La joven bailarina de Santa Fe debutó el domingo en Alemania como la “Julieta” más joven de la historia en la coreografía del gran John Neumeier, que cumple 50 años al frente del Ballet de Hamburgo
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Es domingo. La televisión alemana anuncia en su noticiero del mediodía que las celebraciones por el gran aniversario del Ballet de Hamburgo comienzan con Romeo y Julieta. “Con estrellas muy jóvenes”, destaca el presentador, más de una vez. La obra sobre la célebre novela de William Shakespeare se verá en versión de John Neumeier, quien después de cincuenta años está comenzando a cerrar su largo capítulo al frente de una de las compañías de danza más prestigiosas de Europa. Sin embargo, la noticia, lo que verdaderamente se convirtió en un suceso cuando se abrió el telón, fue la mujercita que encarna a la enamorada de Verona: ella dejó una marca como la bailarina más chica de la historia en este rol. Tiene solo 15 años. Y es argentina.
Azul Ardizzone es una adolescente vibrante. Lo dice su voz del otro lado del teléfono, lo avala la risa que se le ve en escena en los videos que se comparten diez, cincuenta, cien veces y más en las redes sociales. También habla de eso la agitación en el pecho, que la exalta en el pas de deux del balcón, la escena más romántica de la pieza cuando todavía no hay siquiera atisbos de fatalidad. En este sentido, es la Capuleto perfecta: porque los amantes que protagonizan este drama tienen su edad justa en el libro, aunque siempre los representen artistas holgadamente mayores, hasta por décadas. Ella está emocionada. Todo parece un sueño, sobre todo porque pasó tan rápido: salir de San Jerónimo Norte en Santa Fe, ingresar en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, mudarse a Buenos Aires, volverse al pueblo por culpa de una pandemia inestimable, ganar una medalla dorada en un concurso, tomarse por primera vez un avión mientras el mundo seguía en jaque por el virus, llegar a Alemania sin hablar ni una palabra en ningún otro idioma… Y menos de dos años después, ya instalada, barajando tres lenguas (inglés, alemán, italiano) y cursando el sexto año de la escuela de excelencia que anhelaba, que la convoquen para estrenar este espectáculo tan importante de un coreógrafo mayúsculo. Nada menos que Neumeier, el hombre por el que había elegido Hamburgo entre cuatro becas internacionales que la podrían haber llevado al Royal Ballet de Londres, el Miami City o a Houston; era él, el mismísimo John, a los 84 años y con una carrera emblemática sobre los hombros, el que hace un mes la miraba en una audición muy reducida y susurraba: serás mi última Julieta, y la más joven. Al final, los dos se eligieron.
“Anoche no pude dormir”, confiesa enseguida cuando atiende el teléfono. “Fueron muchas emociones juntas. Me llegaba un mensaje atrás del otro, de todas partes, hasta cualquier hora. Había ido a hacer la función enfocada en disfrutar y que los nervios no estuvieran conmigo; proyectaba que iba a ser algo único y hermoso, que se iba a quedar en mi corazón. Así fue”, dice. Sus compañeros del “internado” donde vive –nada de sórdidos imaginarios, por favor: “las piezas son hermosas, las educadoras tienen rebuena onda y tengo una tutora muy buena”- la fueron a ver a la ópera y le llevaron flores. “Estoy llena de amigos”. Seguro, todos esos potenciales bailarines que se preparan para un futuro profesional se habrán sentido muy motivados esa noche, porque la de Azul, sobre todo, es una historia inspiradora.
La historia
“Empecé en mi pueblo como una actividad recreativa, en una escuela muy chiquitita. Iba porque quería hacer las funciones de fin de año; no me gustaba la clase, solamente quería bailar en el teatro. Pero cuando fui a Buenos Aires mi maestra me enseñó a amar la barra”, cuenta Azul.
Su maestra, Silvina Vaccarelli, recibió en el estudio Domus de San Telmo a una nena que era un desborde de condiciones. “El día que llegó, con diez años, le salía por los poros el deseo. Me trajo la variación de Kitri del primer acto de Don Quijote, parecía un torbellino”, recuerda ahora, todavía muy conmovida por el primer mojón que acaba de poner su alumna en el inicio de una carrera internacional a todas luces prometedora.
