Cyrano de Bergerac: una gran puesta para este drama romántico en que la pasión no aparece
Gabriel Goity cumple con su sueño de interpretar a su héroe desde la adolescencia, pero la obra no llega a conmover
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Cyrano de Bergerac. Libro: Edmond Rostand. Traducción y adaptación: Willy Landin. Elenco: Gabriel Goity. María Abadi, Mariano Mazzei, Mario Alarcón, Daniel Miglioranza, Iván Moschner, Larry de Clay, Fernando Lúpiz, Pacha Rosso, Dolores Ocampo, María Morteo, Hernán “Curly” Jiménez, Pedro Ferraro, Ricardo Cerone, Tomás Claudio, Franco D’Aspi, Pablo Palavecino, Agustín Suárez, Horacio Vay, Tito Arrieta, Lucía Raz, Jess Rolle y Paloma Zaremba. Músicos en escena: Lautaro Asato, María del Rosario Barrios Caram, Gisela Nonaka, Gustavo Valor, Lorena Yankelevich y Keiji Yonagi. Música original: W. Landin. Escenografía: W. Landin, Pilar Camps. Vestuario: W. Landin. Luces: Rubén Conde, W. Landin. Sonido: Leo Leverone, Miguel Álvarez. Audiovisual: Matías Guerra, Juan Guerra, W. Landin. Maestro de esgrima: Fernando Lúpiz. Dirección general: W. Landin. Duración: 180 minutos (incluye intervalo). Sala: Martín Coronado del Teatro San Martín, Corrientes 1530. Funciones: miércoles a sábados, a las 20, y domingos, a las 18. Nuestra opinión: buena.
Tal vez fue una idea de Gabriel Goity que a los 16 años quedó impactado por el Cyrano que dirigió Osvaldo Bonet, en 1977; o de Mario Alarcón, el único actor que fue parte de aquella y de esta historia. Pero el acuerdo es unánime: la memoria colectiva del elenco es la que no dudó en dedicar su trabajo al gran Ernesto Bianco, el protagonista de esa inolvidable puesta en la que la muerte lo alcanzó en el punto más alto, soldando con un aplauso eterno su consagración.
Ahora, en la misma sala, la obra del francés Edmond Rostand (1897) vuelve asociada a dos nombres muy reconocidos: el de Willy Landin (Las mujeres sabias, El burgués gentilhombre), quien además de traductor, adaptador y director, es el responsable, total o asociado, de música, vestuario, escenografía, iluminación y audiovisuales; y del “Puma” Goity, un actor muy popular en televisión que nunca ha dejado de hacer teatro y que, por fin, cumple el sueño de interpretar a su héroe desde la adolescencia.
No solo para Goity resulta atrapante la dualidad de este quijotesco personaje de enorme nariz, el soldado y el poeta, valiente y acomplejado, apasionado y tímido, rey león y patito feo, papel al que se suma el desafío de un texto rimado y muy extenso: en 2000, lo hizo Juan Leyrado, con dirección de Norma Aleandro; en 2008, Tito Loréfice montó una excelente versión con el Grupo de Titiriteros del San Martín; dos años después, en el off, una versión de Pablo Bontá, Cyrano, un vodevil francoargentino; y en 2017, en el Teatro Nacional Cervantes, el musical Cyrano de más acá, adaptado para todo público por Emiliano Dionisi, con Roberto Peloni.
De la misma manera que después de Elsa tiro, de Gonzalo Demaría sobre la vida de Eugene O’Neill, se estrenó -y continúa en la Casacuberta- Largo viaje de un día hacia la noche, del escritor estadounidense, al estreno de Cyrano le precedió Edmond en el teatro Alvear, del francés Alexis Michalik acerca del autor inmortalizado por una única y salvadora obra exitosa, un drama heroico en verso a contrapelo del naturalismo de fines del siglo XIX.
Cinco actos, un intervalo, tres horas en total, la adaptación de Landin dura menos que el original (cortó y achicó algunas partes) y podría durar aún menos porque hay escenas que se alargan demasiado (en el primer acto, por ejemplo, el duelo de espadachines). Sin embargo, esa, por momentos, morosidad no impide de ninguna manera apreciar la enorme belleza de esta puesta que como un lujoso libro con satinadas ilustraciones va pasando páginas de una romántica historia en un país lejano. Landin da crédito absoluto a su formación, en especial como régisseur y escenógrafo (egresado del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón) pero también como experto en lo audiovisual (estudió en la Universidad del Cine). La presentación de cada acto, el vestuario exquisito, la iluminación con tintes dorados que crea clima de época -París en el siglo XVII-, en fin, la experiencia estética, algo poco común en nuestra escena y que sólo el teatro público a precios accesibles puede ofrecer, es el fuerte de esta propuesta.
El otro atractivo es el elenco de grandes intérpretes, más y menos conocidos, que reúne la obra (incluido el “debut” del humorista Larry de Clay como el pomposo recitador Montfleury). Pero por problemas de sonido o expresivos o ambos, no se los escucha por igual, algunas voces se expanden claras y otras se pierden. Una vez más, Ivan Moschner como el pastelero Ragueneau demuestra que es un actor extraordinario. También hay sobrada solvencia en las actuaciones de Mario Alarcón (el soberbio Conde de Guiche), Mariano Mazzei (el joven, hermoso y torpe Cristian) y Daniel Miglioranza (Le Bret, el amigo inseparable de Cyrano). Por otro lado, María Abadi como Roxane, musa inspiradora amada por tres personajes de la obra, cumple su papel con oficio y se la escucha a la perfección, pero sin ardor, más cerca del capricho que del deseo. Y Goity, el protagonista, demuestra que está a la altura de asumir un personaje con profuso y difícil texto como Cyrano, un ser complejo con multitud de facetas desde la bravuconada hasta la sumisión, permanentemente tomado por el ansia. En ningún momento se escapa el Puma al que conocemos en televisión, no hay rastros de eso, Cyrano es Goity (o al revés).
El problema de este drama romántico es que la pasión no aparece, no termina de explotar, es tibia. El tono predominante es burlón que si bien pertenece a la obra, muy plagada de humor, no permite surgir con intensidad la emoción. La ostensible y bellísima artificiosidad de la puesta más el poder de los actores y actrices no pueden disolver ni la morosidad ni, sobre todo, esa escasez de corazones palpitantes, el dolor a ser rechazado, las lágrimas por un amor que no fue, transversales al tiempo y al espacio. Entendemos a Cyrano, hasta podemos disfrutarlo por momentos, pero está lejos como para conmovernos.
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