Crónica de una pasión argentina: la historia del fan que dejó todo y entró segundo al recital
"El hincha es el alma de los colores, es el que da todo sin esperar nada, ése es el hincha, ése soy yo." En 1951, Discépolo dejaba escrita una condición argentina en esta línea cruda y conmovedora. Sesenta y cinco años después, en la puerta del Estadio Único de La Plata, la criatura rollinga, el arquetipo del stone nacional, la sella y la replica. No importa que se trate de fútbol o que se trate de rock, porque finalmente sigue tratándose de lo mismo: el argentino y sus pasiones. O, habría que decir, sus apasionamientos.
Treinta horas de cola lleva en el cuerpo Fernando Cañete. Está agotado y acaba de tragar su cuarto antiespasmódico. Hay un premio para él: está segundo. Delante, entre él y la puerta por donde ingresan los que sacaron campo, sólo tiene a Martín Dobrev, un búlgaro inexplicable que habla un inglés tropezado. Detrás tiene veinte cuadras de otros como él. Fernando es de Wilde, tiene 21 años y una novia de 18 que está embarazada de seis meses y que se quedó unos días más en Las Toninas, donde estaban de vacaciones. Para poder estar ahora acá, tuvo que dejar su trabajo de cocinero en el patio de comidas de un shopping. Ganaba diez mil pesos por mes sacando platos durante diez horas diarias, de lunes a lunes, es decir que no es que a Fernando el sacrificio no le pertenezca. Pero, como me explica acodado al otro lado de la valla, no es lo mismo transpirar por un salario que transpirar por tu banda. Dice "tu banda" y algo lo enciende, como si de golpe recordara qué lo trajo hasta acá.
La pregunta, entonces, viaja al centro nervioso de la trama nacional: ¿por qué somos capaces de producir el tipo de aficionado que producimos?
Hace unos días, Daniel Grinbank, pater et magister del concierto stone y de su historia en los estadios locales, decía que el público argentino se siente diferente porque realmente es diferente. Faltaría saber qué clase de noticia constituye esa verificación porque lo que nace con esa, vamos a llamarla, verdad, no es el hincha de una banda o de un club, sino un hincha de sí mismo, enamorado de la manera en la que deja la piel por algo que se lo devuelve en forma de orgullo tribal.
Pasa en el rock, pasa en el fútbol y pasa en la política: nace, con el hincha de sí mismo, una épica del sudor, una militancia de la intemperie. Que todo esté mal para que después, en el relato posterior, todo sea maravilloso.
El hincha, finalmente, fatalmente, es también una escritura.
Todavía faltan dos horas para que den puerta y ahí está Fernando, contento porque acaba de conseguir una bolsa de hielo para ponérsela en la nuca. Durmió sobre el pavimento bajo la noche platense y se aguantaron mutuamente las horas con otros dos integrantes de su familia. Como no está bancarizado, le tuvo que pedir prestada a su abuelo la tarjeta de crédito. A las 23.58 del día anterior a que las entradas se pusieran a la venta por Internet, ya estaba conectado con la tarjeta a un costadito, los números copiados junto a la fecha de vencimiento y el código de seguridad, siguiendo la hora oficial en el 113 del teléfono para que nadie le arrebate, tampoco, su primer lugar en el mundo de la pantalla.
Está acá porque fue un feligrés, porque hizo todo lo que había que hacer para estar acá, y por delante tiene un concierto, dice él que el concierto de su vida, y todavía más por delante tiene un hijo, o una hija, que escuchará el relato de lo que ahora Fernando Cañete está padeciendo con alegría. Porque el sufrimiento, una vez terminado, produce cuento, produce narrativa, de eso también se enamora el argentino hincha de sí mismo, del personaje que será en sus relatos futuros. Estamos, tal vez trágicamente, constituidos por una expectativa de la palabra.
Le pregunto a Fernando qué hora tiene, me dice que no tiene. Le digo que se fije en su celular, me dice que no trajo celular. Le pregunto cómo se comunica con su novia embarazada, me dice que no se comunica. Este chico que lleva una remera negra con una lengua roja estampada ha quedado completamente absorbido por su propia circunstancia, es decir, abandonó los gadgets que le permitirían estar acá y estar también en otros lados, simultáneamente, y lo hizo con apenas 21 años. Su determinación es drástica porque el hincha es drástico y, sobre todo, es personal: físico.
El último marketing de la autoayuda y el coaching corporativo cobran en dólares los cursos para conseguir lo que este chico acaba de conseguir a puro golpe del deseo: salir del full net life, de la vida sobreconectada. Fernando Cañete, segundo en la cola para entrar al campo y ver a los Rolling Stones, logró estar aquí y estar ahora y estar en esto, vivir una única vida que es real y es física, una vida del cuerpo puesto en el mundo y no del dispositivo puesto en el espacio virtual. Lo que consiguió es un retorno a la vida en ladrillo, a la analogía de lo real. Que no lo sepa no importa, porque tampoco le interesa saberlo. El pibe sólo está esperando que Ja-gger y Richards le toquen en la cara.
"En unos cuarenta minutos damos puerta", grita, áspero, sobreactuando la rudeza, un hombre de seguridad. Fernando se lleva las manos a la cara y no me deja verlo. Un pudor de varón, supongo, le impide mostrarme lo que yo sospecho es un lagrimeo de ansiedad.
Detrás de él colea hasta perderse en el fondo de la fuga el mismo ardor en el resto de los que esperan entrar. Porque, además, también se trata del tiempo y de la muerte: el hincha sabe que estos shows son shows de despedida y que después, muy probablemente, nunca más. Como esas navidades que uno pasa con los parientes ancianos porque tiene la certidumbre de que ya no habrá más navidades para compartir con ellos.
Me acerco entonces a Fernando, le pido una pregunta más. ¿Qué vas a hacer cuando abran? El pibe, exhausto y todo, está al derecho, así que no le cuesta encontrar la palabra, el verbo.
"Correr", me dice. Cuarenta y cinco minutos después, Fernando Cañete corre. Le veo la espalda ancha meterse bajo el puente que sale al campo de juego. Después no lo veo más. En un rato, va a largarse a llover desconsideradamente, pero el enamorado se enamora, antes que nada, de la energía de su propio amor. Y con ese combustible, va y se moja.
Hay una escena en El hincha, la película que Enrique Santos Discépolo protagonizó a medidos de los cincuenta, en la que la madre le pregunta al hijo: "¿Qué te dan a cambio de sufrir tanto?" El hijo le responde: "¿Y a usted qué le dieron por tenerme a mí?".
El autor es periodista y escritor. Publicó Cristo, llame ya y Trash, y actualmente escribe una biografía de Marcelo Tinelli.
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