Vaccarelli la mandó a su clase de principiantes. “No le gustó nada que no la pusiera con las más avanzadas”. Tendría, así, el tiempo necesario para dedicarse a formarla en detalle. Luego, le dijo a Oscar que su hija era “como un bizcochito que hay que envolver” (es muy tierno escuchar esta frase de boca de la propia Azul), lo que sería el equivalente al famoso “diamante en bruto que hay que pulir”. Y las cosas tomaron otro cariz.
“Desde entonces vivimos divididos”, cuenta Paola Girod, la mamá, que desde que en ese 2018 Azul quiso mudarse para preparar su ingreso en el Instituto Superior de Arte (ISA) del Teatro Colón se alternó cada quince días con la abuela Mirta para acompañarla en la Capital. Con el diario del lunes, el capítulo porteño parece una obviedad. La aspirante pasó con un ciento por ciento la admisión en el ISA, donde empezó su formación en 2019. Solamente por un año, porque la pandemia la devolvió con todas las ilusiones guardadas en un bolso derecho a San Jerónimo Norte. “Pasó la cuarentena en Santa Fe, con clases virtuales, bailando en una habitación como todos los bailarines. Por eso también es enorme su esfuerzo”, señala Paola, que en su perfil de WhatsApp ya exhibe la foto de su hija como Julieta. “Hace siete meses que no la vemos. Nos da mucho orgullo que sea tan valiente”.
Habituada desde chica a participar en concursos, Azul le propuso a su maestra prepararse para un concurso de la Organización Danzamérica. Accedió a un certamen selectivo (el Gpal, previa audición, por video), y con una variación de Coppelia y una coreografía de contemporáneo que trabajó con otra de sus maestras, Anabella Tuliano, obtuvo el premio mayor, lo que le significó tener a disposición una beca completa a elección para cuatro escuelas internacionales. “Azul es un ejemplo de constancia, de trabajo, de compromiso; una persona inspiradora de verdad”, dice Tuliano, en el mensaje que envía el domingo a la noche para avisar que esta argentina de enciclopedia acaba de convertirse en la Julieta más pequeña que tuvo John Neumeier desde que creó el ballet.
Con todas las condiciones naturales (físico, proporciones; es elongada, tiene pie) y la intuición para interpretar lo que baila (”le contás la historia, escucha la música y enseguida entiende”, enfatiza Vaccarelli), ya se puede ver en el marco de su rebosante juventud un gran futuro.
“Mis padres siempre, siempre me apoyaron”, destaca Azul, que es la mayor de tres hermanos –Mauro, de 13, e India Luz, de 7–, a quienes más extraña en los 11.654 kilómetros de distancia. “Sin ellos yo… no sé. Me ayudaron siempre. Irte a los 14 años a otro país, sin que me pudieran acompañar por la pandemia. Tomé coraje y dije: voy sola. Siempre me demostraron que estaban fuertes. Si es lo que vos querés, dale con todo, me alentaban. Era mi primer vuelo en avión. Y el idioma: la verdad es que no sé cómo hice para llegar. O sí: ¡usé Google Translate!”.
Hamburgo: antes y después de Shakespeare
Para poner en perspectiva, Azul tiene hoy la edad de Paloma Herrera cuando se fue –también sola- a hacer historia en Nueva York; los mismos quince años que Marianela Núñez al llegar al Royal Ballet de Londres (tuvo que cursar un año de escuela, porque la legislación no le permitía que todavía trabajara como profesional en la compañía). Solo que la santafesina ya debutó en un protagónico que le ponen encima todos los flashes. Sin pensar que hasta aquí no había bailado nunca un ballet completo, ni un pas de deux, con trucos y levantadas, como las que abundan en Romeo y Julieta. Hay que decir que con el brasileño Louis Musin, su partenaire –también muy joven, a sus 21– conectó desde el primer día. “Fue muy amable”.
