Del blanco exquisito a la explosión de color de Picasso, el Ballet del Sodre hace un rescate histórico
MONTEVIDEO.– ¿Un baile dentro de una pintura o un lienzo en movimiento? Las dos cosas. Picasso hizo la escenografía y el vestuario del ballet El sombrero de tres picos hace exactamente un siglo. Lo creó a cuatro manos (a cuatro pies) con Léonide Massine, coreógrafo de aquella irrepetible usina de creatividad para la historia de la danza, a comienzos del siglo XX, que fueron los Ballets Rusos. Esa época se revive por estos días en Montevideo a partir de un estreno del Ballet Nacional del Sodre (BNS), que de esta manera hace una clara declaración de principios en favor de incorporar piezas emblemáticas para fortalecer con ellas su repertorio.
El espectáculo se llama Noche francesa, y no es un equívoco, por supuesto: la obra de Picasso-De Falla-Massine, evidentemente española en su narrativa y estilo, comparte cartel con la exquisita Suite en blanc, de Serge Lifar (otro nombre clave en las filas de Diaghilev). Y si todavía puede sonar raro que una obra que comienza con castañuelas y olés integre la "noche francesa", vale un recordatorio más: aquel par de andaluces geniales vivieron, produjeron y murieron (en el caso del pintor, porque el músico falleció en la Argentina) en París, gran capital del mundo cultural donde los Ballets Rusos tuvieron lo más parecido a un hogar artístico.
A propósito, es desde el museo de la ciudad luz que llegaron, a fines de marzo, la mayoría de las pinturas y esculturas que integran la primera muestra de Picasso en Uruguay. Igual que las funciones del BNS, la exposición termina este fin de semana en el Museo Nacional de Artes Visuales. Y es consecuencia de ese extraordinario desembarco artístico en estas orillas que, aun con la temporada ya presentada, el director del ballet, Igor Yebra, logró a contrareloj incluir el programa mixto que, para completar toda lógica, cuenta con el apoyo de la Embajada de Francia.
El telón se corre en el auditorio Adela Reta y, por un segundo, la escena inicial corta la respiración: treinta y cinco bailarines se calan, impolutos, sobre la caja del escenario. Son blanco sobre negro. Nada más, ni hace falta: en la Suite en blanc (1943) la protagonista absoluta es la danza. Tanto que ese despojado tratamiento escénico amplifica, como una lupa, hasta el mínimo detalle de cada movimiento, en una inevitable invitación a la perfección (inalcanzable siempre, por definición). Del trío inicial con tutús románticos (largos, vaporosos), sobresale, alta, la presencia de Joyce Alves; el pas de trois que, a pesar de algún traspié, Mel Oliveira interpreta con notable solvencia, está entre los mejores momentos de un ballet estructurado como una sucesión de cuadros que alterna conjuntos, dúos y solos, siempre en el exquisito registro de Lifar: refinado, muy técnico, sin argumento. Algunos historiadores lo anotan como un diccionario académico y estilístico de la danza, recuerda el programa de mano.
Traer este título de principios neoclásicos que excepto por la Ópera de París fue dejándose de hacer con el correr de los años –en el Colón, por ejemplo, hace más de 20 años que no se repone – es, justamente, reivindicar la figura de un coreógrafo francés fundamental. "Tanto hablamos de Balanchine, pero la verdad es que más despojado que esto no hay", se anima a observar Yebra, en voz alta, sin más animosidad en la comparación que señalar que artísticamente estos dos paradigmas del abstracto crecieron artísticamente juntos, con legados, uno en América y otro en Europa. Pero la relación Balanchine-Lifar merecería un capítulo aparte.
Volviendo a la escena, los platos de los tutús colaboran también en esa deliberada intención de dejar todo a la vista: tanto para los grupos como en las solistas (Ariele Gomes, Gabriela Flecha, Paula Penachio), desde una posición elemental hasta el despliegue más virtuoso está en foco. En este sentido, es para los bailarines como un desnudo de algo más de 40 minutos. Pulcro y con habitual prestancia, es imposible pasar por alto el desempeño del primer bailarín Gustavo Carvalho. También el adagio que María Riccetto baila con Brian Waldrep otorga brillo a una muy buena factura final. Ella, la estrella de la compañía, se retirará a fin de año; él, nueva adquisición, se incorporó al inicio de esta temporada.
A propósito del bailarín llegado de Houston, su actuación en la segunda parte de la noche confirma su estatura. Waldrep es el Molinero en esta suerte de comedia de enredos folclórica que es El sombrero de tres picos (1919). Como tal, la parte interpretativa de los roles se lleva buena parte del éxito, que en este caso se acentúa en la conexión con la Molinera (Vanessa Fleita) y el Corregidor (Guillermo González, con momentos desopilantes), en una bella danza estilizada que incluye, por ejemplo, una farruca de inspiración taurina y una jota briosa en el final.
Para el espectador, tras el intervalo, el cambio de rumbo es inmediato. Si alguien dijera "un shock", el director del BNS –español, por cierto– se sentiría encantado. Atrás quedó el total white brillante y ahora este lienzo colgado para la obertura –pintado en los talleres del Sodre según los diseños de Picasso, cuya pauta marca la fundación que protege los derechos del malagueño– anticipa que "aunque el diablo esté dormido a lo mejor se despierte", según la voz de la cantaora en el prólogo (en grabación, como la música también en esta oportunidad). Borlas, puntillas, geometrías, mantillas, Picasso no ahorró elementos ni color en los figurines de los trajes que ideó para este ballet. En este caso, la producción de vestuario proviene en alquiler de la Ópera de Niza. Una anécdota fuera de libreto saltó del embalaje, para sorpresa y gracia de los presentes: la chaqueta del Molinero llevaba aún en la etiqueta el nombre de Igor Yebra, lo que significa que desde que hizo este personaje en la riviera francesa un traje con su nombre y su sudor anda pululando por el mundo.
El contrapunto lo pone la escenografía y los decorados, claros, de líneas simples, con apenas un aljibe corpóreo y una modesta casita. Simplificado desde el boceto inicial, es finalmente el lugar donde reposa el vestuario. No sería una locura animarse a decir que este Picasso que va alejándose del cubismo juega a ser coreógrafo. Administra a los bailarines como si fueran manchas, frías y el cálidas. "Es evidente que se trata de una obra que hizo un pintor junto con un coreógrafo, porque Picasso le decía a Massine: ahora me tienes que poner el rojo con el marrón y este tono con este otro", repite Yebra, que conoce la historia de memoria. En su carrera ha bailado éste y otros ballets de Picasso (Ícaro, Parade); ha estudiado El sombrero en detalle, y ha cultivado una cercanía con figuras como Lorca Massine.
Hijo del mítico Massine que llegó a los Ballets Rusos con la misión imposible de reemplazar a Nijinsky, Lorca viajó personalmente a Montevideo para montar la obra de su padre. Allí se encontró con otro repositor de lujo, Charles Jude, responsable del legado de Lifar, en la noche de estreno el sábado último.
Lo refinado y lo popular, lo abstracto y lo argumental, el monocromo y la fiesta del color. La Noche francesa no ahorra contrastes y, sobre todo, desempolva un repertorio para admirar lo que hace un siglo atrás fue una revolución.
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