sabía cocinar. Iba de asombro y asombro…
-El viaje a Cannes fue un broche de oro para la experiencia del film y tu primera incursión en Europa.
-Me fui y no tenía ropa: me vistió Jean Cartier. ¡Tres veces por día me cambiaba! Yo lo disfrutaba, era un juego. Pienso que no hice ningún papelón. Pero no tuvo relación con lo que vino después: el contrato como primera bailarina en Fránkfurt me lo da Tatiana Gsovsky. En el Ballet del Colón me daban permiso dos años y luego de ese tiempo cuando me llaman para Berlín entonces tuve que renunciar acá.
-Llegás a la Ópera de Berlín, también como primera bailarina, ¿fue verdaderamente un cambio?
-Después de la gran premier con el ballet La verdad, de Gsovsky, de la película Rashomon, emprendimos una gira por Sudamérica. Hicimos Brasil, Uruguay, Buenos Aires, Chile. Sería en 1965.
-Es decir que te fuiste de la Argentina como una bailarina de fila de cuerpo de baile y volviste como primera figura con una compañía extranjera.
-Sí. Y durante esos 17 años volví otra vez cuando estaba Ruanova cmo directora del Ballet y le encargaron a Tatiana hacer La verdad. Ahí lo bailé con José Neglia en el rol del ladrón, Gustavo Mollajoli en el del Samurai y Daniel Escobar como el médium.
-¿Dónde estabas cuando fue el accidente aéreo de 1971 en el que murieron los bailarines del Teatro Colón?
-En Alemania. Cuando pasó... ¡no sabíamos bien quiénes eran! Primero se decía que Olga [Ferri], pero cómo podía ser, si hacía poco había tenido un bebé. De todas maneras, esa noche yo hacía El lago de los cisnes y fui a pedir que se pusiera un pésame por el tristísimo episodio, pero los programas ya estaban listos. El director general de la Ópera de Berlín salió al escenario para pedir un minuto de silencio porque “esos compañeros son los compañeros de todos”, dijo.
-¿Eran amigos tuyos?
-Marta Raspanti había sido compañera mía en la escuela. Con José Neglia, que era primer bailarín, yo había bailado, pero era un contacto más bien ocasional que teníamos.
-En Alemania trabajaste con Rudolf Nureyev y con Kenneth MacMillan, dos gigantes de la danza del siglo XX…
-¿Puedo hablar de Margot Fonteyn antes? Porque cuando era chica y estaba en la escuela del Colón, íbamos a la casa de Ruanova y había unos libros fantásticos con fotos. Ahí vi una imagen de Fonteyn, muy jovencita ella con Michael Somes, que me dejó admirada. Pensar que con esa mujer después compartía el escenario y nos reíamos tanto.
-Y te corregía, también.
-¡Sí, la pantomima! Algo gracioso, mirá: cuando en un ensayo algo no salía bien y yo quería decir una mala palabra, lo hacía en español porque pensaba que no me iban a entender. Pero Margot tenía un esposo panameño [el diplomático Roberto Arias]. “I know that! I know that!”, se reía ella, que entendía todo. Sobre Rudi [Nureyev]: él primero bailaba con Eva Evdokimova, a quien he querido un montón, era mi compañera de camarín. Hacían Giselle y yo era la reina de las Willis. Una vez estaba Rudi acodado de espaldas a la barra, ensayábamos el segundo acto, y yo salgo saltando, alto, y veo que me mira, negando con la cabeza. Entonces me acerco, a ver qué estaba mal, y me dice: Don’t jump so much. I’m sick. Resulta que él tenía el pie dolorido, y si yo saltaba así, tan alto, después no se iba a poder lucir. Era divertido, nos reíamos bastante. Juntos hicimos Apollon Musagète (yo era la musa Terpsícore) y tuvimos un éxito fabuloso. Pero no habíamos preparado el saludo y el teatro se venía abajo con los aplausos. Estábamos parados, como nos ves en la foto, y siento que Rudi me aprieta la mano y da un paso adelante, así que yo también. Y así llegamos casi hasta el borde del escenario. El director de la orquesta no podía empezar la coda porque no se oía nada. Fue inolvidable.
-¿Y la llegada de MacMIllan, de Londres a Berlín, fue por esa época también?
-Sí, en simultáneo. Con MacMillan hice Concerto, sobre el concierto N°2 de Shostakovich, y luego Valses nobles y sentimentales. Yo estaba muy acostumbrada a leerle la mente a Tatiana Gsovsky, así que MacMillan era nuevo para mí, había que entender qué quería. Estuvo con nosotros casi cinco años [asumió la dirección del ballet de la Ópera de Berlín en 1965]. Por supuesto también bailábamos las obras del repertorio, de Balanchine hacíamos mucho Sinfonía en DO.
-¿Cuándo volviste a la Argentina enseguida te retiraste?
-No, yo no estaba preparada para quedarme acá. Volví porque mi mamá tenía que operarse, una cirugía difícil, y ella fallece en la intervención, entonces decidí quedarme con mi papá. Fue muy duro e inesperado.
-Te quedás, pero ya no tenías tu lugar en el Teatro Colón.
-Claro, había renunciado. Mi papá me pidió una cita en la dirección para que pudiera explicar mi situación. Eran los años de los militares y me dicen que tengo que hablar con el comodoro [Ernesto Miguel] Gallacher. “¿Cómo? ¿Un comodoro como los que vuelan?”, pensaba yo. Y él delegó mi tema en la dirección artística, a Enzo Valenti Ferro. ¡Ese nombre me sonaba, por fin alguien familiar! Me contrataron.
-¿Cómo fue tu retiro?
-Después de un año como bailarina invitada, que hice el estreno de Don Quijote [de Zarko Prebil] con Ekaterina Maximova y Vladimir Vasiliev, como la Mujer de la Calle, solo había concursos para cuerpo de baile. En ese momento, Antonio Truyol, que era nuevamente director del Ballet [1983], me recomendó que me postulara igual. “Usted no sabe cómo son las cosas, Didi, preséntese para tener un lugar y después ve”. Así que me retiré como bailarina de cuerpo de baile, porque empecé a estar mal de la cadera. No fue muy lindo entonces lo que me tocó vivir, hubo momentos, diría, de cierto desprecio.
-¿Bailaste hasta los 40, un poco más, y después?
-”Como no voy a bailar, la cadera no me va a doler”, pensé. Me compré un perro y salía a caminar todos los días con él, un Weimaraner. Lo hice un mes y al segundo, ya no podía más. La cadera estaba tan desgastada que me tuve que operar. Primero una y luego, la otra. Y empecé a estudiar dibujo y pintura, de cero, en Bellas Artes.
-¿Siempre pintaste bailarinas?
-¡No! Desnudos, tengo un montón. También alguna naturaleza muerta, paisajes, mis gatos.
-¿Tenés perros y gatos?
-Sí, se llevan más o menos bien.
-Este homenaje te rescata para un montón de gente que no conoce tu historia.
-Sí, yo le dije a mi maestra de pintura: “Me debo estar por morir porque me van a dar un reconocimiento” [risas].
-Pero vos misma dijiste que tu vida siempre fue así, llena de sorpresas, ¿no?
-Es cierto. Esta es una gran sorpresa más.
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