Si a esta altura las razones por las que eligió Alemania parecen claras, vale destapar una casualidad a medias que agrega un condimento especial. En una compañía tan cosmopolita como el Ballet de Hamburgo se desempeña como solista otro argentino de San Jerónimo Norte: Matías Oberlin. Ellos se conocían un poco; que la abuela le contó de él, que las madres de ambos se han cruzado, “cosas de pueblo chico”, comentan. Pero además, una vez, cuando Azul tenía nueve años, en uno de los recesos de mitad de año que hacen los teatros en el hemisferio norte, Matías -que se fue hace doce años- volvió a dar una masterclass y Azul estaba ahí, tomada de la barra.
Después de un largo día de ensayos, Oberlin responde al llamado de LA NACION, dispuesto a contar desde adentro cómo vivieron el estreno. Él mismo, que ya cumplió 27, hizo de Padre de Julieta, de modo que acompañó los ensayos y la acción, de cerca, como si el destino lo hubiera designado para cuidar de Azul en la noche del debut. “Cada tanto John hace esto –se refiere a los cambios que Neumeier introduce en su propia coreografía, que tuvo su premier mundial en Frankfurt en 1971 y se estrenó en Hamburgo en 1974, un año después de que asumiera la dirección de la compañía–. No sé si fue a propósito lo de ponerme a mí de padre, me gustaría creer que sí, porque tenemos esta conexión de las raíces. Pero es verdad que modificó mucho el personaje: en su versión el Señor Capuleto era muy estricto; esta vez, en cambio, tiene un carácter más afectivo, esta ahí para ella. Me gustó más y le da también otro sentido a nuestra historia, que venimos del mismo lugar”.
Sobre la trastienda de esta reposición, que abre un ciclo de cuatro semanas de funciones con 22 producciones distintas, el bailarín cuenta que en la fiesta de la compañía, después del estreno, Neumeier les confió que en su afán de probar un cast superjoven ya tenía a Azul en la mira desde hace dos años, cuando era una recién llegada y la vio bailar con las guirnaldas de flores en La Bella durmiente. “Es increíble pensar que una nena tan chica tenga todos estos sentimientos. Eran otros tiempos –vuelve Matías sobre la historia de Julieta-. Que tengan la misma edad le pone un extra de magia a la situación. Azul es tan humilde y sencilla, y le tocó hacer un rol tan grande. Todos estamos muy contentos. Es un orgullo”, remata, y comparte algunas críticas que publicó la prensa de Alemania, donde la comparan nada menos que con Alina Cojocaru.
Tras los pasos de Alessandra Ferri –tal vez la Julieta más formidable que alguien haya visto alguna vez- y de Marianela Núñez –“la amo: es mi inspiración”-, Azul buscó abrir su camino. “Nunca había salido a saludar, así que miré los videos de Marianela para darme una idea”, confiesa sin pudor y un momento después, interrumpe la charla de golpe cuando le suena una notificación en su cuenta de Instagram. “Esperá: ¡Es Marianela, me mencionó en su historia! En la pandemia tomé clases virtuales con ella. Me encantaría poder conocerla”. Desde Londres, la estrella del Royal confirma a LA NACION: “Lo que logró Azul a los 15 años es impresionante, merece que se conozca su historia”.
Es el día siguiente. Cualquier día siguiente después de tocar el cielo. Azul arranca temprano. “Voy a la escuela alemana por la mañana y toda la tarde hago ballet; siempre que puedo, avanzo con el colegio argentino, que curso online . ¿Tiempo libre? ¡Sí, tengo, para coser las puntas!”, se ríe, con suma naturalidad.
¿Adónde la deja parada ahora esta marca inédita que acaba de cruzar? En dos semanas terminará sexto año de la escuela de ballet. ¿Volverá a para terminar su formación o se integrará a la compañía profesional después de esta experiencia inolvidable? Esa es la parte de la historia que al momento todos desconocen. “Hay que seguir trabajando y siempre, siempre mejorar”, responde ella, con “ese motorcito que tiene y que la hace ir para adelante”, diría Silvina, su maestra.
Por lo pronto, ya atesora en su memoria un momento único, junto con un consejo que le conviene no olvidar. “El domingo, cuando terminé de bailar –relata Azul-, detrás del telón vino John a abrazarme; lloraba un montón. Me dijo que no cambie, que siga siendo siempre yo, que no actúe nada, que lo haga así, igual que esa noche. Y me pidió una cosa: que nunca me olvide de él”.
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