“Colossus”: un torbellino humano que arrasa y embruja
Con cincuenta intérpretes en escena, el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín vuelve a lucirse en el estreno de esta obra de la coreógrafa australiana Stephanie Lake
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Colossus. Coreografía: Stephanie Lake. Ambientación sonora: Robin Fox. Por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, con egresados del Taller de Danza Contemporánea. Dirección: Andrea Chinetti y Diego Poblete. Iluminación: Bosco Shaw. Vestuario: Harriet Oxley. Dirección de ensayos: Nicol Muscat y Marni Green. Teatro General San Martín. Funciones: de jueves a domingos, a las 20, hasta el 30 de julio (excepto el feriado del 9).
Nuestra opinión: Excelente
Se los ve a ras del piso, acostados, como un batallón en descanso que cubre todo el vasto escenario de la sala Martín Coronado. ¿Están todos? Sí, son los cincuenta intérpretes de Colossus, y permanecerán allí, juntos, enredados o separados, pero sin abandonar jamás la escena, durante los cincuenta minutos que durará la pieza concebida por la premiada coreógrafa canadiense-australiana Stephanie Lake, y que ahora es felizmente abordada por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, con el refuerzo de una veintena de egresados del Taller de Danza Contemporánea de la misma institución (admirablemente fusionados, dicho sea de paso).
Se advierte, sobre todo si se contempla el espectáculo desde el pullman, que la figura que delinean estos cuerpos en el piso es un enorme círculo. Una de las yacentes, Manuela Suárez, se incorpora y va reconociendo con la mirada a su grupo de pertenencia; el sonido que acompaña este preámbulo (de Robin Fox) sacude con golpes electrónicos que resuenan como martillazos, en la cabeza y en el plexo solar. Sigue una nueva confrontación individual con el grupo: Daniela López, incisiva, precisa, “dirige” a la masa con una gestualidad reconocible, a izquierda y a derecha. Resulta un juego simple y, a la vez, elocuente.
La creación coreográfica de Lake, compleja y estéticamente rica, fue estrenada en 2018 y montada con numerosos grupos en el mundo; el Ballet Contemporáneo que dirigen Andrea Chinetti y Diego Poblete, que aquí vuelve a exhibir orgullosamente su cohesión y su disciplina, es la primera compañía profesional que la encara. La obra avanza con sorpresas: súbito apagón, gritos y tumulto en la oscuridad. Silencio y desconcierto. Cuando vuelve la luz –el reglaje lumínico, que en este pasaje “imita” a las antiguas candilejas, es extraordinario-, lo que sorprende es el estatismo: los integrantes de la tribu ahora posan, prolijamente alineados en varios planos, como para la foto de fin de curso de un liceo.
El vocabulario gestual luce sencillo, a veces casi cotidiano, pero insertado en el complejo trazado de la concepción espacial impresiona: lo que se impone es una poderosa masa viviente, en agitación o inmóvil, pero en unísonos impecables. Es una de las claves que fascinan en esta experiencia singular: su maximalismo imponente. Otro rasgo de Colossus son las oposiciones: movimiento/quietud (alegoría abstracta de una comunidad) o la dualidad “códigos organizados” versus “arranques salvajes”. Un contraste más: dispersión/aglutinamiento, recurso que en las propuestas de Lake, por momentos (cuando una figura femenina se segrega del grupo) evocan –aunque en clave diferente- la dinámica que organizaba Pina Bausch en el trazado del ritual comunitario de La consagración de la primavera.
Lake, 45 años, suerte de outsider, refractaria a cualquier disciplina clásica, compone en sentido espacial y geométrico, como si fueran instalaciones colosales (valga la tautología). Y, con pautas diferenciales de las de muchos de sus predecesores recientes de la danza contemporánea, en el discurso coreográfico estimula un género de movimiento libre (“suelto”, digamos), aunque cada tanto –acaso involuntariamente- despunte algún diseño corporal identificable, resabios –por ejemplo- del “linaje Ailey” (hombros y brazos elevados, cuyas sombras se proyectan sobre el fondo, por citar alguno).
En el último tramo de este exultante desfile se instala el dramático solo simiesco de Andrés Ortiz, casi en el proscenio, con el marco del resto del grupo, alertas, en el fondo de la escena. El mismo intérprete ejecuta un bello dúo de enlaces encadenados con Lucía Bargados, mientras que Camila Arechavaleta seducirá con uno de los solos más jugados, en cuanto a diseño, de la pieza. Esto desemboca en un paroxismo imparable, como un brote espasmódico, inducido por una percusión apabullante, antesala del final.
Después de compartir la infrecuente alegría y la tensión de esta experiencia colectiva ejemplar, el espectador abandona la sala impregnado del “efecto Lake”: un torbellino humano que, en el espacio escénico, arrasa y embruja.
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